
Precio: 13 euros
Hasta cumplidos los cincuenta no comenzó a publicar Susana Benet.
Y lo hizo con un ramillete de libros dedicados a un género, el haiku, breve composición poética de origen japonés con tres versos, dificilísima, aunque pudiera no parecerlo por la plaga de practicantes que le ha brotado en los últimos lustros.
En pocos productos literarios es más sencillo el manta: mientras pocos se atreven a hincarle el diente a un soneto, cualquiera capaz de contar sílabas con los dedos se siente autorizado para darle un mordisco a la rosquilla del haiku, aunque en muchas ocasiones nada más muerda el agujero.
Es algo semejante a lo que ocurre últimamente con el aforismo y el micro-relato: las pequeñas medidas le parecen practicables al aprendiz de escritor, como la estrofa japonesa al poeta eventual. No hay nadie persiguiendo las falsificaciones, pero los originales se reconocen al instante: «Saltando charcos / voy al colegio y vuelvo / saltando charcos».
La entrada de Susana Benet en la república de las letras española, decíamos, fue a través de la puerta grande del haiku, pero no se trató de un pastiche de las formas y normas orientales: prescindió, por ejemplo, de la obligatoria referencia estacional y como contenido tomó lo que tenía más a mano, su propia intimidad. De esa combinación surgieron varios títulos que se reunieron en La Enredadera (Renacimiento) y uno más, Grillos y luna (La Isla de Siltolá), que rompían la etiqueta del haiku convencional. Entremedias, comenzó a ensayar otras formas estróficas, siendo La durmiente (Pre-Textos) la primera puesta de largo con poemas de mayor aliento. A este libro viene a dar continuidad Don de la noche, que se publica en una colección, La Cruz del Sur, de la que no está de más decir, por más que no seamos los primeros, que es la envidia de cualquier editor de poesía. No está de más, sobre todo en unos tiempos en que crecen como setas las micro-editoriales, que editan con desgana, papeles descuidados, tipografías poco legibles y encuadernaciones más endebles de lo debido.
Entre el primer poema de Don de la noche, «Impresión de la mañana», y el último, «La noche», transcurre un día cualquiera. Y ese día vale por una vida. Los poemas de Susana Benet están hechos de muy poco, una anécdota mínima o una leve impresión bastan para hacer saltar el resorte de una poesía que conserva la capacidad de asombro del haiku y la sorpresa del picotazo de un mosquito. Son composiciones que nacen, como si dijéramos, de una quietud que no se atreven a romper las palabras, que surgieran de la fuerza que emana del alrededor o del entorno de la poeta. El pequeño universo que se contempla desde una terraza, un interior con vistas, un timbre que suena, paseos hasta el río, el «canto» de las margaritas, una mañana de playa: instantáneas verbales, delicadas acuarelas que van introduciendo a sus lectores en un mundo que pronto hacen suyo.
Un mundo, por lo demás, del que no están exentas las sombras. La geografía interior de la poeta sufre por una ausencia, padece un oscuro sueño profético o espera, contemplando «la luz tendida» de la tormenta, esa lluvia que vendrá a romper una larga sequía. Tampoco lo frágil: la hija —en otro poema— envidia desde la memoria el cuidado que la madre otorgaba a las flores de su jardín. Los atardeceres adquieren en este poemario una relevancia que no es casual. Como el otoño, la palidez de la piel ganada con la edad o el cada vez más gustoso sueño, que nos posibilita «rozar la muerte con la vida», son símbolos del tiempo que pasa, como el día, en un suspiro que apenas roza nuestros ojos, dejándonos ante la perspectiva de una noche para la que se ansía, sobre todas las cosas, tranquilidad.
Varios críticos de los que uno se fía han venido a convenir que la poesía de Susana Benet, sea bajo la forma del haiku o del poema más extenso —aunque por lo general breve, como lo son la mayoría de los contenidos es este Don de la noche—, se caracteriza por ser capaz de adoptar su rutina cotidiana —la vida— a cualquier formato: plegada en las diecisiete sílabas orientales o expandida en estrofas de versos blancos. Y que en todos los formatos hay una voz reconocible, que ha sido merecedora de hacerse un hueco en la poesía española de hoy en día. Humildemente, uno no puede más que estar de acuerdo.
Enigma
Todo lo que parece
tan lejano, está cerca.
Aquello que creímos
olvidado, de pronto
regresa y nos conmueve,
apenas un instante,
sin señalar de dónde
brota ni a qué rincón
de nuestra alma regresa.
Susana Benet