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JUNCOS DOLORIDOS

Gelines del Blanco Tejerina

Gelines del Blanco Tejerina

Cuando me deslizo memoria abajo, me estrello contra un tapiz, unas punteras y un maillot relleno de hambre.

Nací dúctil y esbelta como un junco, al menos eso dijo mamá nada más verme. Y como junco crecí, a la orilla de todo, viendo pasar vidas ajenas, aguas que se besaban con las piedras, despidiéndose, antes de partir hacia un mar lejano. Y yo perenne, expectante y hermosa con mi traje verde junco, manejada por la brisa y la corriente, meciéndome al ritmo de las estaciones. Cuando me deslizo memoria abajo, me estrello contra un tapiz, unas punteras y un maillot relleno de hambre. Apetito de pan y afecto imposible de saciar, incluso hoy, porque hay hambres irrecuperables. Mis elegantes rodillas apenas rozaron los pupitres, ni lucieron heridas de patio. Nunca tuve “una mejor amiga” a la que susurrar un secreto, ni tiempo para ellas. Ni para mí. Solo tuve compañeras de ensayo, carne de gimnasio, disciplina, sacrificio, soledad y báscula. Un haz de hermosos juncos doloridos. Como yo. Por el contrario, mi hermana Berta, dos años mayor, era planta trepadora y libre, vivió la infancia desinhibida, rebosante de luz, azúcar y alegría.

Revivo los días y meses de ensayos robados al encerado escolar, al sueño y a las meriendas en el parque. Una tostada de pan con chocolate y arena debajo del tobogán, era mi sueño imposible a los ocho años. Me alimentaba de cereales, pasta, carne y pescado a la plancha… Una fruta en la mochila, entre calentadores y coleteros era la merienda que engullía a toda prisa en el vestuario. Cuando regresaba a casa, con el sol y las fuerzas mermados, me esperaban los deberes retrasados y una cena escuálida. Berta parloteaba entre bocados de hamburguesa y kétchup chorreante, contándome con todo lujo de detalle lo bien musculado que estaba su próximo aspirante a novio, mientras mamá calculaba las calorías de mi plato y papá… Papá conducía el taxi número 27, a juego con las bolsas de sus ojos que contenían 27 vidas fracasadas, tan grises como la carrocería del coche. Cruzaba los días y algunas noches con el asiento trasero cargado de historias ajenas. Llegaba a casa cuando estaba la cena servida, tiraba las llaves en una bandejita colocada en el hall, y aquel estrépito era su bajada de bandera. Venía encorvado y vencido, como si sus hombros sujetaran el peso de mil fracasos, y se acoplaba en la silla con la misma mansedumbre que un animal en su pesebre.

Papá y yo éramos plantas de orilla. Espectadores de las risas y palabras que fluían entre mamá y Berta. A veces, nuestros ojos se cruzaban planeando sobre la mesa, se reconocían y se esquivaban avergonzados, volviendo cada uno a su plato. Impotencia compartida. Las noches que papá me mantenía la mirada y percibía un amago de sonrisa en su cara, significaba que una chocolatina había anidado en mi estuche, esos pequeños gestos, esos gramos dulces y prohibidos eran un puente frágil y transparente desde su isla a la mía, que sólo nosotros cruzábamos, ajenos al ruido exterior. Esos días me adormecía con el secreto derritiéndose en mi boca, celebraba fiesta en mi paladar.

Empecé a practicar la gimnasia rítmica con cinco años, como actividad extraescolar, el comienzo fue maravilloso, pero sin darme cuenta me encontré inmersa en un mundo competitivo y artificial, el mundo madres, que, a falta de alicientes propios, vivían nuestras vidas, nos enfrentaban y empujaban a la gimnasia rítmica, convirtiendo nuestras vidas en arrítmicas. Alardeaba mamá de su dedicación y entrega a mi afición haciendo oídos sordos a las importantes recomendaciones del pediatra:

—¡Cuidado! La niña tiene déficits de vitaminas y de hierro, y si sigue usando bloqueantes artificiales, para retrasar la menstruación, puede padecer osteoporosis.

Las paredes de mi cuarto estaban empapeladas de fotos y titulares de prensa con mis victorias. Mamá recortaba los artículos y se los mostraba, como sin querer, a sus amigas, al panadero, a la peluquera… Una vez exhibido el recorte, agotado de tanto doblarse y desdoblarse, lo planchaba antes de pincharlo en el corcho de mi habitación, y yo sentía la presión de tener que lograr el siguiente triunfo de mamá. Las cicatrices de aquellas chinchetas aún me duelen, tengo grabados a fuego y a presión los mejores saltos, trofeos y medallas, siempre insuficientes para satisfacer la obesidad mórbida del ego materno. Otra de sus pasiones era recorrer tiendas de ropa deportiva, me atiborraba el armario de maillots de entrenamiento, de competición, de exhibición, punteras, calentadores, mazas y cintas… todo bien conjuntado, todo a su gusto.

Antes de cada competición me atacaba el sueño recurrente: “Un cuerpo pueril y elegante, vano de carne y grasa, se estira en pleno vuelo entre mazas, aros y pelotas, adoptando posturas imposibles. La niña danza en el aire con la cinta multicolor ya enredada en sus brazos, su cuello y en su vida. El público aplaude enfebrecido mientras ella se asfixia. Diez. Nueve noventa. Diez. La medalla al cuello pesa, pesa mucho, su espalda se arquea, más y más. La pequeña larva se arrastra hasta la mesa y suplica al juez que le cambie el oro por un trocito de bizcocho y un abrazo. Él la aplasta con el pie. ¡No sirves para esto, inútil! El pisotón me despertaba. Sudando.

Faltaba un mes para cumplir trece años y dos para el campeonato nacional, cuando me lesioné. Los ojos de mamá se tiñeron del color del desencanto disfrazado de preocupación. El gabinete de crisis, formado por ella, el psicólogo y el entrenador tomó medidas. Tenían que rentabilizarme, necesitaban seguir abrillantando medallas, protagonizando titulares, exprimiendo mi savia hasta secarme. Ellos no se rendían y yo no tenía fuerzas ni para oponerme. Más vitaminas, más natación, antiinflamatorios y más disciplina. Más y más: ¡Estira, salta, arriesga más, come menos, tú puedes!

Las ojeras de mi padre ya eran gris marengo, como los cardenales de mi tobillo.

Papá ven a buscarme, me duele mucho— Él dijo que iría, pero no fue. O tal vez sí. Nunca lo sabré. Al acercarse el campeonato, aumentaron las exigencias y la presión del entrenador. No me permitía distracciones, me daba consejos y masaje antes del ensayo, y después, aunque llorara suplicando una tregua.

Era mayo y era tarde, me pesaban los millones de meses que caben en trece años, el vendaje me oprimía, tenía el estómago revuelto y necesitaba morir. Pero no sabía cómo.

Esta crema te aliviará— decía él, ungüento y mano oprimiéndome la piel—. ¿A que te sientes mejor?

Un NO rotundo rebotaba por mi cabeza sin encontrar la forma de gritarlo. Aquella noche no cené ni las escasas calorías permitidas. Vomitaba. Mamá estaba feliz porque perdí 300 gramos. Al día siguiente, para subirme el ánimo, me llevó a comprar equipamiento deportivo para el día D. A pesar de mi desgana me hizo probar siete maillots, compró uno de competición y otro de exhibición, coleteros y leotardos. Todo verde y brillante. Verde esperanza, porque nos jugamos mucho, decía ella.

Por fin llegó el día que mamá tenía remarcado en rojo en el calendario de la cocina, día del campeonato. En la mochila la equipación nueva, y dentro de mí una apatía antigua, remansada. En el vestuario, el entrenador y yo. Aislamiento, concentración, báscula y cuerpo. Y los últimos consejos, que no escuché. Solo quería que aquello empezara y terminara cuanto antes. Las gradas, a rebosar, los jueces serios, hieráticos. No les mires, me decía a mí misma. ¡Música dentro! Cinta y junco volando, mis piernas como sables cortando aire ¡zas, zas, zas!  No sentía la presión, ni el dolor, solo rabia. ¡Hazlo!, tienes que hacerlo, me repetía. Pero ¿cómo? ¡Zas, zas, zas! Debo concentrarme en el ejercicio. Doble giro sobre media punta, otro y otro, fouetté, rondé, passé. ¡Clavado! Aplausos, aplausos atronadores y yo en el suelo desmadejada y sola, saludando con elegancia ensayada, masticando odio mientras esbozaba la sonrisa aprendida, boca niña embadurnada de carmín y asco. Berta y sus amigas me saludaban felices desde las gradas. Mamá, orgullosa se pavoneaba mirando a todos lados para que a nadie se le escapara el detalle de que yo era su hija, y el triunfo todo suyo. Se relamía imaginando los titulares del día siguiente, otra chincheta en el tablón y en mi médula.

Yo, con mi maravilloso maillot verde esperanza, bajaba el cuello, como el reo en el cadalso, para que me colocaran la medalla, mientras pensaba en las ojeras de papá. Imaginaba su cuerpo apoyado en el volante que hacía de barrera entre el mundo exterior y su vacío. Él se limitaba a portar maletas y miradas llenas de recuerdos de aquí y de allá, envidiando esa alegría forastera, desconocida en nuestra casa, y esas bocas llenas de proyectos… Quería verle, llorar juntos mi éxito, nuestro fracaso. Pero eso tendría que esperar porque había celebración en el vestuario: Abrazos anoréxicos, besos bulímicos, risas salpicadas de purpurina, moños despeinados, niñas que partían rumbo al abrazo familiar, rumbo a sus camas pequeñas y a sus sueños grandes. Todas menos yo, porque el entrenador estaba pletórico y quería felicitarme personalmente. Se acercó con sonrisa y frasco de crema. Me palpitaba la pierna, la cinta, el aro y los treinta kilos de junco.

Piernas y ánimo agotados, se inmovilizaron. Puso crema en la palma de sus manos, mientras me miraba a los ojos sonriendo como una hiena. Ajustó las palmas al tobillo apretó con fuerza, después aflojó y masajeó suavemente, a continuación, sus dedos, como serpientes amaestradas reptaban por mis rodillas en busca del muslo conocido. Otra vez ¡no! Yo apretaba los ojos y el estómago para no vomitar. En ese punto, se detenía y recreaba en el muslo antes de apartar mi maillot nuevo y verde. Verde reptil. El tacto era venenoso, viscoso y su voz silbante en mi oído:

Lo has hecho muy bien, disfruta nuestro secreto, tú puedes, tú sabes, tú quieres…

Yo no podía, ni quería, ni sabía cómo desenredar aquel cuerpo repulsivo que me engullía como una boa. El olor a sudor añejo era repugnante y no podía frenar las arcadas, pero aquel día acumulé el asco y la rabia suficiente para sumar otra victoria. Llegó el fogonazo: doble salto mortal ¡zas, zas, zas! activé músculos, salté y salí corriendo. Tenía trece años, mucha vergüenza y necesitaba urgentemente un abrazo. Aquel fue el mayor triunfo de mi carrera deportiva, sin público, sin música, sin medalla, ni aplausos. Sin futuro, porque un cabrón me lo había segado.

Semidesnuda, semidescalza pero impulsada por un repentino brote de supervivencia crucé el gimnasio. Afuera estaba el mundo y la luz, los bocadillos y… el taxi número 27 aparcado en la puerta. Me lancé dentro. Sin hablar. Sin respirar. Papá estaba derrumbado en su asiento y yo en el mío, ambos mirando al frente, al abismo que se abría justo donde terminaba el capó, sus manos aferradas al volante y los nudillos blancos, rabiosos. Mis lágrimas rodaban por sus pómulos, las suyas encharcaban mis mejillas. Me cubrió con su chaqueta, sacó un puñado de chocolatinas de la guantera y las dejó en mi mano. Algo había cambiado en él, tenía un gesto desconocido para mí, una extraña mueca parecida a una sonrisa sin nacer. Gestándose. El salitre se me filtró por la comisura de los labios y me agradó la fusión dulce y salado en la boca. Papá puso el motor en marcha, el coche, cómplice, deambuló lentamente por la ciudad retrasando la vuelta a casa, a la vida de mamá y Berta, a su estrepitosa alegría tan ajena a nosotros, tan hiriente, porque hay felicidad que escuece cuando las heridas están abiertas.

Jamás volví a entrenar ni a pisar un gimnasio. Yo me encargué de que mi lesión no mejorara, mamá desesperada, me arrastró a clínicas deportivas, al fisioterapeuta que le recomendó una amiga de pilates, pero todo fue inútil. Su entusiasmo se fue destiñendo poco a poco. Agotados los recursos ordinarios empezó a rezar, encomendándose a su santo de cabecera. Pero no había prueba médica ni suficientes habitantes en el santoral, que pudieran diagnosticar el grado, la profundidad ni el origen de la dolencia que me habitaba, ni existían terapias y milagros para liberarme de ella. Sólo papá y yo sabíamos el alcance de mi dolor y sobre todo, que los esguinces de alma son incurables. Eternos. Esguince crónico. De hecho, los días húmedos se resiente, y los sábados vacíos, las noches insomnes y los meses pares, las primaveras húmedas y los niños pequeños. Todo duele, duele todo.

Envejecía agosto cuando ocurrió el fatídico accidente. La prensa se hizo eco de ello: «Muere un empleado del polideportivo atropellado por un taxi, cuando cruzaba la calle despistado». Una reseña en la página de sucesos, una esquela pagada por su esposa, en la que conocí el nombre de su hija de trece años. Trece años, como yo, pero sin esguince. Todas mis compañeras de equipo asistieron llorosas al sepelio, yo alegué fiebre, pero en realidad no asistí porque temía que se me escapara por los ojos aquella diminuta alegría que había germinado en mí. También hicieron una colecta para comprarle una corona con un aparatoso lazo donde rezaba: “No te olvidaremos”. Ya lo creo, jamás te olvidaré.  Papá también asistió al tanatorio y funeral, por quedar bien de cara a la justicia, dijo él. Para asegurarse que aquel monstruo estaba bien muerto y bien enterrado, pensé yo. Tras el juicio, perdió la licencia temporalmente y las ojeras para siempre.

Ha sido imposible extinguir el fuego que calcinó mi infancia. Camuflados bajo las cenizas del tiempo laten rescoldos, latentes, vivos, esperando la más mínima brisa para hacerse llama. Se aflojó levemente la cinta del cuello y la bola del tobillo, pero la maza que me rompió la inocencia, algunas noches rebota y me golpea una y otra vez, sin conseguir esquivarla. Mis cicatrices se resienten en los momentos más inesperados: ante una niña que llora, una palmera de chocolate o una báscula. Pero hay algo de lo que no he conseguido desprenderme ni un segundo en treinta años: aquel olor viscoso. Olor a vestuario y miedo. A boca adulta en mi oído. Vivo llena de complejos y tormentos, porque el asco y la vergüenza quedaron instalados en mi piel y no salen por más que frote. Detesto el roce humano, los abrazos y los besos. Lo que tanto ansiaba aquellos días cuando el futuro era una caja sin abrir. La niña junco siguió creciendo a orillas de la vida, viéndola pasar, pero sin zambullirse, siempre alerta, tensionada, con la mente y la espalda incrustadas contra los baldosines de un vestuario. Temblando de frío y pánico. Escuchando a la serpiente que se enrosca en su oído:

Este es nuestro secreto, si lo cuentas te echarán del equipo, del colegio… 

Tres décadas después: “Al abrir el periódico, el monstruo todavía seguía allí” y he sentido la necesidad de escupir en el papel el veneno que me inoculó, y aún me habita.

“Médico del equipo olímpico abusó de más de 140 niñas. elpais.com/deportes/2018”

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