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HOMENAJE PARA UN CENTENARIO GALDÓS: EL CABALLERO ENCANTADO (I)

Esneda Cristina Castilla Lattke

Esneda Cristina Castilla Lattke

El caballero encantado (1909): novela del sistema oligárquico de la Monarquía restauradora o novela del caciquismo.

Nos encontramos con un Galdós en plenitud intelectual y literaria, entrando en el siglo XX y en su prosa los mimbres de la narrativa moderna.

La Historia continúa: la crisis de la crisis.

Si Misericordia, publicada en 1897, es decir, antes de culminar el siglo XIX, puede considerarse la novela de la pobreza urbana en una España conservadora decadente, El caballero encantado es una novela política publicada en 1909; es decir, ya entrado el siglo XX, donde se expone la pobreza rural de esa misma España atrasada. Las políticas del país no han cambiado en doce años ni con la experiencia que supuso el llamado Desastre del 98 tras la, tenida por, pérdida de las colonias de Cuba, Filipinas y Puerto Rico. El acabamiento lento y sangriento del ya ilusorio prestigio imperial, los actos de contrición, las reflexiones imposibles sobre qué significaba el país, ahora roto y desarmado, no parecían ayudar a virar el timón del destartalado barco en la dirección adecuada, al menos en un afán de solidaridad productiva para el entonces amputado país. Tampoco se lograba atisbar un cambio de voluntad del Gobierno para restituir (restaurar) y dignificar el estado real de los verdaderos olvidados, de los más pobres y peor atendidos, de aquellos que son Historia también, una historia que lucha por su pan en el desvelo de un nuevo siglo que alborea. Tales hombres y mujeres son la Intrahistoria desoída e invisibilizada. Tarea ardua y beligerante para con él mismo, la de un gobierno si tiene que elaborar políticas que dignifiquen un país que en aquel momento era en su mayor parte analfabeto, además de estar hambriento, pobre y cansado. Pueblo del que la Historia oficial poco o nada habla, aún ocupada en calenturas de glorias pasadas y que se vale del rudimento lánguido de la nostalgia de lo que otrora fue. Conquistar nuevas tierras quizá sea menos difícil que gestionar el elemento sutil y sensible de las propias.

Ese imperio y su política gubernativa se miran obsesivos al otro lado del espejo, pero ya no se reflejan ni se encuentran. No era difícil saltar de una realidad decretada por otros a una realidad obligada a no tener voz ni voto, esa que Galdós hace también subir al escenario inmortal de la palabra escrita y dramatizada y a la que le da el protagonismo merecido. Y, esta vez, la realidad no por inventada en su forma será menos real en su fondo. Pocos veían en el pobre de carne y hueso, con nombre y apellidos humildes, la materia prima con la que el rico pudo construir a su costa durante siglos esa poderosa torre de marfil que, sin sospecharlo, se desmoronaría como castillo de arena sobre los yermos y míseros campos y ciudades de España. Si hubo lectores de El caballero encantado que encontraron otra clase de decadencia mental en quien escribió sus páginas por la manera en que presenta los acontecimientos, también hubo quienes avistaron el alcance y la madurez lúcida y sabia de quien siempre fue un profesional de la observación y de la palabra, al tiempo que advirtieron en el escritor la modernidad que sutilmente se anticiparía a nivolas y esperpentos. Dada la maestría técnica por la que apostaba esta vez, sin olvidar guiños similares a los que nunca renunció en obras precedentes, también defendió, para sorpresa de muchos, la transgresora imaginación como materia novelable, libre de yugos y cadenas; libre, sobre todo, del caduco realismo literario decimonónico. Con la ensoñación, la fantasía, la transfiguración que venían presintiéndose contenidas en el siglo que acababa, y a la entrada del siglo XX, nuestro narrador canario, ya desboca los márgenes de las cuartillas y toma las primeras posiciones en otro campo de batalla, donde el campesino o el labriego, donde el pastor, donde sus ovejas, donde el cacique o el terrateniente se encuentran, inevitablemente, se cruzan por los caminos, dialogan, se entremezclan, se transforman, desdibujadas sus siluetas al viento, en el capricho de las aspas que agitan molinos nuevos y se desplazan rebaños imaginarios. Los planos del inverosímil cuento, de la enigmática novela, parecen confundir al lector, pero no es otra lectura que la que los tiempos exigían; la de la España rural de 1909 en la mente de un escritor moderno. Y éste, prestidigitador de la imagen representada, de la palabra que relata los hechos es, sin duda, Benito Pérez Galdós y la consolidada madurez de su indiscutible genio artístico (cfr. Julio Rodríguez Puértolas, en Benito Pérez Galdós, El caballero encantado, Madrid, Akal, 2006, para complementar y ampliar lo anterior).

El año en que fue publicada su novela fue crítico para el país: es otro año de desastres. Pero eso no explica que en el salto que va de 1898 a 1909 hubiera prosperidad. Tras la primera catástrofe vino una crisis que, a su vez, desembocó en otro desastre. A partir de la trascendencia que supuso para España el logro de la independencia de Cuba y Filipinas por parte de sus auténticos pobladores (lo que significó una dura crítica al Gobierno y al sistema que lo condujo a ese desastre y, en consecuencia, una mirada hacia adentro, un examen de conciencia), nace un afán de enfrentarse a la realidad. Ya se sabe que los regeneracionistas se encargaron de investigar las causas de esa realidad para terminar proponiendo soluciones de tipo, y podría decirse sin reparo, pre-fascista. Crisis múltiples -económicas, políticas, sociales- rompen los sueños de paz y orden de la Restauración monárquica. Ya no había mercado ni negocio de donde sacar beneficio en el debilitado Imperio, sino deuda colonial; los bandos militares que defendían el poder liberal o conservador de turno terminaron derrotados y desprestigiados, la industria se abría camino, pero despertaba la conciencia del obrero y su inconformismo ante los patronos (cfr. Manuel Tuñón de Lara, La España del siglo XX, Barcelona: Laia, 1977, Vol. I, p. 16).

El caballero encantado refleja el peso de la herencia del pasado reciente en la España castellana, porque si la Constitución de 1812, las desamortizaciones de la mitad del XIX y el liberalismo de la revolución de 1868 no habían conseguido resolver los problemas públicos, ni habían cambiado las estructuras arcaicas ni los valores morales, y, para peor desdicha nacional, era insostenible, anímica y materialmente, la pesada losa que supuso la pérdida de las últimas tierras arrebatadas a sus antiguos pobladores…, con todo, a la gran catástrofe de catástrofes vino a sumarse la crisis que el país vivía al despuntar el siglo XX. Crisis traducida a un evidente atraso generalizado.

Benito Pérez Galdós no sólo escribió El caballero encantado para mostrarnos todo lo que puede dar de sí un país arcaico y arcaizante, tardío en progreso y prematuro en decadencia, además de en permanente crisis ante sus vecinos europeos; sino que, además, la escribió, al igual que el resto de sus obras, para mostrar (aun indirectamente), cómo un hombre como él podía ser tanto o más constante en su preocupación por el “verdadero” pueblo español, como constantes eran los gobiernos en sus pésimos resultados. No había sido suficiente, como pasaba en Misericordia, con usurpar toda su dignidad al oprimido, sino que además los oligarcas tenían que regodearse de semejante robo moral y seguir gozando de un bienestar ficticio, más que insultante ante el pueblo llano que lo sufría. El país seguiría siendo, pues, un país pobre, quizá en mayor grado poco antes de acabar el siglo XIX, cada vez más alejado del progreso tecnológico, industrial y cultural de Europa. El protagonista, de quien hablaremos después, es descrito así por el autor: “Cuando a Madrid volvía, encontraba el caballero a nuestra capital muy provinciana, como arrabal distante que recibía de lejos la irradiación de la cultura europea” (Pérez Galdós, El caballero encantado, Cátedra, edición crítica de Julio Rodríguez Puértolas, Madrid, 1987, I. 76. En adelante, la presente edición.).

Por otra parte, hay que recordar que en 1900 España es fundamentalmente una potencia “euro-africana” (Antonio Ubieto et al., Introducción a la Historia de España, Barcelona: Teide, 1967, pág. 740). Políticamente, será Marruecos el centro de atención para la vida española durante el primer tercio del siglo XX, como un nuevo intento de recuperar el prestigio perdido del 98; pero también supondrá un grave mal para la política interior, pues originará los incidentes callejeros de la llamada Semana Trágica de Barcelona y sucesivas crisis de Gobierno. El escritor canario, ya desde Misericordia, muestra su preocupación por el problema de las clases sociales (existe un pasaje en el que los obreros reivindican, ante la negativa de los patronos, las ocho horas) y el riesgo de conflagración nacional que, contra esa interpretación espiritualista de la novela, Galdós insinuó a menudo, como ya apuntara en 1888, cuando auguraba lo que diez años más tarde sobrevino y sus consecuencias: “Tenemos crisis agrícola, crisis industrial, crisis monetaria, crisis obrera, crisis política y la vida es una serie angustiosa de momentos críticos, que no sabemos qué catástrofe nos llevará” (El mal tiempo y la crisis, en A. Ghiraldo, “Política española”, Vol. IV, t. II, p. 118). El caballero encantado es resultado de esa visión galdosiana que tuvo su fácil comprobación en los acontecimientos acaecidos el mismo año en que fue publicada, cuando en julio comienza la guerra de Marruecos. Como ya se ha señalado, una nueva aventura colonialista. Durante el embarque de los soldados para ir allí se organizan motines populares contra la guerra que culminan en la Semana Trágica de Barcelona, cuando los anarquistas ocupan la ciudad y queman iglesias. El gobierno conservador de Antonio Maura reprime las revueltas anarquistas, se fusila a los líderes y, entre ellos, a un maestro intelectual de nombre Francisco Ferrer, quien se constituirá en símbolo de los anarquistas contra el poder autoritario. Tal aventura colonialista no estaba por aceptar el pueblo español, mucho menos sabiendo que, como en la guerra de Cuba, el ejército lo formaban los jóvenes pobres, los que no podían pagar para salvarse de la obligación del servicio militar. El mismo escritor, el 7 de octubre de 1909, se reúne con Azcárate y Pablo Iglesias para asentar las bases de una alianza republicano-socialista. Publica, entonces, su Carta abierta al pueblo español en la que, entre otras cosas, dice: “Apaguemos de un soplo los cirios verdes que alumbran el Santo Oficio, llamado por mal nombre Defensa Social, vergüenza de España y escándalo del siglo, y pongamos fin a las persecuciones inicuas, al enjuiciamiento caprichoso, a los destierros y vejámenes, con ultraje a la Humanidad y desprecio a los derechos más sagrados” (apud. Tuñón de Lara, 1977, p. 390). Ante el hartazgo semejante que manifiesta el gran novelista, no pudo escribir novela más oportuna, tanto en su fondo como en su forma, pues resulta ser una completa demostración de sutileza e inteligencia, cuando más de clarividencia respecto a la realidad histórica del momento que el ineficaz y dañino cuerpo gobernante no supo ni quiso apreciar.

El sueño galdosiano

Galdós fue un soñador activo y El caballero encantado viene a formar parte de sus sueños. La novela es uno de ellos, del cual no despertó hasta que vio el milagro. Igual que esa ensoñación está condicionada por su vigilia, la obra en sí misma es una serie bien trabada de dualidades: la presencia constante de dos planos de realidad se funde en una realidad total: Tarsis-Gil, Cintia-Pascuala, realidad-ficción, pasado-presente, ricos-pobres, opresores-oprimidos, ciudad-campo, holganza-trabajo, ignorancia-educación, muerte-vida, orden-libertad. En la voluntad de Galdós se traba esa lucha, un enfrentamiento entre ambas fuerzas de la realidad, y en ese espíritu radica toda la esperanza en la mejora de la sociedad problemática en la que vive, que no es otra que la de siempre.

Don Carlos de Tarsis y Suárez de Almondar, marqués de Mudarra: Hombre patrimonial y ucrónico.

El hecho de que utilice como protagonista del encantamiento a un marqués de “hacienda copiosa” que vive en el Madrid de comienzos del XX con todo lo que ya conocemos que conlleva, en un principio no nos dice nada. Pero cuando continuamos en la lectura y advertimos que, en su nombre, don Carlos de Tarsis y Suárez de Almondar, marqués de Mudarra, se mezclan tres culturas, tres tradiciones: la cristiana, la judía y la musulmana; cuando nos enteramos de ello, no es tan difícil que un joven como éste sea objeto de transformación radical, espiritual y materialmente hablando. Por su nombre y apellidos se puede decir que él es descendiente de Invasión, Colonización, Cultura, Religión y también de Persecución, Esclavitud y Represión. No es extraño que sea José Augusto Becerro (el nombre no es casual), que se dedica a la “enmarañada ciencia de los linajes”, quien le dice al caballero que “el primer Mudarra fue concebido en una cárcel” (III, 91). Todos esos nombres simbolizan un pasado histórico muy significativo para lo que esa España era (quizá lo siga siendo), y no sería oportuno no hacer referencia a ello, pues nuestro escritor, desde el comienzo, trata de decirnos algo crucial.

En primer lugar, habría que considerar el nombre de pila del joven galán, Carlos, y preguntarse por qué podría haber elegido ese nombre. Quizá lo escogiese al azar, pero no sería muy pretencioso decir que no, si vemos que va acompañado de apellidos cuyo simbolismo o carga referencial se relaciona con él. Carlos es el nombre del primer emperador español, esto es, Carlos V, el cual representa la «grandeza» de la España moderna. Con la colonización de la mayoría de las tierras de América en ese momento en manos del Imperio español, se inicia la Historia moderna de España. No olvidemos, por tanto, la voluntad de Carlos V de ampliar su imperio para pacificar, eso sí, a base violencia, los países conquistados, tanto de América como de Europa, así como el deseo de extender la religión católica.

En segundo lugar, el primer apellido del caballero es, curiosamente, Tarsis, apellido de rancio abolengo mitológico, el cual alude a la antigua Tharsis o Tarsis del reino de Tartesos. En la Biblia aparece el nombre de este lugar, al que acudían las naves fenicias en busca de metales. Por otra parte, es un reino mitológico sobre el que hablan grandes autores de la literatura clásica atribuyéndole carácter de paraíso en el Mediterráneo, que tuvo relaciones no sólo con fenicios sino también con libios, cartagineses, griegos, etc…, formando un crisol de culturas que dan ya una unidad a cierta zona de la Península Ibérica (desde el Guadalquivir hacia el sur, lo que los romanos llamarían la Bética). Por otro lado, el apellido Suárez, dice Becerro, “viene de Suero, y el Suero de Asur, nombre semítico sin duda”. Más adelante, concluye: “reunidos y entramados estos nombrachos con el de Tarsis, resultaban en una pieza las claras estirpes de Sem y Japhet, hijos del excelentísimo patriarca Noé” (II, 83).

Finalmente, nuestro galán también es marqués de Mudarra, nombre que el estudioso de los linajes explica que proviene del árabe Mutarraf, que significa “Vengador”. En realidad, Suárez de Almondar y Mudarra son símbolo de la unidad definitiva de la cultura ibérica, ya que son los árabes y los judíos los que traen toda la cultura clásica de Occidente, y a través de la Península Ibérica pasa a Europa todo ese conocimiento (la Aritmética, la Filosofía, la Pedagogía, la Medicina, la Astrología, etc.). Europa, en aquellos momentos, estaba formada por aldeas, no tenían esa cultura que los árabes ya poseían: la Biblioteca de Alejandría era la más grande que existía en el mundo.

Pues bien. Toda esa conjunción de simbolismos o referencias en la figura de este hombre que Galdós utiliza como objeto de encantamiento, tiene una función precisa, como hemos dicho, para el cometido que el autor se propone. La novela, ciertamente, es de contenido socio-político que expone los hechos de la España conservadora decadente con todas las implicaciones que hacen que el país sea así y que Galdós cuida muy bien de mostrar al lector. Pero también es una novela de reflexión profunda sobre el ser humano y su conducta, la cual no ha variado ni un ápice desde que el hombre es hombre. Habrán cambiado las formas, los medios, hasta las intenciones; pero el corazón, el espíritu, las debilidades siguen siendo las mismas, so pena de pensar que sea así por los siglos de los siglos. Un hombre como don Carlos de Tarsis, marqués de Mudarra, es espejo de su pasado, pues, siguiendo la explicación de Antonio Regalado García: “…explota miserablemente a los campesinos para vivir con todas las comodidades y comer opíparamente a costa del trabajo agotador de los explotados, y la Madre [España] lo encanta para castigar su delito y para que aprenda a ganar el pan con el sudor de su frente” (Benito Pérez Galdós y la novela histórica española (1868-1912″), Madrid, Ínsula, 1966, p. 474). Porque «don Carlos de Tarsis» hay y ha habido muchos, y la España conservadora siempre los ha tolerado a costa del sufrimiento de gentes humildes como Gil o como el pobre maestro de Boñices, don Alquiborontifosio. Esa Madre está cansada y necesita que su hijo fuerte y sano (el noble, el burgués, el poderoso) cuide de su hermano débil y enfermo (el obrero, el campesino, el mendigo, el desprotegido), pero sólo a través del amor podrá el fuerte ponerse a la altura del débil, podrá transformarse en él y podrá transformar el viejo sistema. Galdós emplea una forma de novelar una realidad alternativa, ucrónica; plantea a través de su personaje una alternativa a la realidad del momento, que prefigura lo que puede ser, al menos al otro lado de un espejo simbólico producto de su imaginación. El mismo Tarsis es consciente del cómo de esa transmutación: “Yo veo con admiración a los millonarios, no tanto por el dinero que tienen sino por los beneficios que pueden hacer a la Humanidad. Son los lugartenientes de la Providencia” (I, 80).

En un avance progresivo hacia dicho cambio, Tarsis tendrá que empobrecerse. Él es heredero de riquezas conseguidas por sus antecesores. En realidad, como buen burgués, es terrateniente y explota a los que trabajan sus tierras. Viviendo, pues, de sus rentas, osaba subirlas hasta que los colonos se vieron obligados a marcharse a Salamanca, “camino de Lisboa, donde embarcarán para Buenos Aires”. Esto, unido al despilfarro propio del burgués, lleva al joven a la bancarrota y, “…viendo cómo se deshacía su fundamento social, sin que ni en sí mismo ni en el mundo exterior viera remedio, el marqués de Mudarra se fue abismando en tristezas y murrias que afectaron a su propio carácter después de influir en sus costumbres…” (IV, 102).

Así, perdidas muchas amistades de sociedad, acude a la morada de su pobre y todavía amigo Becerro y es allí, entre libros, polvo y desorden, donde se topa con el espejo encantado, pasaje de ida (sin vuelta) a la Historia real. Sin embargo, el que al principio aparece como caballero acaudalado, reconoce y analiza con inteligencia, aunque con frialdad, su aventajada situación en perjuicio de los desprotegidos: “Todo nos llama al descanso, a la pasividad, a dejar correr los días sin intentar cosa alguna que parezca lucha con la inercia hispánica. Si me pusieran el dilema de trabajar o perecer, yo escogería la muerte. El español que en este final de raza posea una renta, debe sostenerla y aumentarla si puede. Vivir bien, mientras la vida dure, y mientras en la lámpara del bienestar no se consuma la última gota de aceite. No trato de presentarme como superior a los demás. Soy el peor, soy el último perezoso, el último sacerdote o monaguillo de la inercia. Mi único mérito está en la brutal sinceridad de mi pesimismo” (III, 98).

(Próxima entrega: en breve)

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