Es curioso comprobar cómo en estas ásperas tierras de León, por donde sale el sol y surge el temprano románico, puedan nacer escritores de la talla de Jesús Torbado, cuya vida acaba de finalizar. Leonés y cosmopolita, Jesús Torbado se inscribe en un momento de excelentes escritores leoneses, que, entre la generación del 68, reúne grandes nombres.
Quizá quedaron anclados en sus obras los mejores recuerdos, desperdigados por campos imposibles. Nada antiguo nos llegó con semejante espíritu. Tal vez porque la belleza se mantiene en la grandeza de los monasterios y de las almas. Ahora sólo quedan las piedras por el suelo y el azul en lo alto. Un vago presagio.
Es difícil pensarlo viendo la soledad de los recios barbechos leoneses en los días primaverales de San Isidro. Por eso lo sueños duermen en tantos de nosotros y nos impiden contemplar la suma del horizonte infinito. He ahí la causa posible de que nunca comprendamos la visión delicada y cosmopolita que creó Jesús Torbado, nacido en 1943. Él y su obra trotando por el mundo, sus experiencias viajeras acaso descansaban en el recuerdo de sus torres románicas, universalizando lo visto. Todo era así, aunque su antigua sabiduría castellana atendiera con el mismo denodado interés a los países modernos.
Desde las tapias de su pueblo (realmente nació en León) las llanuras terrosas y planas, su obra alcanzó el horizonte del mundo como ha confesado Antonio Muñoz Molina: “Poco después, leyendo Las corrupciones, la influencia que recibí iba más allá de la literatura: en parte porque se conectaba con algo que me importaba entonces tanto como los libros, que era la música pop; en parte porque constituía una invitación directa a vivir otra vida (…). El protagonista se nos parecía como un hermano mayor que nos hubiera tomado la delantera; un seminarista que abandona los hábitos poco antes de ordenarse y se lanza al mundo, con muy poco equipaje y sin ningún plan, dejándose llevar de los automovilistas que lo recogen en los arcenes de las carreteras.
En la literatura española de la época no había hippies, ni mujeres jóvenes que viajaran solas por Europa y compartieran amores carnal y fugaces con desconocidos…”
Los tiempos modernos, progresistas, descreídos… tal vez tengan la fe como su clave lejana. Quién sabe, algún día habrá que escribirlo. San Pedro de las Dueñas es su verdadera patria chica, con vivencias que Jesús Torbado convirtió en bella literatura en Tierra mal bautizada (1969), gran libro de viajes con ecos del realismo social, con un cierto sentido espiritual. Las almas de entonces se refugiaban en la fe, asidero de eternidad.
Puede que eso explique la relación con lo religioso y, sobre todo, con su formación. No es extraño (contaba hace días Pedro Trapiello) que los dominicos celebraran una gran fiesta en el centro religioso al conseguir Jesús Torbado, antiguo alumno de la orden, su primer gran premio con Las corrupciones (1966)… aunque el triunfo primero sucumbiera a la rigidez dominicana: las cañas se volvieron lanzas. Es el momento también de una novela menos popular, Moira estuvo aquí (1971), de cierto tono humanístico, frecuente en aquel momento.
Estudiando, viajando como nuevo peregrino, el escritor se hizo con el mundo, como si en los genes de su creación hubieran germinado esos sueños lejanos. La novela y el periodismo, como el pasado y el presente, guiaron siempre su pluma. Quiso ver el mundo de forma personal, soñando tal vez. No faltan obras con un sentido ético y humanista que él defiende con fervor. En 1976, conseguiría, con En el día de hoy, el Premio Planeta, su confirmación oficial en el mundo de las letras. La literatura se abría al mundo, dejando lejos los ecos distantes de la vulgaridad castellana y ofreciendo la modernidad bélica de Los topos (1977), reflejo de una guerra subterránea y lejana, reflejada en un libro documental, escrito en colaboración con Manu Leguineche. Tal vez, de esta tierra, nació la crónica de la contienda, que alimentaron el libro con su inesperado planteamiento argumental y político. Media docena de años después, Jesús Torbado sorprende con La ballena (1982), dejando al margen todo tipo de trascendentalismos y centrándose en la verdadera narración.
No es difícil comprobarlo: casi todos los géneros literarios se reflejan en su obra de escritor popular, que conoce a fondo buena parte del mundo, sin que falte en sus obras de los años cincuenta un cierto sentido moderno y regeneracionista.
Pero la semilla de la tierra, del alma y del camino de los peregrinos que pasaban por Sahagún, se resistía a desaparecer y escribió El peregrino (1993), sin abandonar la afición por la novela histórica, con Pablo de Tarso (1990). En El Peregrino brotaban los sentimientos íntimos, queridos, vividos en Sahagún, con la presencia literaria de Martín de Châtillon por los campos yertos. O acaso soñando Torbado con los miles de kilómetros viajando por Europa, haciendo auto stop y escribiendo en cuadernos infames. Por algo afirmaba convencido: “prefiero la emoción al asombro”, sentimiento explicable en una vida como la suya.
Hay que recordar también, como muestra de escritor, el relato breve y el libro de viajes, explicable en un hombre tan andariego. No es extraño que en el mundo de la colonia de Ifni ambientara su inesperada novela El imperio de arena (1998). Ni faltan los libros de cuentos, como El inspector de vírgenes (2006) con escenarios extraños y lejanos.
No fue sólo eso su trabajo. La novela histórica, la radio, la televisión, los periódicos, los viajes fueron tiñendo su piel. No le faltó el adiós afectivo de Pedro Trapiello en el DIARIO DE LEÓN: “Nunca pagaré sus consejos y echaré mucho de menos su magisterio en el oficio, al obrero de la letra…y su libertad en el escribir sin necesidad de patrón estilístico ni de pertenecer a club, generación o etnia literaria.”
Sorprende que en tiempos como los que vivió Jesús Torbado el escritor fuera capaz de una creación tan amplia y original. Incluso el camino de la pseudorreligión flota de forma inesperada en alguno de sus libros, como ocurre con ¡Milagro, milagro! (2000).
La obra de Jesús Torbado presenta una extraña condición: ni los recursos del alma escapan a su curiosidad, haciendo de la obra un microcosmos variado.
Que descanse en paz, que bien merece el descanso.