
La naturaleza de ida y vuelta de los viajes no consiente que se utilicen para huir. Ni siquiera los viajes sin retorno contemplan dicha posibilidad.
Se viaja para conocer y conocerse mejor; la mirada puesta en el horizonte. Se huye de uno mismo, de una equivocación, de un mal sueño; la mirada puesta en el pasado.
Por más que se llegue al fin del mundo, “Finis Terra”, donde muere el sol, las tinieblas de la mente no se extinguen. El paisaje desaparece. El vino que se toma reporta a otros vinos escanciados a la salud de alguien que prefiere la cerveza. Los recuerdos descarnan las llagas de los pies y empobrecen el camino. La memoria quiere para sí todos los viajes.
Si el buen juicio aparece, se impone el regreso. No hay esperanza en la desolación del viaje; ni cobardía en el retorno. No hay presente cuando se duda. De modo que sólo queda enfrentarse a los miedos y alejarse de las palabras mal pronunciadas. Viajamos con la simiente de la autodestrucción. Más si viajamos a la Costa da Morte.

Sólo hay que llegar al cabo y gritar que no se tiene miedo. ¿Quién oirá el grito? El eco. ¿Dónde está el fin del mundo? Allí donde el camino se corta. No lo veo. Son las montañas. Pero desde este balcón se pueden ver las Médulas. Si regresas, el fin del mundo guiará tus pasos hasta casa, porque se hará de noche durante el trayecto. Es tan triste huir como regresar con la amenaza del desahucio emocional. ¡Qué importa el miedo!
¿Cuántas veces has llegado a “Finis Terra”? Muchas, de visita. No es verdad que la tierra se acabe allí. Tiene que haber algo al otro lado de la niebla, en el azogue del agua. Más agua, más niebla, sueños, quién sabe. ¿Por qué querías refugiarte allí? Porque es muy duro estar cerca cuando algo se desvanece.
El viaje no es un bálsamo, sino un gran compromiso con la vida. Tiene sus exigencias, relacionadas con la intensidad y el riesgo que se corre. A veces es más peligroso asomarse a la vuelta de la esquina que llevar a cabo un viaje transoceánico o montar en globo.
Pero hay una exigencia máxima, imprescindible, que supera al riesgo.
¿El regreso?
No. La posibilidad de ser contado. Un viaje que no precede a un relato no existe. ¿Qué contarás cuando regreses?
¿Qué voy a contar? Que fui incapaz; que llegué hasta aquí y el fin del mundo se me echó encima.
¿Y te das por satisfecho?
¿Qué quieres decir? ¿Hay algo digno de contar en la derrota?
La derrota es lo que dignifica el viaje y la que presta su sangre al relato del viaje.
No sé. Me cuesta creerlo.
Hasta la última estación, el viaje puede dar sorpresas y tú sólo has hecho una parada.
Y me queda grande.

Como grande es tu decepción. ¿Tienes miedo al naufragio?
Más bien a quedar solo en medio de la tormenta.
No lo pienses más. Aún te queda un largo camino de regreso.
En sentido contrario a los peregrinos.
Bueno, tú sabes bien que la procesión va por dentro.
Por cierto, ¿quién eres?
Soy el farero del fin del mundo. El que impedirá que te acerques al precipicio. Allí, en el cabo, las olas son inmensas y tienen mala baba.
El regreso a medio camino es, como poco, desconcertante. Nada te une a cada uno de los polos entre los que te mueves. Estás en tierra de nadie, sujeto a designios imposibles de predecir.
A veces nos preguntamos si es posible el regreso y, si lo es, si alguien se atreverá a contarlo. No se suele escribir sobre viajes truncados. Nos gustan las grandes gestas; las que aportan nuevos retos.
De cualquier forma, habría que preguntarle a Homero. Él sabía de viajes y, quizá, todavía nos tenga guardada una Penélope que nos espera.