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JABALÍES

Adrián González Rojas

Adrián González Rojas

¡Un relato fantástico, donde el amor puede con la guerra y los malos recuerdos!

Hace cinco días, Jokna había llegado a la aldea donde vivía Hera con una misión muy sencilla e importante. Debía infiltrarse entre los habitantes del poblado para conseguir destrozar el amuleto de Ga. Si no lo hacía, su madre adoptiva continuaría cautiva en las montañas, sin poder satisfacer sus impulsos y necesidades animales. Nunca conseguiría acabar, de una vez por todas, con las fortalezas que destrozaban lentamente y sin descanso las montañas que las rodeaban. Jokna debía hacer desaparecer la barrera mágica del amuleto.

El joven había estado viviendo en las montañas con su madre adoptiva durante sus últimos doce años y tan solo había observado a los humanos de lejos. Sabía perfectamente cómo se comportaban y conocía los hábitos y costumbres de los habitantes de la aldea de Ga, pero llevaba tanto tiempo sin entablar conversación con nadie que estaba verdaderamente asustado. Tan asustado que nada más ver a una bella joven de cabellos morenos, piel pálida, alta, esbelta y fuerte, Jokna —un reflejo  en hombre de la persona que tanto le aterró— se desplomó.

No hizo falta nada más que un suave, delicado y dulce “Hola” de Hera. Lo siguiente que Jokna recordaba era estar tumbado en una cama blanda y suave en una habitación luminosa, tumbado junto a la chica que había provocado su caída.

En ese momento, el mismo instante en que cupido lanzó la flecha, Hera y Jokna no se reconocieron. No se acordaron de la fortaleza de Jerian, ni de su infancia. Era imposible. Esos recuerdos, de un modo u otro, habían sido borrados y además, a fin de cuentas, ambos jóvenes también habían crecido y cambiado, notablemente, desde la última vez que se vieron.

Hace ya doce años, el día del verano en que todo cambió, las campanas de guerra empezaron a resonar por toda la fortaleza. Los caballeros corrían para armarse rápidamente y preparase para el campo de batalla. Esperaban una fuerza desconocida, brutal y salvaje, a la que jamás se volverían a enfrentar.

En lo alto de la torre principal, la señora del castillo y sus fieles sabias y combatientes estaban reunidas, para decidir una estrategia de defensa de la fortaleza.

El pueblo ya había sido evacuado a las catacumbas de la fortaleza, donde todas las familias estaban a salvo. Todas las mujeres se habían provisto de armas y colocado en la entrada del refugio provisional, para el probable caso de que fuese necesaria su ayuda. Mientras, los padres aguardaban con sus hijos en los rincones más escondidos de las profundidades del castillo, asustados y juntos.

En lo alto de la torre de vigilancia, la señora Grongerdwad acababa de avistar una polvareda que se acercaba y crecía a toda velocidad. En apenas quince minutos, el ejército que esperaban habría llegado a los pies del acantilado en el que se apoyaba la fortaleza. Poco después, estarían intentando acceder y todos los hombres y mujeres guerreros darían todas sus fuerzas para defender a su amado pueblo.

—No nos queda mucho tiempo, señoras —dijo la dueña del castillo cuando le comunicaron la distancia a la que avanzaba el ejército enemigo—. Ya saben qué hacer. O eso espero. Ahora, todas a vuestras posiciones. Agathia y Liuviana, vosotras esperad un momento. Tengo que confiaros algo muy importante.

Una vez solas en la sala de reuniones, la señora accionó un mecanismo que descubrió una pantalla que cubría toda la mesa. Las dos privilegiadas que se quedaron con ella se sorprendieron pues era la primera vez que veían algo similar. Sin embargo, la señora del castillo manejaba perfectamente aquel aparato y en un rato tenían frente a ellas un mapa detallado del castillo.

—Señora, ¿qué ocurre aquí? ¿Qué es esto?

—Agathia, Liuviana, esto es el futuro. Es una pantalla y lo que muestra es un plano del castillo. Sois las dos personas en las que más confío y por ello voy a poner la vida de mi hija en vuestras manos. Vuestros puestos de batalla serán controlados por soldadas bien entrenadas que ya se encuentran en posición. Esta noche, nos enfrentamos a una muerte segura, pero no es mi intención que todo se pierda. En lo que al ejército enemigo le concierne, las tres moriremos. Yo lo haré como señora del castillo y los soldados enemigos, seguramente, me despedazarán si no consigo destruir antes esta torre y explotarla. Sin embargo, vuestra muerte será ficticia, vuestros cuerpos se darán por desaparecidos. Por triste que os parezca, nadie os echará en falta pues no quedará nadie para hacerlo. Necesito que huyáis por el pasadizo oculto que os voy a mostrar y quiero que os llevéis a la princesa Hera con vosotras.

—¿Por qué? ¿Por qué no nos acompaña si va a morir igualmente?

—Soy una persona importante, mi muerte, junto a la del resto del pueblo os permitirá escapar libremente. Si yo desapareciese, los soldados enemigos seguirían buscando. No puedo permitirlo, debo dejar que me vean muerta. Por el contrario, nadie buscará vuestros cuerpos en el campo de batalla. Bien, ahora quiero que bajéis por este ascensor. Os llevará a una cueva donde se encuentra un portal a Ga.

—Pero ¿por qué no ha evacuado a todo el pueblo por este medio?

—No era posible. Tan solo pueden cruzar cinco personas por el portal y el portal solo  se puede abrir una vez cada mes.

Mientras decía esto, la señora accionó una serie de botones virtuales y posicionó su mano en un espacio delimitado para un escáner biométrico. La pared se abrió y un ascensor, con el mismo aspecto tecnológico que la pantalla de la mesa, apareció entre dos columnas. En la gran plataforma circular había una cama y en ella descansaba la princesa Hera, de cinco años, ajena a todo lo que ocurría a su alrededor.

—Corran. No puedo darles más explicaciones. No me defrauden. Por favor.

—Pero… No tiene sentido.

—Por favor, cuídenla y… quiéranla. Se lo suplico.

La señora las empujaba cada vez más. Tenía prisa y trataba de contener inútilmente las lágrimas. No había podido despedirse de su hija en condiciones y no podría volver a ver sus mejillas sonrojadas, no conocería a su primer amor y no podría enseñarla a lanzar flechas, a luchar. No la vería crecer. Pero, al menos, sabía que se convertiría en una princesa encantadora, fuerte y bella de la mano de sus mejores mujeres.

El sonido de las campanas se intensificaba gradualmente y empezaban a escucharse gritos de guerra. Los soldados comenzaban a distinguir a sus enemigos y comprendían el peligro al que se enfrentaban. Ante ellos, tenían algo que jamás podrían haber imaginado. Pero Agathia y Liuviana nunca llegarían a comprender por qué la señora del castillo temía tanto a aquellos soldados y daba por acabada una batalla que no había empezado todavía. Ellas estaban descendiendo en un ascensor a toda velocidad, sin comprender exactamente donde iban y con la princesa en brazos. Debían de haber descendido más de cien metros cuando el ascensor se paró en una cavidad donde una máquina muy extraña mantenía abierto un foco de luz amarilla intensa. Al lado había un hombre, que sentado tras una mesa, controlaba el portal. Pero que estuviese abierto dependía de la señora. Tenía que proteger a toda costa la pantalla de cualquier interrupción para que, una vez hubiesen cruzado con su hija, pudiera destrozarla por completo. No debía quedar ni rastro de aquella nueva tecnología.

—¡Rápido!—gritó el joven, que se levantó para recibirlas y bajó corriendo para acompañarlas— Este lugar pronto desaparecerá, debemos cruzar el portal lo antes posible.

—¿Quién es usted? ¿Qué hace?

—Ahora no hay tiempo. Debemos cruzar, señoras Rawll.

Sin más dilación, las señoras, la niña y el joven cruzaron el portal que se hizo pedazos, junto al resto de la cueva y el ascensor, poco después. Mientras, doscientos metros más arriba, en la superficie, la señora yacía muerta en la torre y en la pantalla de la mesa, una cuenta atrás estaba a punto de llegar a cero.

Desde los muros del castillo, los soldados que todavía seguían defendiendo con todas sus fuerzas la fortaleza, vieron cómo la torre en la que se encontraba su señora saltaba por los aires en una explosión que supondría el fin de su gente. Pero no se detuvieron. Las cien personas que todavía seguían en pie lucharon hasta su muerte.

El ejército enemigo pronto acabó con todos los soldados y llegó a la línea en la que las mujeres defendían la entrada a las profundidades donde estaban padres e hijos. Los jabalíes con armaduras, salvajes y brutos, sin ninguna conciencia, tan solo debían acabar con todo aquel que estuviese vivo. Sus cerebros, inferiores, tan solo tenían el propósito de obedecer las órdenes de la madre alfa. La madre de todos los jabalíes, la diosa animal Yiuma, que avanzaba en la retaguardia del ejército.

La jabalí Yiuma llegó al castillo después de haber ordenado a los jabalíes que se detuvieran. Parecía que todos los seres humanos estaban muertos y, sin embargo, todavía un niño solo y bien escondido en un recóndito rincón de la cueva permanecía con vida. A la entrada del agujero, yacía el cadáver de su padre. La madre Jabalí, pisando cadáveres, se acercó a la única persona superviviente de aquella masacre mientras sus jabalíes, que ya no buscaban víctimas, recorrían el lugar, olisqueando sin escrúpulos a los muertos. Volvían a ser animales normales. Animales normales con armaduras de oro. Animales que no sabían qué hacer y nunca supieron qué hacían.

—Querido, ¿cómo te llamas?—dijo la madre jabalí al pobre chico que no había muerto, tratando de tranquilizarlo.

Jokna, el chico, atemorizado, no fue capaz de hablar.

—Pobrecito. Debemos haberte asustado mucho.

La madre jabalí, antes de cumplir su misión de acabar con todo el pueblo de la fortaleza de Jerian, decidió perdonar la vida a uno de sus habitantes, incumpliendo así su palabra; pero era madre y no habría sido capaz de acabar con otro humano más, no con un cachorro humano; no, después de ver tantos cadáveres. Además, así, al fin, podría amar a alguien que le correspondiese afectuosamente. Solo debía llevárselo con ella.

—Cojan al chico, nos le llevamos con nosotros —dijo, telequinésicamente, la madre a sus jabalíes—. Nos vamos.

—Tranquilo, chico, pronto no recordarás que matamos a toda tu gente y podrás unirte a nuestra familia.

Así, la gran familia de jabalíes, o la tercera parte que quedaba viva, se retiró del escenario de aquella sanguinaria matanza, para dirigirse tranquilamente a su hogar, al tiempo que muy lejos de allí, la princesa y sus tres acompañantes huían del suyo.

La madre jabalí cumplió su palabra e hizo que todos los recuerdos que su hijo adoptivo tenía de la fortaleza de Jerian, desaparecieran.

Jokna no volvería a ser capaz de reconocer a Hera, ni recordarla. Cuando ambos eran pequeños, pasaban muchas tardes, juntos. Hera tendría cinco años por aquel entonces y Jokna, siete. La madre de Jokna, Jeanne Rawll, era una de las señoras más poderosas de la fortaleza y ayudaba constantemente a la reina, planeando batallas, invirtiendo en la familia real y dando consejo. Murió, como casi todos los habitantes de la fortaleza, defendiendo con uñas y dientes a su pueblo de los jabalíes. Las madres de Hera y Jokna se reunían numerosas tardes, mientras los dos chicos pasaban el rato jugando en la habitación de la princesa. La mayoría de los días simplemente tomaban el té con todos  los muñecos de trapo de la princesa, pero de vez en cuando se dedicaban a correr por el castillo y alborotar, molestar e incordiar, al mayor número de sirvientes posibles.

Jokna tampoco sería capaz de recordar a su padre, que hasta el último momento de aquella nefasta tarde del día del verano que lo cambió todo, le había protegido y cuidado, se había mantenido a su lado y, finalmente, le había obligado a meterse en el agujero  para que, al menos él, pudiera salvarse.

Todo ello desaparecería para que así pudiera añadir nuevos recuerdos de su nueva familia, de su nueva madre, quién le salvó de morir de hambre en el bosque tras ser abandonado por su horrible madre humana a quien no recordaba porque era muy pequeño cuando esto sucedió;  o nunca sucedió, mejor dicho.

La diosa Yiuma, vivió los años más felices de su vida mientras su hijo adoptivo se hacía mayor. En su larga existencia había dado a luz a más de quinientos jabalíes, pero jamás había sentido aquel amor maternal que tanto añoraba. Fue tal su ensimismamiento que los seres humanos, cegados por el poder, consiguieron finalmente arrancarle pelo de su cuerpo y así poder construir el amuleto de Ga, que la encerraría eternamente.

Hasta que Jokna no cumplió quince años y la adolescencia llegó, Yiuma no echó en falta su libertad. Sin embargo, el deseo animal de acabar con los humanos que destrozaban la naturaleza era cada vez mayor y su amor maternal por un adolescente, estaba constantemente a prueba. Yiuma no tardó en dar con la solución: enviar a Jokna a estudiar a los humanos para cumplir con la misión más importante de su vida, según le repetía ella constantemente.

—Hijo, debes tener mucho cuidado—comenzó a decir Yiuma el día de la despedida. Jokna ya tenía diecinueve años-. Y hazlo todo lo más rápido que puedas. No caigas en las horribles tentaciones de los de tu especie y vuelve sano y salvo, por lo que más quieras. Te estaré esperando impacientemente. Recuerda que te quiero mucho.

—Y yo a ti también, madre.

Dicho esto, Jokna abrazó a su querida madre y se despidió. Nunca volverían a abrazarse del mismo modo. Jokna se marchó a la aldea.

—Hola —volvió a decir Hera con la misma voz suave y dulce, pero, esta vez, bajo el encanto de la amorosa flecha que le cruzó el corazón al ver los ojos del joven apuesto cuando se despertó, la voz le tembló y se sonrojó ligeramente.

—Hola.

—Menuda caída. Debe de haberte dolido. Bastante.

—¿Dónde estoy?

—¡Uy! ¡Claro! Yo soy Hera y esta es mi tía Agathia.

Jokna ni siquiera se había dado cuenta de que, al lado de la hermosa joven, también había una hermosa señora con un cuenco en las manos. Era la mayor de las tres hermanas Rawll, de cincuenta años que, para su edad, lucía un rostro alegre y juvenil, algo arrugado, pero nada envejecido y que, de un modo extraño, le resultaba inusualmente familiar. Excesivamente familiar.

—Estás en nuestra casa, en Ga. Tú… ¿Cómo te llamas?

—Jokna.

El cuenco se rompió en mil pedazos tras impactar con el suelo. Fue entonces cuando, por segunda vez aquel día, alguien se desmayó.

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