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LA “BIBLIOTECA MODERNISTA” DE BENAVENTE Libros, de arte bien servidos

Antonio Manilla

Antonio Manilla

A veces las joyas arquitectónicas están escondidas para que las descubramos con paciencia.

Merece la pena detenerse en Benavente (Zamora) y visitar una de esas joyas: la biblioteca modernista de Benavente.

Foto cedida por el blog de Emiliano Pérez Mencía

Histórica encrucijada de caminos del noroeste peninsular, Benavente acoge al viajero con su febril actividad de polígonos industriales y cruces de carreteras, rotondas con estatuas y actividad en unas calles que, al ritmo que envejecen, van siendo moldeadas no mediante la piqueta del progreso sino restauradas con respeto hacia el pasado.

Según se avanza hacia el centro histórico, el paisaje cambia y se remansa en hondas pozas donde la calma está asegurada. Se camina por un escenario tan solo perturbado por alguna obra, el paso de unos alegres estudiantes que acaso están haciendo novillos a esta hora, el latido de un comercio urbano que sin duda conoció mejores tiempos. Sus empinados trayectos exigen al visitante cierto esfuerzo, como todas las ciudades que merecen la pena y por ello se resisten a darse sin contrapartida.

Foto: Antonio Manilla

Más allá de cualquier edificio concreto, lo que sorprende en Benavente es el tono. Podría demorarse el visitante en alguno de sus hitos, esos lugares que atraen al turismo con sobradas razones, como el Castillo de la Mota (aquel que vio firmarse el pacto de la Concordia mediante el cual alcanzaban la paz los reinos de León y Castilla y se unían sus destinos), el Hospital de la Piedad o la iglesia de San Juan del Mercado. O detenerse a catar su monumento más emblemático, el templo de cinco ábsides y cuatro estilos artísticos que es Santa María del Azogue, cuyo entorno se está sometiendo a una restauración en la que pueden apreciarse unos discretos albañales subsumidos bajo el empedrado, pero también un grotesco solado que llega hasta los mismos muros de la iglesia medieval.

Cualquiera de esas visitas satisfaría a un curioso del arte, pero el viajero de entrada se maravilla ante el tono y la unidad que confiere a muchos de sus edificios singulares el hecho de estar construidos y ornamentados con ladrillo visto, un recurso casi más de albañil que de arquitecto, que seduce con sus contrastes de luces y sombras móviles con el avance de las horas.

Foto: Antonio Manilla

Hay una razón histórica para que Benavente luzca más ladrillo que piedra: además de las desamortizaciones de las propiedades eclesiásticas, el lugar sufrió con la guerra de la Independencia terribles mermas a manos de los ejércitos de Napoleón.

Ladrillo y forja decimonónico acompañarán al paseante que —desde el mosaico de La Veguilla realizado por el escultor Coomonte en la plaza Mayor, donde se ubica la oficina de Turismo— observe la Casa Allén con su torre en voladizo, camine sin un rumbo fijado entre los edificios de la Rúa con resaltes de arquillos y composiciones geométricas, o se acerque hasta la Casa Donci, donde el ladrillo imita al yeso logrando efectos de mocárabes y un airoso remate cilíndrico coronado por una veleta en forma de media luna nos recuerda su origen neomudéjar. En ese vagar despreocupado, tras descubrir la escondida fachada blanca de su Gran Teatro, estructurado al estilo romántico sobre el convento desamortizado de Santo Domingo, unos pocos pasos más allá tal vez se tope con otro inmueble en ladrillo, menos vistoso por fuera, pero en el que haría bien en entrar. Fue un palacete de la burguesía y hoy es la Biblioteca Municipal de Benavente, pero dentro alberga una de esas escondidas, poco conocidas y deslumbrantes sucursales del paraíso.

La Casa de Solita, así denominada por haber sido cedida al ayuntamiento por su última propietaria, Soledad González, es un edificio realizado en 1904 por el arquitecto Segundo Viloria Escarda para el acomodado industrial Felipe González Gómez. Es de planta cuadrada y tres plantas ordenadas en torno a un patio central, además de sótano-bodega y azotea. En la fachada, destacan los efectos ornamentales del ladrillo y un balcón acristalado. El asombro aguarda en su interior, hurtado a la vista, haciéndose buscar, aunque tampoco demasiado, puesto que la visita es accesible.

Foto: Antonio Manilla

La planta baja acoge hoy la moderna biblioteca local: antaño eran dependencias administrativas, un despacho y un archivo, así como diversas salas reservadas al personal de servicio. Tomando la escalera, que ya nos advierte de lo que muy pronto vamos a encontrar mediante el grifo o dragón alado que corona su barandilla con pasamanos y la huella trabajada en las esquinillas de sus escaleras, ascendemos hasta la planta noble, donde una soberbia puerta oblonga de madera con vidrieras abatibles y decorada con motivos modernistas nos da la bienvenida. Estamos en la antigua residencia familiar y con unos pocos pasos accederemos a un viaje en el tiempo, entrando en una vivienda que, aunque despojada de mobiliario, ha sabido preservar para nosotros todas las delicias de una casa burguesa de principios del siglo pasado.

En el recibidor, llamado «El Desembarque», unos curiosos radiadores de hierro curvados y lo que será una constante: techos y paramentos decorados con estucos de escayola y pinturas. Todo emana nobleza en esta planta principal: elegantes salones decorados con escenas paisajísticas, motivos geométricos y florales, ambientes orientales, así como admirables labores de azulejos, vitrales y forja. Actualmente son utilizadas estas salas, en ocasiones concretas, como espacios para exposiciones artísticas. Ni siquiera este uso, dictado por la necesidad, impide apreciar el buen gusto derrochado en habitaciones como la «Alcoba principal», donde columnas entorchadas sostienen el paramento divisorio de la alcoba en la que está representado un nido de pájaros como metáfora del nido del amor y una chimenea adosada a la pared caldeaba el ambiente; el de la «Sala japonesa», orientada a la solana y destinada al ocio de los pequeños, con todos los lienzos surcados por las «chinerías» y motivos orientales que tanto predicamento tuvieron en la Europa de finales del XIX; o la «Sala de los paisajes», con panorámicas del sur de España, como Sevilla o el Sacromonte granadino, e idílicas estampas entre las que se incluye la de un ferrocarril, en alusión a que el propietario de la vivienda fue promotor de la instalación ferroviaria en Benavente. Mención especial hay que hacer al azulejado de los pavimentos, aquí conservados en su gran mayoría.

Foto: Antonio Manilla

La tercera planta o ático, como la primera, fue sometida a una completa rehabilitación. Donde estaban los dormitorios del servicio, un desván y un ropero, ahora se hallan salas de estudio dedicadas a los primeros historiadores benaventanos. A través de ella se accede a la azotea de ventosas perspectivas sobre los jardines de La Mota y desde la que se contempla la vega del río Órbigo, escoltada de chopos, así como los restos de aquel empeño que tuviera en vida el dueño de esta asombrosa Casa de Solita: ferrociclos y vías azules, porque hace ya muchos años que los trenes abandonaron Benavente.

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