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KAOUTER ADIMI MALESTAR Las tragedias que nos caen

Fermín Herrero

Fermín Herrero

Piedras en el bolsillo relata aquel tiempo de recuerdos luminosos y líricos cuando vagaba y se formaba como persona por una ciudad rota, ruidosa, extraordinaria.

El Argel de la niñez y la adolescencia; el París de la madurez; el malestar anímico; el trauma de la soltería.

Fascinado por la lectura, hará unos dos años, de Nuestras riquezas, una novela leve, pero en extremo sugerente, la primera suya traducida al español, me dispuse a disfrutar de Piedras en el bolsillo, en realidad publicada antes en Francia, de la joven argelina Kaouther Adimi, una de las narradoras más prometedoras del país vecino.

Como en aquélla, con la misma frescura y sutilidad estilísticas, la narración, en este caso de tintes autoficticios, transcurre entre la capital francesa y la de Argelia, con el añadido de un nuevo cronotopo en forma de varios flashbacks: el Argel de la niñez y adolescencia de la escritora. Es aquel tiempo de recuerdos luminosos y líricos, cuando vagaba y se formaba como persona por «una ciudad rota, ruidosa, extraordinaria», aun llena de peligros, desenfadada y heroica, «ebria de vida», el asidero anímico de la autora que forma una especie de relato de iniciación dentro del argumento general, en contraste con el malestar anímico que acogota a Adimi por diversos motivos, en particular el trauma de su soltería.

En realidad, este agarradero emocional se identifica con el Argel mítico retratado en Nuestras riquezas a través de una librería cuyo nombre era un homenaje a Jean Giono, lugar de encuentros y lectura frecuentado por escritores como Jules Roy o Emmmanuel Roblès, entre otros, con Albert Camus a la cabeza, su sempiterno cigarrillo en la boca mientras corrige un manuscrito en el escalón de la puerta. Argel «la blanca, la eterna, la absoluta, la de Camus», para ella «la ciudad blanca, la casita, el mar, la montaña, el anciano, el dromedario», «la gris, la ruidosa, la maravillosa, la única», la de las omnipresentes, en su memoria, hormigas rojas «devoradoras de piel», el Argel cuando «mujeres con velo y mujeres con bikini» nadaban juntas, la Arcadia que rememora, en los descansos para el café de media mañana, reducida a su hermosura, con el fin de no defraudar ni incomodar a sus compañeros franceses de trabajo.

Piedras en el bolsillo. Kaouther Adimi.
Libros del Asteroide. Precio: 17,95 €.

Ahora, establecida en París, tras haber conseguido escapar de un futuro asfixiante en aquella ciudad magrebí de ensueño, cerca de Pillage y Montmartre, en el cogollito turístico, en «mi piso de treinta metros cuadrados por mil euros», pasa sus días solitarios como responsable de una editorial de revistas para niños, de su casa a la oficina, agobiada por el temor a quedarse para vestir santos, justo lo que eligió como modus vivendi no impuesto, y de ahí la añoranza de su ciudad natal, cuyo recuerdo mantiene intacto gracias a las conversaciones virtuales diarias con una amiga del colegio en su misma situación que no ha tenido valor para emigrar. De su propia huida comenta que «hay que ser fuerte para decir adiós al bastón de tu abuelo guardado en una esquina, a tu padre enfermo, a tu madre llorando».

En éstas, para colmo, su hermana pequeña contrae compromiso matrimonial y se ve obligada a volver al Argel actual, de siempre «un inmenso desastre», sobre el que «las tragedias han caído una detrás de otra», el de los olores agrios, el machismo desaforado y el control policial absoluto, sabedora de que en el momento que pise otra vez el suelo de su patria chica sentirá nostalgia de la libertad y la civilización, de la vida a su aire, representadas por París.

Por tanto, un tono nostálgico doble, producto de la fisura emotiva de su elección vital —en la boda de una prima un corrillo de casadas satisfechas se burló de ella, la más atrevida, «una víbora pechugona, dijo que ninguna mujer de verdad prefería la contaminación de una gran ciudad a los brazos de un hombre»—, determina la atmósfera de la narración. Adimi tiene una gran capacidad de síntesis descriptiva, así bosqueja, a pinceladas impresionistas, con una esteticién china tipo junco a sus plantas, un local de belleza de poca monta en donde cae para relajarse, con la excusa de hacerse una pedicura: «Tengo la sensación de estar dentro de un inmenso cupcake o en la vagina de un hada. Sólo hay muebles rosas, lentejuelas azules y ambientador dulzón». El urgente retrato a vuelapluma que esboza seguidamente de las seis clientas sentadas a su lado, por sus anillos todas desposadas, tampoco tiene desperdicio.

Es una muestra de su habilidad para caracterizar con precisión a los personajes. Impagables las figuras, en ausencia, de su angustiada madre, en vilo de continuo por el qué dirán y el mal de ojo con el que pueden emponzoñarla las vecinas desaprensivas, que desprecia a las solteronas, no entiende qué pinta en París y la somete, mediante repetidas preguntas misiles, a un estrecho marcaje telefónico; o de su amiga del alma desde chiquillas, la mentada Amina, «mi pajarillo abandonado, nervioso y frágil», con la que intenta conectar cada noche por vídeollamada. O, en su día a día, Clothilde, la clochard de cincuenta años, su única alegría cotidiana fija —«mujer de la calle, mujer del amor, con el pintalabios corrido, es la luz de mis mañanas»—, con quien entabla relación en la plazuela donde vive, intercambia desastres y pareceres, le suministra café, comparte comida o le pasa las piedras del título que acostumbra a llevar en los bolsillos, pues pesan como recuerdos, «me evocan sufrimiento y corazones rotos».

Con una cita, como pórtico, muy indicativa, de La señora Dalloway de Virginia Woolf, Adimi publicó el libro con apenas treinta años, aunque se lamente de que la juventud se le escapaba, notase que envejecía su cuerpo poco a poco y pensara con crudeza, hipocondriaca, en la cantidad de mujeres parisinas que mueren «solas o peor, con un gato devorándoles la cara». Una edad ideal en Occidente, dada su cómoda situación laboral y personal y, sin embargo, le pueden la desazón y la pesadumbre a causa, por una parte, de su soltería cada vez más agobiante; por otra, de su falta de adaptación, al sentirse una desplazada tanto en su lugar de origen como de residencia, aun siendo elegido. El trasfondo de esta automarginación bien pudiera ser la problemática del mestizaje cultural. Descontando, en su caso, su casi segura educación europea, su aspecto físico incluso, es un asunto que empieza a dar muy buen rendimiento literario, me viene ahora a la cabeza la novela también autobiográfica del madrileño de ascendencia argelina Munir Hachemi, Cosas vivas, con la que me divertí bastante, y por esa senda, desde la óptica feminista y de las clases más desfavorecidas, parece ser que transita la, reciente premio Nadal, Najat el Hachmi. Es una ruta casi inexplorada, necesaria, a juzgar por el resultado de la narrativa de Adimi, susceptible de dar excelentes frutos.

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