“Entre 1975 y 2016 el índice de sobrepeso en la población se ha triplicado y parece que este porcentaje va en aumento. La OMS ha declarado que la obesidad es la epidemia del SXXI.”
Esto parece evidenciar que vivir de una manera saludable, cada vez está más en desuso y que estamos relegando a un segundo plano una parte esencial de nuestra vida.
La alimentación, a pesar de ser una función indispensable para nuestra vida, no recibe por nuestra parte la importancia que se merece. Como tradicionalmente se ha dicho, no podemos pensar bien, amar bien, dormir bien, si se ha comido mal.
Todo lo que hacemos en nuestras vidas se influye mutuamente: conducta, mente y emoción están irrevocablemente unidos. Lo mismo ocurre con la alimentación; desde que nacemos, ésta se encuentra vinculada a las emociones, pues se produce en un entorno donde están presentes el contacto físico y el cariño. De este modo, queda grabado en nuestra memoria que el acto de comer va más allá de la simple necesidad de nutrición.
Esta vinculación entre alimentación y emociones no se rompe en la edad adulta, pues siempre que hay algo que celebrar nos reunimos con la familia o los amigos alrededor de una mesa o, por el contrario, nos comemos una barqueta de helado de chocolate después de un desengaño amoroso. Sin embargo, la mayoría de las veces el acto de comer se convierte en algo puramente mecánico y sin atención consciente.
Comemos mientras vemos la televisión, caminamos o escuchamos música. Estamos tan distraídos que no apreciamos el sabor de los alimentos, ni controlamos la cantidad que ingerimos. Vivimos en un mundo acelerado, sometidos a un estrés continuo. Para no dejarnos arrastrar por esta dinámica, deberíamos experimentar la realidad con mayor conciencia en el presente. Es decir, estar atentos a lo que estamos haciendo, sin juzgar las situaciones, con mayor paciencia y aceptación. Los budistas fueron quienes descubrieron los beneficios de esta toma de conciencia que, en la actualidad, está siendo avalada por las investigaciones de científic@s occidentales, quienes reconocen el valor terapéutico de esta técnica de meditación, que llega a nuestros días en forma de una terapia de intervención denominada mindfulness.
El término “mindfulness” se refiere tanto al procedimiento como a la experiencia derivada de esta toma de conciencia. Consiste en que, por medio de la práctica, vivamos la realidad de una manera más receptiva y abierta a la experiencia. Para familiarizarnos con esta técnica podemos comenzar por practicar el siguiente ejercicio con atención plena:
«Coja en su mano cuatro o cinco pasas. Siéntase cómodamente y mírelas, como si nunca hubiera visto lo que tiene en la mano […] Seleccione una pasa de las que tiene en su mano y sujétela entre sus dedos. Note el contacto con sus dedos. Dele la vuelta y obsérvela de más cerca. Póngala contra la luz y preste atención a ver si la luz la atraviesa o no. […] Coloque la pasa cerca de su oído y frótela con sus dedos. ¿Oye algo o no? Pruebe con el otro oído. […] Acerque ahora la pasa a su nariz, ¿huele a algo o no? […] Lleve la pasa a su boca sin introducirla en ella. Atienda a lo que ocurre en su boca, quizá ya se forma saliva, quizá su lengua se mueva […] Tras un tiempo, abra suevamente sus labios, coloque la pasa entre ellos y deje que la pasa se introduzca en su boca. Ésté atento a cómo siente la pasa en su boca. Deje que la pasa se mueva en su boca antes de masticarla […] Después de un tiempo empiece a masticar la pasa. ¿A qué sabe la pasa? ¿Cómo es su sabor? ¿Cambia de sabor al masticarla?” Kabat-Zinn (1990).
Después de repetir este ejercicio, regularmente, se puede conseguir el control mental suficiente para focalizar nuestra atención y mantener bajo control los pensamientos.
De este modo, mientras realizamos cualquier tipo de actividad, ya sea comer, estudiar o hacer deporte, el rendimiento y disfrute es mucho mayor que si distraemos nuestras mentes con otros pensamientos.
Es decir, el “mindfulness” puede ayudarnos a conseguir una alimentación más consciente y, por lo tanto, más saludable. Sin embargo, los trastornos alimentarios son complejos y una intervención eficaz debe tener en cuenta los dos niveles que la componen, el orgánico y el psicológico.
Existen multitud de modelos que tratan de explicar la obesidad, pero los que sólo la tratan desde un punto de vista puramente orgánico, como un desequilibrio entre lo que se consume y lo que se gasta o como resultado de poseer una constitución determinada genéticamente, dejan de lado una parte del problema.
La obesidad no sólo es tener más peso de lo normal, es también un modo de vida.
Tener sobrepeso supone haber aprendido unas pautas de alimentación erróneas, no tener motivación para hacer ejercicio físico o utilizar la comida como medio para reducir la ansiedad. Pero, que la obesidad sea causa de aprendizajes equivocados, es muy buena noticia, ya que eso supone que se pueden aprender, no sin esfuerzo, formas saludables de alimentación.
Los hábitos están formados por bucles de retroalimentación con tres componentes: señal, rutina y recompensa. Su aprendizaje empieza lentamente y termina siendo una pauta estática de conducta. Para poder terminar con hábitos erróneos, deberemos ser capaces de reconocer estos tres elementos y poder diferenciar, a su vez, los patológicos ¿Como, cuando tengo hambre o cuando estoy ansioso? ¿Como, rápidamente o disfrutando de la comida? ¿Cuando termino de comer me siento satisfecho, empachado o culpable?