Una semana más aquí estoy escribiendo una parte de mi verdad para que no viva solo en mi cabeza ni en bocas que se la inventan.
Hoy quiero contaros como fue ese día en el que decidí que tenía claro que yo había nacido para ser escritora.
Antes, tenéis que saber que lo intenté con otras muchas ramas, estudié atención sociosanitaria; bueno, lo intenté, pero no le puse mucho empeño porque no era algo de lo que disfrutara.
A los dos años comencé comercio y marketing. Aquí la cosa fue algo mejor, quizás porque era consciente de que solo era un año de mi vida, no nos vamos a mentir y menos en el 2020, un año pasa volando. Jamás llegué a ejercer, siempre he sido de ese tipo de personas tan raras que ha preferido ir volando por la vida dejándose de llevar por eso que llamamos ganas, esas que nunca llegaron, pero que tampoco me importo.
Con las alas tan abiertas acabé viviendo una temporada en Holanda, estudiando inglés y la prueba de acceso a la universidad. Vaya añito aquel…
Cuando volví a Barcelona, me presenté a los exámenes y aprobé. Tenía claro que quería estudiar psicología. Eso de ayudar a las personas es otro de mis fuertes, hace que me sienta muy bien conmigo misma, pero ya, me siento muy bien sin más. Como ya podéis ver no me complico, no en estos temas, por eso fue que lo dejé. Recuerdo como mis amigas y familia me decían lo loca que estaba. Tenían mucha razón, pero a lo hecho pecho, y que poco me arrepiento.
Con 27 años recién cumplidos entré en un trabajo nuevo, en el sector de la automoción; sabía que ahí también estaba de paso así que no iba a dejar que nada de lo que pasara dentro de esas 40 h laborales afectara a mi vida, o eso pensaba yo. El segundo día, ni a los meses ni años ni nada, ¡Segundo día!, cuando ni siquiera conocía mi faena, lo vi. Era de esos guapos que dolía mirarlos; eso me quedó más que claro, solo me quedaba averiguar si podría llegar algún día a decir lo mismo de su personalidad.
Como ya os dije la semana pasada, expresarme se me da muy mal, contra más lo pienso más nerviosa me pongo, un poco de tartamudeo, mejillas rojas, media vuelta y a correr. Bonito refrán el de “Pies para qué os quiero si tengo alas para volar”, Frida Kahlo no era consciente de que en este mundo habría gente como yo que se podría llegar a creer que eso era verdad. Cada vez que se acercaba a mí intentaba volar sí, pero nunca lo conseguía, mucho menos hablar. Tartamudear y hacer el ridículo se me daba de maravilla, puedo daros todas las clases y consejos que necesitéis. Después de varios intentos, cuesta ganarme a cabezona, en mi habitación escuchando “Niña Voladora” decidí que, ya que no se lo podía explicar mirándolo a la cara; lo haría dejándolo escrito para siempre. Y así fue, empecé a contar desde ese preciso momento en el que levante la cabeza y me lo encontré de frente hasta cuando, por fin, comencé a soltarme.
Que fácil me resultaba, nadie me podía juzgar, ni hacer que me pusiera roja. Podía ser yo, sin tabús, complejos, ni vergüenzas. Podía decir lo mucho que lo quería sin que me temblara el pulso, también decirle lo imbécil que resultaba a veces sin tener que entrar en una discusión. ¿Me gustaba? No, me daba la vida, me llenaba y a la vez me vaciaba, tanto que estaba más que claro que yo quería sentir esa sensación para toda mi vida. Y hablo de escribir, no de él. Lo que pasó con él es algo que por el momento no os puedo contar.
Lo que me quedó muy claro es que no hay mal que por bien no venga; que gracias a mí poca seguridad al hablar de mis sentimientos he encontrado por fin mi camino, mi vocación. Y el éxito, como dice mi padre, es algo secundario. No importa nada más cuando cojo el ordenador y empiezo a teclear. Sentirme libre, mientras me conocéis, es la forma más bonita que tiene la vida de decirme lo bien que lo estoy haciendo.