Apoyo con delicadeza la aguja de diamante sobre el microsurco, me pinto los dedos de diferentes colores y comienzo a interpretar la sonata Op.95 para piano de Khachaturian sobre el enorme retal de lino que cubre la mesa, único mueble que queda en este lugar. Desaparecidas todas las reminiscencias de lo que fue, a excepción del tocadiscos y varios vinilos, acabo de comprar la casa de mis abuelos, la misma que no quisieron que heredara por el miedo que les causaba que eligiera vivir de los recuerdos.
Empapando las yemas de mis dedos con pigmentos alegres y variados, avanzo sobre el «Allegro vivace» renovando la gama de colores después de cada cadencia; intento no pulsar en el mismo sitio más de una vez. En ocasiones y gracias a la intensidad de los fortísimos que le quiero regalar a este momento, aplasto tanto el tejido que dejo potentes huellas firmes e inamovibles; otras veces el roce pianissimo exquisito hace que solo se tiñan tímidos hilos en los que el cambio de aspecto solo se intuye. Degradación maravillosa de colores rugosos que Khachaturian aplaude.
Sorprendida con el resultado, y a la vista de grandes huecos que todavía dejan entrever el origen del lienzo, me animo a continuar rellenándolo a la par del «Andante tranquillo». Ahora la técnica requiere mucha calma, necesito acompañar con lentas respiraciones los maravillosos fraseos de este movimiento. La brisa que dejan mis suaves soplidos espolvorean, sobre la superficie, nubes de arena traída de lugares lejanos. Tamizada con cariño se convierte en polvo fino. Por su textura volátil cae lentamente cubriendo todo lo necesario y se expande con felicidad antes de llegar al final. Khachaturian me sigue mirando, y por su rictus creo que está satisfecho.
A falta del tercer y último movimiento, «Allegro assai», no puedo abandonar, el miedo me empieza a invadir; sorprendentemente va todo tan bien, un falso movimiento me puede llevar al desastre. Necesito pensar antes de terminar mi interpretación creativa, así que elevo la aguja de diamante para interrumpir la audición. De inmediato y sin querer llegan a mí los recuerdos que están impregnados en estas paredes desde hace muchos años, los mismos que llevo sin pisar esta casa. El silencio me trae la esencia de mi evolución. Está aquí.
Me tumbo en el suelo y dejo pasar las horas con tranquilidad. Sin forzar se acercan con cautela momentos que creía olvidados, el lugar es propicio y mi ánimo también. Aparecen aromas y paisajes llenos de colores sombríos y opacos, que al reconocerlos se difuminan a causa de la humedad de mis ojos. Niebla que con voz tenue y cariñosa me avisa de los peligros. Ecos del pasado que llegan en un idioma que por fin puedo entender. Jeroglíficos que ahora descifro sin esfuerzo. Medias frases que completo con la misma esencia que tuvieron al nacer. Problemas sin resolver que mantengo a la sombra de la razón para siempre. Soluciones escasas y defectuosas. Incomprensión desmedida. Apatía.
Decido obviar todo lo negativo, sé que estar aquí me fortalece, y con una enorme ilusión me propongo transformar en un espacio de felicidad estas paredes que me vieron crecer. Mi lienzo colgará de una de ellas para que recuerde que jamás debo olvidarme de mis alegres y venturosas intenciones. Me levanto con rapidez y sin más preámbulos preparo mis oídos para el sorprendente y enérgico «Allegro assai». Colocando el lienzo en el suelo, me descalzo y empiezo a bailar sobre él. Mis pies resbalan al pisar algunos colores que todavía están tiernos dejando maravillosas estelas que se proyectan hacia el futuro. A punto de llegar a la coda final, con un brinco firme y poderoso, salgo del recinto para vislumbrar los resultados. La maravilla que llega de repente a mis sentidos me impresiona tanto que me derrumbo. Cuando Khachaturian se acerca y me abraza, también emocionado, cierro los ojos y disfruto de los últimos compases deseando que este momento sea eterno.
Suena el crujir de la aguja, que pide más…