
Ed. Liliputienses. Precio: 13 €.
“Escribir es besarte el corazón a partir de los ojos.”
El inconformismo y el rechazo a lo preconcebido es tarea del poeta moderno. Pero esta forma de no adaptarse exige una lucha a cara de perro, además de una reflexión sobre la propia condición de la poesía que reclama una pulsión antes de llegar a la libertad deseada. No se trataría de marcar distancias sino de ensanchar los márgenes que constriñen la capacidad de disfrutar de la fluidez de las palabras. Así se nos aparece NOVEDADES: AYER (Posible antología 2008-2019), la última entrega de la cordobesa Elena Román (1970), quien ha dado muestras de sorprendentes poemarios, entre los que cabría mencionar Ciudad girándose (2015), Pan con Pan (2016) o ¿Qué hacer con Freud además de matar a Freud? (2017).
Más de una década a lo largo de doce publicaciones poéticas y un regalo añadido, que corresponde con poemas publicados entre los años de referencia. Tal vez, sean muchas páginas para que no contenga siquiera un preliminar que pudiese servir de ayuda al lector, o una nota de la autora que arrojase luz sobre el propósito del libro. No sabemos qué le ha llevado a seleccionar estas composiciones y a dejar fuera de la antología otras. Ni estamos al corriente sobre si, a lo largo de la práctica poética, se ha producido alguna modificación en las composiciones antologadas, si han mutado o han permanecido ajenas al fluir del tiempo. Los poemas se presentan limpios, sin aparato textual alguno: sin citas; acaso una sola dedicatoria. Así, el lector entra a oscuras, lo que, parece tan premeditado como arriesgado, pues no tiene más datos que la referencia a los libros de donde se han extraído.
El planteamiento del libro sigue un esquema cronológico en las publicaciones. Su formación obedece a un caleidoscopio heterogéneo, lo que resulta bastante lógico, pues la escritora cordobesa ha pasado por variedad de temas, tonos y técnicas. Junto a composiciones breves, podemos encontrar un mayor número de composiciones en versículos y poemas en prosa, lo que nos indica un largo aliento en el estiramiento de los versos y la versatilidad de Elena Román. Ello, nos pone en la pista de que, tal vez, sea un trasvase en su escritura, pues también escribe obras narrativas. Y así, nuevamente, ponemos el pie en esa frontera difusa de los territorios narrativos y líricos. En todo caso, cabe decir, en favor de los textos seleccionados, que predomina una musicalidad tanto en el uso del léxico, en el empleo de enumeraciones y repeticiones estructurales, así como en la cadencia de las oraciones, despertando la curiosidad del lector. Y algo más intuimos: este libro representa un cierre de etapa, necesario para comenzar otro.
«Escribir es besarte el corazón a partir de los ojos», puede leerse en uno de los libros más interesantes, Diario de un ascensor… Se deduce un carácter intimista y reflexivo. La poética de Elena Román invita a las percepciones: nace en la mirada pero nos invade por dentro. En ella el concepto de libertad es total: «Mi casa no tiene puertas». Los poemas responden a preocupaciones domésticas desde una anécdota vivida, contemplada o imaginada.
La realidad se constata mediante el asombro. De ahí que, en ocasiones, las imágenes resulten, entre asociaciones ilógicas, oníricas pero igualmente sorprendentes. Tal distanciamiento provoca, en algunas ocasiones, un guiño irónico; y, una mueca humorística, en otras; convirtiéndose en un hallazgo que cruza toda la antología. Por ejemplo, en varias composiciones de uno de los libros mejor representados, Autosuficiencia en la: «A la palidez de los últimos días / le hemos comprado / la falacia y yo / una máscara de porcelana»; «Se puede deducir / por mis manos sucias / que estoy acostumbrada a trabajar / con chimeneas y abogados».
En la aceptación de la realidad se produce un viraje hacia una vertiente más confesional, que mira atrás en busca de la identidad familiar, como vemos en Será genealogía. En estas composiciones predomina el tono desolador sustanciado en la pérdida. «Soy lo que he heredado roto», escribe en una de ellas. El sonido que produce deja ecos estremecedores.
La lente de visión de Román es transformadora. Pequeñas historias parecen mutar a partir del encuentro con la imaginación de la escritora. Así ocurre en las composiciones agrupadas en Hombre desatornillando caminos, Hay menú económico y Ciudad girándose. El estremecimiento es perturbador cuando retorna al origen de la herida, especialmente visible, en los poemas dedicados a Maribel donde concluye: «La vida es lo que te duerme, niña, / y también es con lo que sueñas». Los lugares nombrados sirven como anécdota y observación, pero en ellas pululan la fragilidad del ser, la desprotección de muchas personas y sus profesiones.
Pan con pan y ¿Qué hacer con Freud además de matar a Freud? apuntan a la intersección de los planos real e imaginario. La realidad tiene una base tan fragmentaria que sólo se puede llegar a ella a través del mundo de los sueños. Al mutar el paisaje en hostil, resulta contrariado y amenazador. El lector puede sentirse enclaustrado en apenas dos metros, alerta pero con el miedo dentro. Una vez más, Román se plantea indagar sobre los tópicos, en este caso sobre el mundo de los sueños. Todo el sinsentido valdría para resolver el tema predilecto borgeano, la búsqueda de la identidad, tan precisa en estos versos: «Se trata de explicar quién soy, / de dónde vengo, / a dónde voy / y contar lo que quiero sobre mí».
El tratamiento del lenguaje rompe tópicos y se distancia de frases hechas para llegar a construir otra mirada del mundo, nueva o mejorada. En la pulsión con el lenguaje la voz descubre un lenguaje llano y directo singular. Un estilo singular que plantea el proceso de la comunicación tan cercana y de verdad que, incluso la expresión onírica parece pellizcarnos, olernos, mirarnos. Mirada y vuelo en el humor y la ironía que percibimos en diferentes textos, especialmente, en lo que José Luis Morante llama tan atinadamente microficciones. En el estilo de Román puede verse cierto desaliño, acusación contra la que cabría precisar, aunque sea la cordobesa quien deje las cosas claras: «Los versos que más me gustan / son los de medio kilo, / los que parece que no están / hechos del todo pero crujen».
Sirvan, para terminar, las palabras que escribía el poeta y crítico sevillano Juan Lamillar, «cada lector de poesía va guardando, muchas veces de modo involuntario, en su álbum privado unos poemas que, como ciertas melodías, acompañan y otorgan su insospechada magia de lo cotidiano». La voz de ayer que recorría las calles es la misma pero ahora no recorre las mismas calles, pasan del exterior a cada una de las esquinas de la habitación. Afuera, el aire recorre las mismas grietas del territorio; dentro, en cambio, son más precisas y visibles. La vida, como los versos de Elena Román, sigue en movimiento, y la mirada de Novedades: Ayer, continúa mirando el mutar de las cosas, viéndolas en su incansable devenir: «el tiempo es eso con lo que nos amenazan / para que nos vistamos deprisa, / comamos deprisa / y vivamos muy, muy deprisa / y sin pensar».
La casa de la curva
Tres macutos y una maleta es mi equipaje.
Tráetelo todo –me ofrece María–
a la casa de la curva,
desde aquí oiremos el primer autobús,
el que te bajará para que cojas el segundo
y te alejes definitivamente,
así no te dará el sol mientras esperas.
Es una buena idea porque, aunque el autobús
vendrá enseguida, fuera hace mucho calor.
Me da la habitación del fondo,
donde me mira un perro del que estoy segura
de que ladra por las noches.
Hay mucha gente en la casa, hay familias
que toman medicinas complicadas
que confundo con caramelos y escupo.
Hay una mujer azul tumbada en la cama
de una habitación en cuya ventana
hay una nota donde leo “Ahora vuelvo”
y de la que sale corriendo un hombre azul,
diminuto aunque fornido, con unos dientes blanquísimos:
es el villano que ha azulado y dormido a la mujer.
Corro tras él pero se escapa, y entonces
oigo llegar al autobús y lo diviso desde la puerta.
Vuelvo corriendo a mi habitación a por mis cosas
y cuando salgo, el autobús se ha ido.
No te preocupes –me dice María–,
te acercaré en coche
para que puedas coger el segundo autobús.
Menos mal, porque si no, tendría que esperar
veintitrés años al siguiente autobús.
De camino, le enseño las fotos
de un director de cortometrajes amigo mío
subido en un barco y rodeado de pasajeros,
sin sospechar que también perderé el segundo autobús
y que nunca me alejaré bastante.