
¿Puede una sonrisa cambiar el rumbo de una vida?
Geai es una alegoría sobre la necesidad de afecto humano y sobre la soledad; a pelo de lo que estamos sufriendo.
Desde la publicación de Autorretrato de un radiador, uno de esos pequeños libros maravillosos que pasan poco menos que desapercibidos y que uno no se cansó de recomendar a todas sus amistades literarias, uno ha seguido a Christian Bobin por las diversas ediciones —desde El Bajísimo a Un simple vestido de fiesta o La más que viva— que han ido sucediéndose en nuestro país. El deslumbramiento inicial no ha decaído, pero, hasta la aparición de este Geai (Las aventuras de una sonrisa), no se había renovado con el mismo fulgor. La escritura del autor francés, al margen de las modas y las carreteras comunes, por decirlo de alguna manera, se aposenta aquí sobre algo que parecía impensable en la prosa que con tanto placer le habíamos degustado: una novela. Su decir demorado a contracorriente de la prisa, alejado de los grandes temas mundanos, tan espiritual y poético, parecía inmiscible con la narratividad y su avance sin meandros y revueltas, directa hacia un fin.
Geai no se trata desde luego de una novela al uso, de esas que enganchan a lectores ávidos de velocidad y hojas que se devoran sin volver la vista atrás, como si se huyera de algo. Sus apenas cien páginas obligan a un trato cadencioso con lo escrito, pues en ellas importa tanto lo presente como lo ausente, lo evidente como lo insinuado, las certezas como las sospechas. En un juego donde masa y vacío se combinan, como en ciertas obras escultóricas, el autor nacido en Creusot hace de nuevo de la levedad y el silencio ―un silencio que él tiene el don de hacer que se escuche― sus marcas de la casa. Pese a ello, no obstante, ya lo hemos dicho, la narración avanza y progresa, comienza con la infancia de un personaje y lo abandona, con un final redondo, en su plena madurez adulta. En el camino, multitud de sugerencias, cavilaciones, apuntes sensibles como en toda la prosa de Bobin. No puede cruzarse con apresuramiento por un texto tan cargado de poesía y sugestión. La primera frase, además, tiene el don de enganchar a cualquier tipo de lector: «Geai llevaba muerta dos mil trescientos cuarenta y dos días cuando comenzó a sonreír»,
La historia que se nos cuenta es la de Albain, en origen un muchacho de ocho años al que un temprano accidente de trineo acaso haya dañado la cabeza. Es el mejor alumno de su escuela, pero tiene problemas para relacionarse: con más tendencia a observar que a vivir, a cierta pasividad vital, todo cambiará para él el día que descubra una de esas apariciones que nos deslumbran y se nos quedan dentro: la sonrisa de Geai. Todo el libro es una reflexión alrededor de esta pregunta: «¿Puede una sonrisa cambiar el rumbo de una vida?». A Albain desde luego sí: una chica sonriente con un vestido rojo de algodón comienza a acompañarlo en los momentos cruciales de su existencia. Es su amiga invisible y su secreto, ella, imperceptible para los demás, que bostezan en su presencia ―después de leer esta novela, uno no volverá a ver igual los bostezos nunca más―, interconectando lo que Christian Bobin califica como «los dos lados de la vida».
Con un estilo fragmentario y elíptico cuando la ocasión lo requiere, Bobin construye una alegoría sobre la necesidad de afecto humano y sobre la soledad, que tiene sus propios requerimientos. «Algunas cosas y algunos seres necesitan la distancia que los separa de nosotros, y necesitan que esa distancia permanezca infranqueable», como las libélulas luminosas o como los solitarios. La puerta sobre lo invisible que un día se abrió sin ruido para el retraído Albain niño, en su madurez se cerrará igualmente sin el menor ruido, dejándole como legado la alegría. Una alegría y unas ganas de vivir que, incluso en la peor de las tesituras, como ocurría en La más que viva, emanan naturalmente de la escritura de este prodigioso escritor francés como de un hontanar de agua pura y fresca.