“Las sociedades quieren olvidar, pero los escritores insisten en recordar”. Lidia Jorge.
El centro de gravedad de las memorias de Figueiredo es la deconstrucción de las memorias de su padre, un personaje de aquí te espero, bravucón y follador.
Con Cuaderno de memorias coloniales, recién traducido al español —mejor dicho, para ser exactos, en España, al parecer existe una edición previa en Colombia, en las prensas de la Universidad de los Andes—, Isabela Figueiredo obtuvo en 2015 un gran éxito de público y crítica, sin duda merecido, en el país vecino. Lo memorialístico resaltado en el título es a la vez testimonio de los años del derrumbe del imperio africano luso en Mozambique y de la vuelta apresurada y caótica de los colonos a un Portugal que acababa de enterrar pacíficamente la dictadura de Salazar.
En lo que se me alcanza, la literatura colonial portuguesa cuenta con, al menos, dos obras maestras indiscutibles, ambas, eso sí, localizadas en Angola: La costa de los murmullos de Lídia Jorge, novela hermosísima, escrita desde la óptica femenina como la narración de Figueiredo, muy dura también («vengan a hablarme del colonialismo suavecito de los portugueses…vengan a contarme la historia de los burros que vuelan») con el trato hacia los aborígenes, y Esplendor de Portugal de António Lobo Antunes, soberbio entrecruzamiento de monólogos, con el brillante estilo habitual del autor. Hacia el final del libro que nos ocupa se cita Mozambique, tierra quemada de Jorge Jardim, obra no traducida, creo, a nuestro idioma. A modo de colofón, como es costumbre de la editorial, se ofrece una frase irónica contra la nostalgia de Mia Couto, seguramente el escritor mozambiqueño más conocido.

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El centro de gravedad de las memorias de Figueiredo es la deconstrucción de la figura de su padre, un personaje de aquí te espero, bravucón y follador, aficionado, como la mayoría de los blancos a las incursiones sexuales en los caniços, los asentamientos y barriadas de chabolas, para abusar de las mujeres negras a las que las blancas tenían por «cabras locas». Un bon vivant, desmesurado epicúreo, obsesionado con electrificar la capital de Mozambique gracias a cuadrillas de obreros indistintos, «la negrada», a los que trata, a fin de disciplinarlos, «a sopapos y guantazos». La escritora tuvo de siempre una relación oscilante entre el amor y el odio hacia este hombre temerario, al que no se le ponía nada por delante, para quien África fue «la única tierra que amó», por lo que, al huir a Portugal, tras ser encarcelado por el terrorífico FRELIMO, ya no se adaptó.
Hasta la repatriación forzosa, tomada como exilio, bueno, mejor destierro, la acción transcurre en Lourenço Marques, tras la guerra de ultramar con resultado de independencia propiciada en cierto modo a rebufo de la Revolución de los Claveles, y hasta hoy Maputo, cuando en las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado era un enorme campo de concentración con olor a curry. Allí, entre escenas costumbristas y de la vida social magníficamente descritas, la autora narra, a modo de novela de iniciación, su paso de la niñez a la adolescencia, cómo solventa con fortaleza ritos de paso, precoces escarceos sexuales propiciados por el ambiente «estimulante, sensual y libre», muchas veces con su padre como maestro de ceremonias: «Me sentía una mujer, su alma gemela».
La parte final del regreso atropellado a Portugal, con la irreal ilusión «de comenzar todo de nuevo, escapar al caos, a la masacre», me ha traído a la memoria El retorno de Dulce Maria Cardoso, en su caso desde Luanda. Los retornados, en la práctica refugiados que sólo pueden escapar malamente, mediante sobornos y enchufes, de una posguerra sanguinaria, con «la negrada» capturando, torturando y humillando de manera aleatoria, vengándose a machetazos o a degüello, fueron recibidos con animadversión, como explotadores. «En Portugal me acostumbré pronto a ser objeto de mofa o de escarnio», eso sin contar con que nuestra protagonista cae primero en la casa, tomada por las gallinas, de una abuela misérrima y medio ciega y después en la de un tío abusador. «La metrópoli era sucia, fea, pálida, helada», los portugueses «cortos de miras, tan mediocres y estúpidos y atrasados e hipócritas», sentencia en doble sarta adjetival, con asíndeton o polisíndeton, que deja bien patente su imagen sombría de la patria de acogida. Queda indeleble, a pesar de los pesares, «como mancha de anacardo, imposible de ocultar» la nostalgia de los orígenes, de la patria rilkeana.
«Las sociedades quieren olvidar, pero los escritores insisten en recordar», declaró la citada Jorge en relación con su obra. No cabe duda de que Figueiredo se inserta en esa perseverancia de la memoria como un deber de todo escritor que ha vivido un periodo histórico convulso, aunque sólo sea, como señala el dicho, para que no se repita. Es probable que en ese sentido figure como frontispicio, junto a otra de Paul Auster en torno a lo paternal, una cita de Los hundidos y los salvados de Primo Levi, que cumplió con mucho desgarro con el deber de memoria de quienes sobrevivieron al infierno de los lager. Además, la autora recibe una especie de mandato de sus allegados: «Vas a contar lo que nos hicieron. La verdad. Vas a contarlo». E igualmente, por contraste, aparte de demostración de la huella de lo lírico en sus páginas, pueda ser el motivo de que el libro se abra y se cierre con sendos poemas de Manuel António Pina. El último concluye, taxativo, que ante la eternidad «saber es olvidar, y / esta es la sabiduría y el olvido». Sea como fuere se agradece el esfuerzo de reminiscencia tan logrado por parte de Figueiredo con una prosa en estado de gracia.