Todo lo que escapaba a la razón, o no existía, o lo consideraba una tara de mentes ociosas.
Mientras tomaba su primer café del día, decidió que él, Antonio Ariza, quería leer su propia esquela en el periódico.
Antonio Ariza era una persona racional. Racional hasta el extremo de que ni en su vida ni en su pensamiento, se permitió nunca la menor dosis de imaginación. Una mente cuadriculada, se podría decir; aunque dicha apreciación no obstara para que no pocas veces su comportamiento y sus palabras se apartasen de lo razonable.
Al margen de esos breves e incómodos momentos de extravío, para él, todo lo que escapaba a la razón, sustentada o no en la ciencia y la filosofía, o no existía o lo consideraba una tara de mentes ociosas o calenturientas. Estoy convencido de que, si hubiera podido leer este cuento, me lo habría reprochado, a pesar de estar basado en hechos reales –su propia vida, sin ir más lejos- y discurrir por las coordenadas de lo racional.
Por otra parte, su trabajo de interventor en un Banco, rodeado de números y congéneres de proceder semejante al suyo, despejaba una perspectiva vital que, a su modo, ya tenía bastante perfilada, en cuanto a sus principios y sus límites, mucho antes de empezar la carrera de Económicas.
Así había sido desde que yo recuerdo y lo conozco desde que éramos niños, cursamos juntos Económicas hasta que a mí me dio el pálpito de la escritura; incluso le presenté a la que, enseguida, se convertiría en su mujer: Anela Lombardo, licenciada en psicología.
No nos sorprendió la muerte de Anela. En el esquema mental de Antonio Ariza la muerte de su mujer era un riesgo real desde el primer atisbo de la enfermedad. Sin embargo, no le cuadraba que algo tan lógico como la muerte, incontestable en su cabeza, fuera capaz de descabalar por completo el resto de sus coordenadas básicas. Hasta sus principios se fueron al traste. Ya nunca más pisaría un suelo firme.
Pasados unos días de las exequias, que, con tanto lujo de detalles, me había descrito, ante sendos cafés en Froms, me confesó que de lo único que se arrepentía era de no haber encargado una esquela al periódico donde las esquelas lucían más; era lo menos que se merecía Anela. A todas luces, mi amigo estaba desvariando.
Meses después, se acogió a la jubilación anticipada y se recluyó en casa, un piso en el centro demasiado grande para quien se obceca en la soledad y la desdicha para huir de la presencia ineluctable de Anela, que trasteaba en el espacio de realidad del que él se había exiliado voluntariamente.
A partir de ese momento se dedicó a leer las esquelas de los periódicos. Sabía que no era el único que lo hacía y que había quien buscaba en ellas el nombre de algún conocido; si era enemigo, bien; si era amigo, más morbo. No era esa la razón de Ariza para alimentar una manía que le tenía ocupado la mayor parte del tiempo. En realidad, nunca supo la razón que le movía, ni el objetivo. Que él supiera, no tenía enemigos y, eso sí lo sabía, ya no le quedaban amigos. A excepción de mí y yo hacía tiempo que no lo visitaba.
Un buen día, antes de ir al quiosco de prensa y recoger los periódicos, que ya le tenían guardados, para hacer una incursión previa en el territorio de las misivas mortuorias mientras tomaba su primer café del día, decidió que él, Antonio Ariza, quería leer su propia esquela en el periódico.
No le apetecía aparecer en cualquier otra sección de los diarios. No había hecho méritos para ello. Además, nunca se paraba en el resto de las páginas; su fijación estaba en los obituarios. Había leído tantos que tenía la impresión de que sólo faltaba el propio. También el de Anela; pero eso ya no tenía remedio. Hacía mucho tiempo que su mujer había muerto para él. Era inútil volver atrás. Además, ella seguía actuando como si no le importase.
Lo que al principio fue una ocurrencia, producto del desvarío que amenazaba con seguir creciendo, pronto se convirtió en una obsesión y, como tal, en fuente de extravagancias que, ahora sí, lo situaban en el punto equidistante de su cuadriculado mundo anterior. Surgieron las dudas. Tendría que redactar la esquela y elegir el periódico en el que quería que se publicase. Su presupuesto no alcanzaba para difundirla en varios medios. Tampoco había que exagerar, no era más que un capricho. Un capricho loco y extemporáneo, pero un capricho. Luego, encontrar un periódico que aceptara publicar la esquela de alguien vivo. A esto se dijo que por dinero era fácil obviar la ética profesional. No obstante, no diría que la esquela era para él. Tampoco la redactaría él. Era mejor la sorpresa, si no qué aliciente, que se la inventasen ellos; familiares y amigos te…
Anela no, pues ya no vivía en su mundo, ella se lo perdía por morirse a destiempo.
Una vez hubo despejado las incógnitas que aparecían a medida que su determinación cobraba forma, se puso en marcha. Eligió el medio que más garantías de promoción le ofrecía, como si fuera la publicidad de una empresa dedicada a los viajes. Después de todo, la promoción de la muerte, la mentira de la muerte provocada ilusoriamente, no se diferencia mucho de la promoción de cualquier producto cuya verdad siempre está en entredicho. En ese caso el anuncio no podía ser más explícito.
El procedimiento era más sencillo de lo que él había supuesto. Llamó al periódico en cuestión y pidió que le pusieran con los redactores de obituarios. Le pasaron con el departamento comercial y una voz femenina le facilitó el trámite de dar el nombre del muerto imaginario, pedir que pusieran lo habitual en esos casos, repetir un número de cuenta bancaria para que pasasen el cargo y rogar que la esquela apareciera al día siguiente: tus deudos no te olvidan… Podía estar tranquilo. A la mañana siguiente saldría su nombre en el periódico.
Fue una noche dura. La ansiedad no le permitía dormir. Estaba a punto de conseguir lo que nadie había conseguido nunca: leer su propio obituario, enmarcar su propia esquela. Se levantó al alba y aún tuvo tiempo de consumir varios cafés antes de bajar al quiosco. Bajó antes de que abriera. Esperó, con impaciencia, y no dejó que el quiosquero colocase las remesas de papel tintado en el mostrador, entresacó un ejemplar del periódico que contenía su mundo de los últimos tiempos y, con él debajo del brazo, volvió a casa. Era tal su alborozo que a punto estuvo de gritar no bien cerró la puerta tras sí, corriendo el riesgo de despertar a los fantasmas durmientes.
Tenía que conservar la calma. Dejó el periódico sobre la mesa de la cocina y se preparó otro café. El primer sorbo no le sentó muy bien, pero no iba a desistir. Se aproximó a la silla que iba a ocupar. Iría despacio, ojearía otras secciones, los deportes, nunca había sido muy aficionado a los deportes, pero quería demorar el momento de verse retratado en los obituarios; dicen que la felicidad no consiste en encontrar el placer, sino en el proceso previo a su consecución.
Cuando fue a sentarse casi pierde el equilibrio y va a dar de bruces con las baldosas a prueba de resbalones. Otro sorbo de café y de nuevo el malestar en la boca del estómago; primer atisbo de preocupación. Por mucho que tomase, el café nunca le había dado problemas; siempre hay un día en que tienes que decidirte a tomar menos, hay que cuidar la tensión. Leer le animaría. Atrajo hacia sí el periódico y fue directo directo a las páginas de obituarios.
De repente, no quería dar rodeos, no fuera a ser que le diera un síncope y ya no pudiera ver su esquela. Los músculos de sus manos se pusieron rígidos, desobedientes como si hubieran empezado una huelga de brazos caídos. A la vez, su vista se hizo borrosa al principio, negra poco más tarde. Ya no eran sólo los músculos de las manos, sino todos los músculos del cuerpo que se constreñían hasta encajonarlo en una única sensación: estupor. El silencio que reinaba en la casa –Anela había salido hacía tiempo- devino en ausencia total de sensaciones y el cuerpo rígido de Ariza se quedó sentado, en una postura que parecía querer decir algo.
Antonio Ariza murió en ese instante preciso.
Cuando Anela Lombardo y yo llegamos a la casa del matrimonio, después de asistir en el crematorio a la ceremonia del fuego que se había comido al “necrólogo” vocacional, Antonio Ariza, nos dirigimos como por inercia a la cocina. Sobre la mesa había un periódico. Anela lo tiró a la basura, sin mirarlo siquiera. Luego fue hacia la encimera para preparar café.
–Te apetece un cigarrillo –me dijo, volviéndose hacia mí, sonriendo.
–Sí –contesté, sin pensarlo. Anela era mi amiga y estaba viuda. Y yo, más solo que la una.
Empecé a fumar en ese preciso instante.