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LA DENSIDAD DE LA CALINA Que el CORONAVIRUS no nos provoque ceguera

Aurelio Loureiro

Aurelio Loureiro

El covid-19 y su vertiginosa propagación producen enfermedad, desamparo y muerte; que no nos quite nuestra perspectiva humanista.

El mal está presente, se filtra por los poros de la piel, ataca sigiloso; detengámonos en las cosas buenas, esas de las que debemos estar orgullosos y que merecen ser recordadas.

Podía haberme fijado en La peste de Albert Camus –precisamente, cuando se cumplen 60 años de la muerte del autor de El extranjero−, novela tan celebrada en este tiempo de zozobras e incertidumbres provocadas por el coronavirus, que ataca a nuestras defensas físicas, mentales y morales, y que ya es tomada por muchos como una guía de supervivencia, incluso de autoayuda. O recrearme en este territorio neutro del aislamiento con obras literarias creadas durante pandemias pretéritas o que hacen referencia a ellas, como los cuentos de Boccaccio −Decamerón− o algunas obras de Shakespeare −Macbeth−, sin ir más lejos.

Por alguna razón oculta, sin embargo, después de unos días de aislamiento decretado  por el estado de alarma, escuchando por doquier noticias sobre el coronavirus y sobrellevando a duras penas, minuto a minuto y desde las variadas y abundantes plataformas de comunicación, las estadísticas de los afectados y los muertos en el mundo, pero sobre todo en esta España nuestra, recurrí una vez más a Boris Vian.

Sabéis muy bien que el criterio de búsqueda cuando se quiere algo más que un rato de solaz es un secreto que ni siquiera le ha sido develado al que busca. En fin, empecé releyendo Escupiré sobre vuestra tumba –fino y violento alegato antirracista donde los haya− y, luego, sin solución de continuidad salvo para hacer una breve incursión en Las tiendas de color canela de Bruno Schulz,  me entretuve revisando el hermoso cuento de Vian, El amor es ciego (contenido en el libro de relatos, Lobo hombre en París), como esperando encontrar algo. No siempre el que busca encuentra; pero en esta ocasión algo hallé.

Os refrescaré la memoria. Un buen día, en la ciudad –¡París, supongo!− empezó a brotar del suelo una densa calina que empezó a cubrirlo todo y a provocar la pérdida de objetos y niños, primero en los barrios bajos y a medida que avanzaba el día también los altos, hasta cubrirlo todo, ocasionando la ceguera de los habitantes, que de la sorpresa pasaron de inmediato al regocijo y a un inesperado nuevo reconocimiento del entorno. Orvert Latuile, el protagonista, despierta después de once días recuperándose de una buena curda y se encuentra con la ciudad en tinieblas. Sin hacerse muchas cábalas –el relato es corto, con lo cual todo sucede muy rápido−, Latuile sale a tientas a la calle y se sumerge en la orgía de sensaciones, sexo indiscriminado y emociones que permite su nueva condición de ciegos. Encerrados por la calina, los ciegos se olvidan del mundo exterior y aprovechan el nuevo espacio que les conceden los otros cuatro sentidos donde afloran nuevos y más libres deseos.

Para resumir. Como recordaréis, al final, cuando el fenómeno entra en retroceso y la calina empieza a disiparse, los habitantes de la ciudad sitiada por el fenómeno atmosférico, incapaces de soportar la antigua realidad, se arrancan los ojos. Nunca he visto culpabilidad en su última decisión colectiva, sino un intento de renacer con nuevos parámetros, sin las cortapisas físicas y morales que les imponía la antigua vida.

Se me dirá, acaso sin falta de razón, que el relato de Vian está a años luz de la situación en la que estamos inmersos. No obstante, a poco que escarbemos en el magma simbólico del escritor francés, nos percataremos de que hay concomitancias que no podemos descartar.

Desde esta perspectiva, podríamos incluso afinar la interpretación y recorrer el camino que ha seguido la epidemia del covid-19 hasta convertirse en pandemia y el posterior aislamiento de las personas en sus casas para evitar que el contagio siguiera creciendo. Al ser una pandemia global el mundo se redujo al poder y efecto del virus que colonizó todo el espacio conocido, sin dejar ningún referente exterior del que poder echar mano. Casi no hubo tiempo para la sorpresa, por mor de la industria de la tecnología de la comunicación; el exceso de información condujo a la incertidumbre y ésta al miedo y, en muchos casos, la histeria o la negación de la evidencia, ambas reacciones propias del natural instinto de supervivencia y protección. Surgieron informaciones contradictorias y eso que se han dado en llamar fek news. Hasta que no se decretó el estado de alarma y las fuerzas de seguridad tomaron la calle para cuidar de que la gente no abandonase el retiro en sus casas, no empezamos a asumir que un virus de rápido contagio y letal sobre todo para un segmento importante de la población estaba entre nosotros y tenía intención de quedarse, impidiéndonos ver lo que tenemos más cerca, separándonos del vecino y de los amigos, condenados a la cuarentena, a la soledad de nosotros mismos, al encierro en habitaciones separadas, a la ceguera en definitiva.

Como en el cuento de Vian –el relato de la pandemia del covid-19 es mucho más largo y aún sin resolver− el virus llegó para quedarse y prolongar su efecto en nuestros cuerpos, pero sobre todo en nuestras mentes. El lúcido Camus enseñaba con La peste que “Las peores pandemias no son biológicas, en las situaciones de crisis sale a la luz lo peor de la sociedad: insolidaridad, egoísmo, inmadurez. Pero también emerge lo mejor. Siempre hay justos que sacrifican su bienestar para cuidar a los demás.” (Como nos recuerda Rafael Narbona en el Cultural).

Palabras acertadas que bien pueden servir para la pandemia que sufrimos y que la sufrimos solos, si bien rodeados de gestos de optimismo y sacrificio. Pero sin referencias exteriores a las que acudir; pues el mundo entero está infectado. No hay a dónde huir. Cuando Orvert Latuile se despertó, después de once días durmiendo la mona, la ceguera le impidió buscar referencias en el exterior. Así que, después de once días de negación inconsciente, salió a la calle y se sumó a la juerga de los cuerpos desnudos, sin caretas, en todo su esplendor de cuerpos que se ofrecen y se reciben. ¿Hay mayor gesto de solidaridad que la entrega incondicional?

La pandemia del coronavirus que asola los territorios diversos del mundo y que ha traído la muerte a nuestros hogares y la cuarentena y el miedo y la histeria y la distancia de dos metros entre personas que quisieran abrazarse o simplemente verse; a pesar de todo eso, ha traído también, nos ha regalado, gestos que el mundo global empezaba a echar de menos. En primer lugar la importancia de las personas individuales para resolver problemas que nos afectan a todos por más graves que éstos sean. Sólo desde el compromiso individual, los gestos de solidaridad, empatía, generosidad, entrega, sacrificio y, en fondo, la bondad, se puede terminar con el mal que nos ataca sin piedad ni discriminación de sexos, razas o condición sexual. Sin estos gestos –que curiosamente nos ha revelado en virus− los gobiernos, grandes multinacionales, macroeconomistas, bolsas, etc… estarían perdidos. El coronavirus nos ha abierto los ojos, a pesar de la ceguera, y nos ha enseñado lo importantes que somos, cada uno, en la búsqueda de “la excelencia moral” (que también decía Camus).

Al final como en El amor es ciego la calina se disipa y volveremos a ver y quizá no nos gusten muchas cosas de las que hemos creado con anterioridad. Pero no hace falta que nos saquemos los ojos como los habitantes de la ciudad sitiada de Boris Vian; pero no debemos olvidar los valores que hemos entrevisto a pesar de la ceguera o a causa de ella y que quizá nos ayuden a perfilar un mundo mejor y más justo.

Eso espero… y que pronto podamos sonreír y abrazarnos.

De momento, un abrazo online, epicúreos.

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