
Editorial La isla de Siltolá. Precio: 12 €.
Las cosas en su sitio es un libro que llega con el aval del IV Premio de poesía joven Antonio Colinas.
Le ha otorgado el galardón un jurado en el que aparecen escritores no solo respetables sino hasta admirados, aunque eso no significa nada, porque eligen entre lo que se presenta. Bueno, como se trata de poesía joven, no abrirás el volumen haciéndote muchas ilusiones ni albergando demasiadas expectativas, por si acaso, que últimamente… quizá es que ya vas teniendo unos años.
Lees en la solapa datos sobre el autor: Daniel Fernández Rodríguez (dos apellidos comunes), Barcelona (catalanes no parecen), 1988 (joven es, pero no tanto: treintagenario). Doctor en Filología Española y licenciado en Filología Catalana, investigador del Siglo de Oro en la universidad valenciana con una beca Juan de la Cierva. Bueno, ya está uno hecho a la idea de que la mayoría de los poetas sean filólogos; los poetas profesores de la Generación del 27 lo pusieron de moda. Este Daniel paratextual parece un cerebrito, sí, espera, que en la foto que trae el poemario a vuelta de hoja salta la primera alarma: con este tipo podrías ir a tomar unas copas y eludir temas literarios durante toda la noche; fijo, no tiene aspecto de empollón. Vuelves a pasar página. Dos citas encabezan la procesión. Kafka y David Fernández Villarroel: «Las cuatro estaciones del año son tres: tristeza y desengaño». Te suena mucho este Fernández Villarroel, pero a bote pronto no lo ubicas. A ver el primer poema. Caray. «Querido compañero» es un diálogo con Jaime Gil de Biedma y una vuelta de tuerca a una de sus composiciones más conocidas, una auténtica exhibición de fuerza apenas empañada por la cacofonía de algunas rimas internas que podrían haberse evitado. Esto va bien. Adelante.
Avanzas por los textos de un poemario reposado y reflexivo, otoñal y nostálgico en ocasiones, que tiene interiorizadas las enseñanzas coloquiales de maestros como Ángel González, Víctor Botas y Miguel d´Ors. Este no es un libro de esos que parecen un propósito de año nuevo. Hay bastantes composiciones amorosas, pero sin sentimientos peraltados ni efectismos de baratillo, sin sobreactuación preadolescente, concebidas con herramientas poéticas. Como diría el amigo Arturo Tendero, se nota que ha leído poesía antes de ponerse a escribirla. De repente, llegas a un poema que vuelve los ojos hacia el oro de la infancia, tratando de rescatar algunas pepitas con el cedazo de la memoria. «Bruscamente apareces tras el verde; / algo torpe, quizá —disculpa—, y tímida, / como este que de nuevo viene a verte. / Yo sé que estás ahí, tras esos montes, /y sé tus ocho letras, y los rostros / de todos los que atizan, barren, siembran / tus lumbres y tus casas y tus huertos». Se titula «Tejerina» y no es casualidad: el pueblo vuelve a aparecer en «Verano del 94»: «Que otros ansíen libertad, / tiempo infinito o ser felices. / Vuelva a mí el gozo de creer / que nadie en Tejerina / conocía el moral de Los Hortales». Ahora lo ves claro. Ahí está un pueblo de la montaña leonesa y la conexión con esa cita elegíaca del principio que ya se va viendo que se ajusta como un guante al tono del poemario: David Fernández Villarroel, autor de una magnífica novela titulada Ver nevar que conoces, nacido en Tejerina, con el mismo apellido del joven poeta, catedrático en Barcelona desde hace mucho tiempo… Cuadra todo. De casta le viene al galgo.
Sintiéndote un pequeño Sherlock Holmes, terminas la lectura satisfecho. No tanto de la pesquisa como del hallazgo de un nuevo poeta claro y preciso, de variados registros, lírico y cotidiano. Relees dejándote guiar por el azar: «Llueve el asfalto de la noche / sobre la luna rota de los charcos. / Los días que se quejan / y no vuelven». En un pequeño poema cualquiera del libro —tienden a la brevedad las composiciones contenidas en Las cosas en su sitio—, podemos encontrar algunas de las características de la poesía que durante los últimos años acaso ha sido dominante en el gusto de los lectores: comunicabilidad, paisaje urbano —ya hemos visto que no solo—, intimismo. La aparente sencillez de la fórmula ha dado pie a mucha mixtificación, verborrea preadolescente y superventas entre los paralectores que están creando las grandes editoriales a partir de su descubrimiento de la poesía como género y negocio. Pero no ocurre así aquí. Las cosas en su sitio es un libro notable, sorprendente para ser una opera prima. Resulta que ya lo decía —mecagüen— Luis Alberto de Cuenca en la contracubierta: «La poesía de Daniel es clara, sensible, comunicativa, directa, musicalmente sabia y emotiva, sin recovecos de reflexión barata, inteligente, cultivada, ligera, confidencial con el lector al tiempo que secreta. Versos como los de Daniel no se encuentran todos los días por la calle. Son versos de domingo luminoso, sin lunes a la vista, con aires de niñez eterna».
Abril
Que me digas que no, que otro paseo,
que dos minutos más, que tres, que cinco;
que todo está así bien entre nosotros.
Las ganas de besarnos y decirnos
que no será esta vez, que nos veremos
aquí, o allá, con otras cicatrices.
Que ya me voy, María. Que me escribas
el beso que golpea las paredes.
Seremos fuertes
Yo te preguntaré —como en aquel
abril ahora lejano— si lo tomas
solo o con leche.
Tú
me pedirás el bote del azúcar,
pero sabrás que sigue en el segundo
cajón a la derecha.
Y qué pelo tan largo,
y mira quién fue a hablar.
Seremos fuertes cuando nos veamos.
Martes
… O tal vez, por qué no, pasarte
el martes por la tarde entretenido
puliendo el bronce añejo de un recuerdo,
con la dedicación secreta que los niños
emplean en las cosas poco antes de cederlas
a esa curiosa forma del olvido
que luego, de mayores, pintan
y colorean de nostalgia
y tratan de encerrar en unos versos.
Daniel Fernández Rodríguez