
Prensas de la Universidad de Zaragoza. Precio: 11 €.
“El verso, la escritura, es un espejismo”.
La de José Ángel Cilleruelo es una de las trayectorias más solventes de la poesía española última y el libro que nos ocupa no hace sino ratificar esta apreciación. El título, Pájaros extraviados, que resuena en el verso final, procede de una lectura iniciática en clase de literatura de “Se equivocó la paloma” de Rafael Alberti. Y el poeta de Barcelona se encomienda de entrada, como frontispicio y exergo, a Novalis, a mi juicio uno de los nombres decisivos para la poesía contemporánea: “Puedo ofrecer el cielo oculto en un poema, pero nadie rezará nunca por mí”, palabras en cierto modo enigmáticas pero muy atinadas para mostrar el sentido del libro, en el que el yo autorial está, aun presente, menguado, mientras que su ser aflora a través de lo que expresa cuanto lo rodea.
En efecto, ya en el poema inicial del libro, uno de los tres nocturnos que lo acompasan, se personifica a la noche, como luego se hace con la lluvia, los árboles, la brisa, el sol, un muro, unas hierbas, los guijarros, un arroyo y sus cantos rodados, las hojas, las sombras, unas algas, el atardecer, una rosa, la luz, el verso mismo, las palabras propias, en fin. Cilleruelo prescinde de su voz o la asordina, no se trata, creo, de una visión panteísta, sino de una renuncia a sí mismo, un darse en beneficio de la poesía inmanente que desprenden todas las cosas.
Los poemas, así, son un “muestrario de instantes” en los que el poeta rescata la huella de su duración, en terminología de Bergson, su resonancia lírica; fijan escenas campestres y urbanas, con la presencia amortiguada del autor o bien en torno a presencias ajenas: un vendedor de tintes que cruza en mula un bosque o una niña que dibuja absorta en su cuarto. Con cierto impresionismo en ocasiones, suelen ser exteriorización, plasmación de un paisaje interior: “Recorrido sin mapa, territorio / fuera de los caminos, / laderas de montaña oscura. / El verso se busca a sí / mismo donde no está”.
Aparte de al citado filósofo francés del tiempo subjetivo, como centro y quicio del libro, Cilleruelo homenajea a Hölderlin, Ovidio, Machado y los caminos o a sus venerados y frecuentados Rafael Pérez Estrada, Maria Gabriela Llansol y Fonollosa, el salvaje. El más extenso se lo dedica a Emily Dickinson, otra que animó todo lo pequeño y mínimo circundante, “lo nimio, lo valioso”. Hay otras muestras de admiración menos explícitas, como al claro del bosque de María Zambrano. Y conviene igualmente señalar la vertiente pictórica, representada por Monet y su cuadro de amapolas en una ladera o Morandi y su calma de naturaleza muerta. O el clima de un poema en el que la lámpara ilumina un libro y el resto de la estancia queda en penumbra, que nos retrotrae al fulgor tenebrista de los cuadros de Georges de La Tour.
Pájaros extraviados es, en suma, un libro de poemas serenos, reflexivos, que van de la contemplación a la meditación, muy sólido. Aunque sepa que el verso, la escritura, es un espejismo, gracias a su habitual “exacto decir”, que atribuye en uno de los textos al sonido de las campanas de un pueblo, Cilleruelo capta con precisión, mediante la demorada búsqueda e indagación de su peculiar mirada, la esencia de las cosas y “la sencillez del momento”. Qué más se puede pedir a la poesía.
EL GRAFÓMANO CAMINANTE
El río es el autor de un incansable
dietario en páginas de agua.
Anota las miradas de los árboles
de ribera. Examina
la ortografía en la correspondencia
que llega a los sillares
del puente. Se complace
con la intensidad afectuosa
de los amantes entre juncos
ocultos.
Los amantes también
quieren que el río se detenga
en sus caricias
y les dedique muchas líneas.
Algunos sustantivos, verbo, un único
adjetivo e interjecciones varias.
Con eso se contentan. Aunque sepan que el texto
llega pronto al océano,
biblioteca de escribas
fluviales, donde todas las historias
de amor acaban confundidas.
GARZAS
Las garzas buscan días claros
para posar en los prismáticos
que las observan. Sobrevuelan
a baja altura el bosque
y planean por las orillas,
junto a los juncos, paspartú entre marco
y dibujo. Sumergen la mitad
de sus zancas y el pico entero
en las aguas, avanzan
despacio, trazan círculos
perfectos en la superficie
y provocan un leve chapoteo
que solo escuchan los silencios
del río cuando el cauce
confunde lo que fluye
con lo que permanece.
Y entre tanta quietud,
estampan por el aire ameno
la ronca destemplanza
de su graznido. Nada se comprende
entonces. Así actúa
la realidad.
José Ángel Cilleruelo