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Joaquín Campos: “Escribir en sí ya es un sueño”

Antonio Manilla

Antonio Manilla

Cocinero en Asia, un par de libros al año, denunciante de mafias asesinas, Joaquín Campos es un crack y siempre polémico.

“La generación actual es mojigata y plebeya”.

Epicuro: Leyendo Últimas esperanzas (Editorial Renacimiento), lo primero que uno se pregunta es si eres el protagonista de la obra. Porque Amador Paneque, su personaje, aparte de ser un escritor camina por el mundo de una forma bastante sui generis, como podría ser la tuya.

Joaquín Campos: Que el personaje sea yo importa poco. Lo que realmente sí que me vale es su afán por perseguir su sueño. Mira, tantos escritores buscando el reconocimiento del premio literario cuando el verdadero premio es el que persigue el bueno de Amador: encontrar editorial en Nueva York y que le traduzcan al inglés. Lo más parecido a poder vivir de la escritura.

E: ¿Hay falta de soñadores?

JC: Escribir en sí ya es un sueño. Al menos para mí. Por eso todo lo que venga ―y está viniendo― me transmite una continua sensación de euforia. Claro que, si te digo la verdad, faltan soñadores. En el mismo momento que se generan boda, hijo, hipoteca, coche y el contrato de trabajo como obligatoriedad, todo pasa a estar en sus manos, y los sueños, en un séptimo plano.

E: En dos de los capítulos de la obra se narra explícitamente el sexo entre el protagonista y un señor casado con muy buena posición en Naciones Unidas. Algo arriesgado…

JC: He conocido a tantos bisexuales que no reconocen serlo… O a personas casadas y con hijos que cuando beben de más o se drogan sacan ese otro lado. Mira, no deberían sorprenderse: si los homosexuales se pueden casar, deberíamos entender que dos heterosexuales podrían, alguna vez, convertirse por una tarde-noche. Creo que hoy en día no se permitiría que el hetero sea homo cinco minutos al mes. En España o lo eres siempre o eres un retrógrado inquisidor.

E: ¿Es el sexo un recurso fácil? ¿Te consideras un autor sexual?

JC: No debe de ser un recurso tan fácil cuando casi nadie escribe sobre ello… Yo creo que no es el sexo. Es la generación actual, mojigata y plebeya. Sexo eres tú. Y yo. Estamos aquí por culpa del sexo. Y cuando salimos de noche buscamos sexo. Y muchas parejas se construyen porque ambos, antes que amarse, requerían sexo. Y en mi literatura, claro está, hay sexo. Aunque no tanto como aprecias, o simplemente, insinúas. En general hoy se escribe una literatura eunuca. Y no me sorprende.

E: Amador Paneque es un personaje que podría no gustar a las primeras de cambio pero del que luego algunos se acaban hasta enamorando. ¿Cómo se consigue convertir al lector si el personaje nunca se baja de su silla?

JC: Se llama síndrome de Estocolmo. Y como el libro tiene 560 páginas pues es más fácil conseguirlo. Mira, Amador es una persona como tú y como yo. Ni más ni menos. Solamente que es más sincero que tú y yo. Con el libro quiero contar lo difícil que es ser clase media-baja, incluso habiendo nacido y crecido en un país primermundista, cuando decides salirte del sistema para poder conseguir tu sueño: escribir.

E: Amador, erudito complejo, visita numerosos museos y teatros de Manhattan y Brooklyn. Y en el libro, casi a modo de reseña periodística, se cuentan al detalle desde cuadros a pintores pasando por montajes teatrales. ¿Es fácil atacar al arte contemporáneo?

JC: Cuando no sólo pintas, sino que vendes por sesenta millones de dólares un lienzo completamente blanco con un puntito amarillo justo en el medio, sí. No es bueno comparar épocas, pero hoy día no encontrarás ni libros ni programas radiofónicos culturales o revistas ídem donde desprecien a Beethoven, a Murillo o a El Greco.

E: Para Amador la poesía es su salida. La lee sin descanso, recitándola por la calle a plena luz del día. Y aparte de tanto verso y prosa, el libro se divide en tres actos, finalizando cada uno de ellos en un extenso soliloquio. ¿Obra maestra? ¿Vodevil?

JC: Júzgame tú. Yo creo que es mi obra magna, lo cual podría valer como vodevil para algunos, porque además hay humor a espuertas. Y los escarceos con el teatro y el evidente contacto con la poesía tienen claramente que ver con mi absoluta pasión por la poesía, la cual leo y escribo, podríamos decir, a destajo. Por cierto, para 2020 mi cuarto poemario: Poeta en Pekín. Cuando vea la luz trataré de recitar algunos de sus poemas más entrometidos frente al consulado chino de Barcelona. Sin meter el dedo en la llaga no pasaremos nunca de pantalla.

E: Hay una parte de Últimas esperanzas que viene al hilo y me parece extraordinaria. Es cuando el personaje principal decide acudir a una cita con una editora que al final resulta serlo de libros infantiles. Como allí ya se había organizado una comida, Amador se queda. La editora pide a Paneque que, por favor, no diga palabras malsonantes frente a su hijo. En un momento en que todos se despistan, Amador decide que el niño debe escuchar una docena de palabrotas. Poco a poco. En voz baja. Imaginé al niño traumatizado décadas después.

JC: Vivimos en una extraña época donde los niños o siempre tienen razón, o directamente denuncian no ya al profesor sino a sus padres. Aunque después de tanta sobredosis de cariño, colegio de pago, campamento de verano en Alaska y comunión de blanco satén, cuando suelen ponerle la venda mucho antes de la herida, el niño ―y la niña― acaban siendo niñatos y niñatas, politoxicómanos ―a veces camellos―, enfurecidos reventadores de manifestaciones pacíficas… Mira, lo peor de todo es que los que fueron educados pariamente, que son los que nunca tuvieron acceso a oportunidades, acaban, tarde o temprano, buscando lo mismo que los supuestamente geniales: el matrimonio, la hipoteca, el coche, el trabajo de por vida, el gimnasio, otro hijo al que destrozar… Y claro está: o sobran niños o sobran madres. Y ya hay que empezar a tomar decisiones cuando el aborto es más un chiste que una medida seria.

E: ¿En algunas de tus entrevistas calibras al mundo de la literatura y al mundo en general como el apocalipsis?

JC: No lo es tanto. Yo creo que los periodistas buscan más el titular que la respuesta. Aunque es cierto que faltan ladrones de libros cuando sobran tantos ladrones. Mira, en las revueltas de Barcelona he visto a tipos salir con televisores de grandes almacenes donde algunos más saqueaban teléfonos móviles y microondas. ¿Viste a alguno con un libro entre sus manos? Es que no los usaron ni de adoquines… Porque imagínate la portada del New York Times, que es lo que siempre han deseado los nacionalistas catalanes, mucho más que la independencia: un policía tumbado en el suelo, grogui, por culpa del lanzamiento al unísono de cuatrocientos ejemplares de Así habló Zaratustra.

E: ¿Crees que los artistas deben meterse en política?

JC: Sólo para cobrar. Porque cambiar el mundo es imposible. Mira, cada vez que un poeta pasa a mejor vida con un cargo público exagerado y politizado, en vez de mirar para otro lado, lo denuncio para que, de mis 500 seguidores en Twitter, al menos cinco le den un «me gusta». Pero siempre pienso que todos los que me apoyan, o al menos rodean, acabarían siendo concejales de cultura de cualquier ayuntamiento sólo por ganar un poco más de dinero y poder, además de por llamar a Víctor Manuel para ser la estrella del cartel de sus fiestas patronales ―en realidad lo esencial sería disponer de su WhatsApp―, y quién sabe, acabar siendo alcaldes o hasta presidentes regionales. Es el capitalismo extremo, el consumismo estúpido, el afán por parecer mejores, por ser reconocidos por gentes de las que nunca supiste nada. Evidentemente no creo en la gente. Por eso llevo cinco meses aprovechando las notificaciones de cumpleaños con las que Facebook me abrasa para renegar de lo que una vez ―¿y cómo pude llegar a eso?― fueron parte de mí. De prácticamente 5.000 seguidores he pasado a menos de cuatro mil. Me tomo muy en serio eso de verificar las cuentas de los cumpleañeros y decidir si son necesarios o no en mi vida. Y renunciar a ellos en sus cumpleaños me parece otro artefacto poético. Sobre todo porque son tantos los que se administran ansiolíticos al ver perder un par de seguidores…

E: ¿Y te relacionas con tus lectores?

JC: Como me casé hace seis meses y vivo en medio de un océano, lo de relacionarme no lo llevo muy bien ni con ni sin lectores. Y claro, luego está internet, donde soy el peor gestor de mis cuentas, que afortunadamente aún no disponen de dinero. Utilizo Facebook y Twitter porque es lo que un día alguien me dijo que era lo habitual. Y lo hago sólo cuando saco libro, lo presento, me entrevistan… Sé que hay nuevas formas de conseguir audiencia, además de casarte con una rica aristócrata o con una famosa que antes se folló a un rico aristocrático. Pero ya no tengo fuerzas. Me recomienda tanta gente que pague por un community manager, pero me escandaliza pensar que alguien va a entablar relaciones con mis lectores haciéndose pasar por mí. Mira, si te digo la verdad tengo más lectores que hace cinco años. Y por ende se venden más libros, aunque las cantidades sigan siendo depresivas. Pero cada vez que alguien que me lee quiere conocerme hemos acabado cenando, a veces hasta convertidos en amigos, o en proyectos de barrio mejorable pillando heroína en poblados activos. Soy el caso contrario de John Lennon y Mark David Chapman. Aquí el psicópata soy yo.

E: Tras tanta crítica imagino que tendrás la receta. ¿Cómo salvamos a la literatura?

JC: La literatura ya está salvada. ¡Es a la Humanidad a la que hay que salvar! Mucho de lo que se escribe ahora es bosta. Con que una persona nacida en el 2019 se pase toda su vida leyendo a Nietzsche, José Luis Parra, José María Fonollosa, Nabokov, Séneca, Montaigne, Ángel González, Kazantzakis, Morand, Mishima, Carpentier, Pío Baroja, Santoka y Fernán Gómez ya será suficiente. Y la receta es mucho más fácil: abstención absoluta a la hora de modismos y likes en las redes sociales. Sólo clásicos. Y como última decisión, tan compleja en estos tiempos que corren: humillar en público a todo aquel que no lea libros, los interprete y regale. Cárcel para los que regalen flores, juguetes o ropa. Y psicosis para el capitalismo y los ecológicos ―¡y a la vez!― en torno al final absoluto: leían, editaban y coleccionaban tantos libros que se acabaron los bosques, incluido el maldito Amazonas, además de los metros cuadrados a construir. Las bibliotecas de la clase media disponían, al menos, de tres mil volúmenes. Y todo lo demás era fanfarria.

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