“Celebraremos la vida de nuevo y no sabemos cómo nos sentiremos al poder respirar, mojarnos de luz, olvidarnos del ruido de las sirenas”.
“Las tardes de abril luminoso invitan a vivir y no estar muriendo entre cuatro paredes”.
240320.- Las cifras de infectados y muertos suben y cada vez nos sentimos más encarcelados. La empresa que lleva el edificio nos manda otro correo avisándonos de que van a limpiar la moqueta y que si algún vecino está infectado lo deje saber al manager y deje en la puerta de su apartamento la basura que los encargados la desinfectarán y se harán cargo de ella. En «Nextdoor» agrupa a los que vivimos en esta área y aparecen mensajes de vecinos que están solos, que necesitan mascarillas, que alguien les vaya a la farmacia, que preguntan qué hacer para ir al hospital en caso de emergencia, qué hacer con bolsas de papel que tienen extras y cómo ayudar.
La vecina del tercero, Bárbara, te llama para decirte que te ha comprado unos tomates y que te los deja en la puerta. Tus amigas las cubanas te dicen que van a salir al patio de su casa a rezar el rosario, tu amigo que vive en Miami con tres chihuahuas te tiene en el teléfono casi una hora y te dice que tiene dolor de cabeza y te cuenta que una vez fue apuñalado y se salvó de milagro, mientras tanto, el cerezo iluminado de flores, llenando de luz la acera. Manhattan, a lo lejos, se alza encendida con este sol de media tarde y suenan las sirenas de las ambulancias como las cigarras en un día tórrido de verano. La fachada de ladrillos rojos siente las sombras de las ramas del árbol que tiene enfrente de ella y parece imposible que haya ya cerca de 25.000 infectados en Nueva York y el presidente insista en que esto pasará muy pronto.
Tenemos miedo a abrir la puerta a coger los tomates. Preferimos terminar de ver «La gazza ladra» que ofrece la RAI y que Rossini nos robe la preocupación por un rato.
250320.- Guardábamos en el congelador, como oro en paño, una selección de figuritas de mazapán para que una vez descongeladas vuelvas a recordar aquellos días felices de la infancia y que en tu mente se grabe el barrio y su gente, la confitería, la sonrisa de tu madre y de tus hermanos, los amigos que vinieron desde Toledo cargados con el regalo.
No son tiempos de gozo los que estamos ahora viviendo, cada mañana las cifras de infectados y muertos, tanto en España como en mi barrio de Brooklyn, van incrementándose de una manera alarmante, leemos de la necesidad de elegir, a la hora del tratamiento, entre jóvenes y viejos, de como un estadio es ahora un lugar donde acogen a los muertos, de la falta de material sanitario y de la falta de preparación de la clase política en ambos países.
A veces tiene uno tanto desasosiego que hasta la música y la pintura las encuentra un lujo que no puede apreciar. Ni la poesía, con la que algunos de los llamados poetas comercian en el mundo digital.
Nos dejan en la puerta los paquetes que hemos pedido a Amazon. Tú, antes de abrirlos, los bautizas con desinfectante y se llena la casa de un olor a hospital y asilo. Y así estamos: como dos sombras que caminan en una cárcel-asilo nos engañamos comiéndonos una figurita de mazapán que, por un momento, nos quita la pena y el agobio de vivir.
Salgo a la terraza y un viento cuaresmal, desabrido y áspero mueve las ramas del cerezo que se va quedando sin flores. Mientras tanto, una mujer estatua, vigilante de barrio, guardacantón del miedo, policía escolar vigila en silencio el paso del tiempo y nuestra mirada.
260320.- Al principio la epidemia era en China y muchos pensaron que estaba muy lejos. De China pasó a Europa y de Europa a América y ya está en Brooklyn. La empresa que lleva los negocios del edificio nos acaba de mandar un correo comunicándonos que un vecino infectado ha sido trasladado al hospital. Nos recuerdan ir en el ascensor en solitario o usar las escaleras, avisar a los porteros o al encargado si necesitamos ayuda y nos repiten que los pomos de las puertas, las alfombras de los pasillos, etc. son desinfectados a menudo. Ya tenemos el enemigo en casa. Nos comunicamos con el mundo por medio de Amazon y de una vecina que nos compra algunas cosas, con la familia y amigos por medio de llamadas telefónicas que se han triplicado, tenemos el internet encendido todo el día y usamos Skype para ver y oír a distancia.
Nos sentimos prisioneros y vigilados y uno recuerda en estos días, de una manera especial, el terror de la guerra del 36 que mi madre tantas veces nos contó. Cómo un día un grupo de milicianos llamó a la puerta donde vivían sus padres y hermano y se llevaron a los dos al Paseo del Tránsito y los fusilaron. El miedo de mi madre, entonces una joven de 17 años, después del asesinato de los dos hombres; el terror de salir a la calle a comprar o a pedir un salvoconducto para irse a Retamoso, de donde mis abuelos eran oriundos. No sé si es el mismo miedo que siento yo al ir al supermercado y saber que el enemigo me puede llevar a otro paseo y darme el tiro de gracia. Uno entiende mejor ahora todo lo que mi madre nos contaba. Es otro tipo de guerra, pero es tiempo de guerra.
270320.- Vienen los dos del parque, sudorosos y llenos de vida, después de haber gozado uno de estos gloriosos días de marzo. Cruzan el paso de cebra que tiene un límite de velocidad de 20 kilómetros por hora para los automóviles ya que es zona escolar. Uno de ellos en camiseta, enseñando parte del torso desnudo, se tapa el rostro con una mascarilla. A esa edad no tienen límite de velocidad, no les asustan la muerte, los consejos o lo prohibido. Se aman y caminan juntos, pueden rozarse los brazos, atravesar el camino minado y salir indemnes, desafiar al enemigo, saber dónde está la trinchera para pasar su noche más feliz.
Los amantes, como los cerezos en flor, en tiempo de guerra, dan vida a la muerte y alimentan la metralla del amor.
Vuelven del parque bautizados de luz y se saben absueltos. No saben que algún día les llegará la sombra y tendrán frío y el cerezo habrá perdido todas sus flores.
310320.- A principios de marzo renovaron la suscripción del Botánico: volverían como cada año a sentir la luminosidad de los cerezos; pensaron en dar una fiesta para invitar a los vecinos que el invierno alejó; uno de ellos comenzó a seleccionar cincuenta poemas para celebrar tiempo y amor, a maquetar uno de los «Cuadernos de Humo» y a anotar el paso del tiempo en otro tipo de cuaderno; se pusieron en contacto con una agencia para comprar en Toledo un lugar para sus cenizas; pensaban que en abril volverían al parque, que en mayo quitarían las fundas a las sillas de la terraza que limpiarían, que celebrarían el cumpleaños de uno de ellos, que irían hasta Manhattan a sentir el ruido de la vida, que vivirían intensamente una de sus últimas primaveras y que en junio irían a Portugal a una boda.
Marzo cambió de intensidad el aire, puso distancias, encerró a los viejos, y dio libertad a los pájaros. El Botánico enclaustró el aroma de las lilas, encarceló el ímpetu de las primeras rosas, el gozo de los tulipanes felices y dejó a los célebres cerezos en flor abiertos pero solitarios; los abrazos se prohibieron, la poesía era una tabla de salvación, la muerte más cercana, el amor razón de vida, la rosa con la espina del perfume apagado, las sillas ahogadas del óxido de enero, la terraza un campo de batalla, trenes casi vacíos contagiados de espesa lentitud, la primavera un caballo de Troya, los días como armaduras en el cuartel del susto, la casa, en otro tiempo cuna para el deseo, es ahora un espacio donde crecen la maleza y ortigas traicioneras, insegura trinchera por la que dos ancianos cuentan pasos y vigilan cómo la despensa se va quedando cada vez más vacía.
Saben que han perdido marzo, que van a perder abril, perderán mayo y que junio no será jamás junio, y el verano ya no será el verano que ellos habían soñado y que tanto necesitaban. Con el enemigo a la puerta uno de ellos abandona su rostro y su mirada a la aspereza del olvido, abren la última botella de vino que guardaban para un siete de julio y, pensando que mañana sea demasiado tarde, brindan por la vida.
160420.- Cuando se publique este Diario, si no hemos sido alcanzados por la metralla del enemigo, habremos superado este tiempo de guerra y habremos reconstruido nuestra vida, que, como el paisaje, ha quedado en ruinas. Hay escombros en las miradas, bombas escondidas en nuestros corazones, una sentencia de muerte sin firmar, las paredes de los labios inseguras y en nuestras manos un olor a metralla.
Volveremos a pasar por la escuela de ladrillos rojos, a escuchar los gritos de los niños saliendo de clase, a acariciar a Sunday, el perro del vecino, llegar hasta el parque, pisar la sombra del camino de verano y ver, en un zigzag nervioso, a alguna ardilla.
Celebraremos la vida de nuevo y no sabemos cómo nos sentiremos al poder respirar, mojarnos de luz, olvidarnos del ruido de las sirenas de la policía y de las ambulancias, de la distancia, de la soledad de estas tardes de abril luminoso que invitan a vivir y no a estar muriendo entre cuatro paredes.
Dos sombras que conmemoran el pasado, sus muertos y aquel verano del 71. Dos sombras que se cobijan y se abrazan cada mañana al saberse iluminados de vida, que guardan silencio al escuchar las cifras que cada día cercan sus movimientos, que recuerdan, al ver cercanos una ópera en pantalla, las memorables jornadas en las que casi por 40 años fueron fervientes admiradores y seguidores de la vida musical de Nueva York. Dos sombras que se sienten arropados por la poesía y la novela, por cartones llenos de peces, pájaros, colores, rostros deformes y ciudades que se hunden.
Y cuando llega la noche, en la ventana, se encienden dos velas que les recuerdan otras muchas vidas que se fueron. Velas que la luz del nuevo día apaga.