No creo descabellado afirmar que cuando Juan Eduardo Zúñiga escribe sangra literatura. No es un caso único; si bien su particularidad es que esa sangre procede del mismo corazón y no de las múltiples venas que riegan su cuerpo de escritor sin máscaras. Es más, cuando habla, cuando de tanto en tanto escapa de su mundo interior, también sus palabras están empapadas de la sangre de la literatura, que no siempre causa pena, sino que tiene también un lugar para el alborozo.
Me dijeron muchas veces que, cuando paseaban Manuel Longares y nuestro autor por la Plaza Mayor, quizá esperando que el tercero en discordia, mi querido y admirado Luis Mateo Diez, saliera de la Casa de la Panadería, parecían personajes de otra época que quizá se habían adelantado a su tiempo un siglo entero. Su conversación, luego recordada, era elocuente, como no podía ser de otra forma; pero más elocuentes y seguidos eran sus silencios. Los paseantes no necesitan hablarse para llegar a la conclusión unánime de las cosas.
Conozco a Juan Eduardo Zúñiga y he escrito sobre sus libros (novelas, pero sobre todo relatos), por indicación de Luis Mateo, en Leer, cuando la revista sangraba también literatura y era referencia en el mundo de la cultura. Lo he visto muchas veces, siempre acompañado de su mujer, Felicidad Orquín, figura indispensable en el mundo editorial de los últimos años y, a estas alturas, puedo decir que, si su lectura me ha influido como pocas otras, su carácter, su manera de estar, su educación intemporal, su humildad y su esfuerzo para dejar de pensar e hilvanar las coordenadas de su mundo imaginario y volver a la realidad para hablar y dedicar una frase amable a su interlocutor; él, cuyo mundo imaginario fue configurado por la realidad más escabrosa. Siempre me ha sorprendido su cordialidad, casi inimaginable en un escritor grande y principal en la historia de la literatura del pasado siglo.
Muchos nos hemos preguntado por qué un escritor de su talla no ha tenido más repercusión en los lectores (los tiene sin duda y fieles) y me asusta pensar que es debido a que en el último tramo del siglo XX la literatura ha avanzado a marchas forzadas hacia la banalidad, le memoria se ha disfrazado de historia trucada, los géneros han perdido su naturalidad, las manifestaciones culturales apuntan más al mercado y al éxito que a inventar nuevas formas de expresión y la comunicación rápida y, en muchos casos, poco cuidada, ha sustituido al ingenio. Por suerte aún quedan escritores y artistas que se rebelan contra esa circunstancia, aunque resultan muy difícil no caer en la tentación de los nuevos tiempos; difícil y, a veces, imposible. Pero hay que aceptar que esos nuevos tiempos no son la mejor escena para un escritor como Juan Eduardo Zúñiga, cuyo prestigio de escritor auténtico supera cualquier obstáculo. Como él mismo ha dicho, la buena obra es la que queda y, no me cabe duda, su metáfora clara y hermosa, a pesar de la tragedia que esconde, de la sangre vertida, quedará y será entendida en su justa medida.
Estamos acostumbrados recibir noticias de muerte (hace poco murieron dos personajes también fundamentales para la cultura: el editor Claudio López Lamadrid y Juan Cueto) que dejan un vacío que con esfuerzo se habrá de llenar. Por eso nos llena de alegría que uno de esos personajes que te hablan desde el corazón llegue a esa edad maravillosa de los cien años y que se le reconozca, no por su edad, sino por su obra.
Juan Eduardo Zúñiga también ha buscado la felicidad a su manera y habló de ella: “La felicidad es un sentimiento muy subjetivo y que tiende, aun en momentos de gran fracaso vital, a transformarse en esperanza”. (Revista Turia). Desde Epicuro. Revista de los grandes placeres; le deseo Feliz Cumpleaños.