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Hibris. Desmesura y transgresión

Fermín Herrero

Fermín Herrero

Los perdonados. Lawrence Osborne.
Gatopardo. Precio: 20,90 €.

“Son muchos los caminos que no conducen al corazón”

Los perdonados es una historia concebida a la antigua usanza y con gran capacidad de síntesis.

No sé muy bien lo que me atrajo de la novela de Lawrence Osborne Los perdonados. Para empezar, las dos fotos del autor, una en la solapa y otra de interior, antes de la dedicatoria a su madre y del proverbio marroquí, aviso sobre la dureza subyacente del libro, que figura como cita inicial: «son muchos los caminos que no conducen al corazón», eran harto inquietantes. En la de solapa, Osborne, casi de perfil, mira, abismado, a lo lejos; ese aire sublime no se corresponde con su estampa intrépida. Se apoya, por añadidura, en un muro de hormigón basto sobre el que hay una pintada en un alfabeto no latino. En la de interior, aunque tampoco mira a cámara, sino a un punto ciego, y pese a que viste también camisa abierta hasta el pecho con chaqueta ocasional y tiene las manos en los bolsillos, ha perdido esa aura romántica, aventurera; más bien se asemeja a un dandy desencantado. A su lado hay un extraño cuadro con una especie de pavos reales con escamas o lentejuelas blancas en vez de plumas y como leyenda del pie de foto se nos informa de que vive en Bangkok, ciudad que da título a otra de sus obras, tras haber residido en New York, México y Estambul.

Un poco perturbado, busqué información del autor en el internet, aunque de poco me sirviera, porque se destacaba sobre todo su faceta de especialista en literatura de viajes. No obstante, Javier Blánquez lo ponderaba mucho en un artículo de El Periódico titulado «El mejor autor del que aún no has oído hablar» llegaba a calificarlo como «el más intenso, el más visceral, el más auténtico» y, a seguido, resumía: «escribe como los ángeles y vive la vida como un demonio: a todo tren, cuesta abajo y sin frenos». Sobre su estilo concluía: «dicción masticada, empaque viril y verbo afilado como una katana de samurái», para declararlo heredero de la prosa de Raymond Chandler. Más que suficiente para no resistirme a probar su novela.

Los perdonados es la cuarta narración que le publica en español Gatopardo, que cuenta con un magnífico catálogo especializado en narrativa foránea, pero no conozco ninguna de ellas, así que me embarqué en la novela sin ningún prejuicio ni expectativa, junto a la pareja británica protagonista: él, «un pelmazo», médico de Chelsea; ella, «una intelectual», autora de literatura infantil, aunque lleva ocho años en barbecho de escritura, en el transbordador que han cogido en Algeciras, justo cuando avistan el continente africano, mientras un altavoz próximo al mástil emite unas notas premonitorias de raï, el hip-hop parisino. Tras tomarse una caña en un Hôtel d´Angleterre de Tánger («el sol impregnaba la terraza de un olor a barniz, pimienta en grano y cerveza desbravada») y alquilar un auto, marchan, con parada técnica a cenar en otro hotel de Chauen, hacia su destino y sugestivo punto de partida de la acción: una fiestorra multitudinaria, a todo lujo, en una aldea fortificada en medio del desierto. Han aceptado la invitación de otra pareja, homosexual, snob, de un hedonismo subido, quizá obsceno, con el fin de desfogarse el fin de semana e intentar superar su crisis matrimonial. Pero ya antes de llegar al «glamuroso ksar» de Azna, se frustrarán sus buenas intenciones y como si se desatara la hibris con todo su rigor, se desencadenarán fatalmente los acontecimientos, que amenazan con derivar en pesadilla de aire trágico.

Por poco me lanzo a resumir el argumento como un colegial obediente. La verdad es que encontrarme, en medio del furor autoficticio cada vez más generalizado, con un narrador nato que cincela los personajes tratando de insuflarles vida propia y que maneja con fluidez el argumento, produce cierta euforia digamos decimonónica en el lector, hastiado de autobiografías disfrazadas, dispuesto a dejarse engatusar por una historia concebida a la antigua usanza y con gran capacidad de síntesis, tanto en las reacciones de los personajes a consecuencia de su carácter o psicología de fondo como en la precisión descriptiva de la mansión donde se celebra la desenfrenada saturnal o de los espectrales paisajes magrebíes en que se desarrolla la acción.

Es al adentrarnos hipnotizados en el meollo del argumento, al bifurcarse varias veces, penetrando cada vez más en el horror y la crueldad sobre los que al cabo se sustenta el mundo y la condición humana cuando comprendemos lo que nos inquietaba en las fotos del autor. Viajero avezado y cosmopolita irredento, Osborne nos da una soberana lección sobre la mentalidad profunda de los bereberes, de quienes habitan las profundidades del desierto, enfrentada al orgullo banal y al aire de superioridad, basado sólo en lo material, de los occidentales. No se casa ni con unos ni con otros, antes bien, porque conoce a fondo el paño del que están hechas ambas, nos muestra los atroces pies de los que cojean las dos civilizaciones: la ancestral musulmana y la nuestra, frívola e igual de despiadada, aunque quizá, sumida en su bienestar de arrogantes lotófagos, más ingenua.

Según el Sunday Times estamos ante «el Graham Greene de nuestros tiempos». No sabe uno qué pensar de estas identificaciones sumas. Es cierto que Osborne tiene la misma facilidad pasmosa para atraparnos en la narración sin necesidad de recurrir a la intriga fácil ni a ninguno de los manidos trucos bestselleros; también posee esa capacidad poco común para desnudar nuestras miserias y poner la palabra en las llagas de la anomia moral que hemos asumido desde la modernidad y a la que la mayoría de los escritores les resulta ajena o les pasa desapercibida.

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