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FARINÁCEO Y LA VIDA LENTA El medallón del último Virrey de Nápoles

Mª Ángeles Basanta Fernández

Mª Ángeles Basanta Fernández

“Y ésta es la historia, amigo Farináceo, la Historia con mayúsculas, que nadie excepto nosotros conocemos.”

“Puede usted, viniendo de otro siglo, con sus artes, cuando quiera, constatarlo.”

Cuando después de muchos años de estar encerrado en mi habitación decidí por fin salir y recuperar mi forma humana, lo primero que hube de hacer para no asustar a mis congéneres (es un decir), fue recuperar mis carnes, pues sólo pellejo tenía, y a medida que mi cuerpo se iba hinchando me parecía que también mis ilusiones volvían a inflarse.  Limpié el polvo de mi habitáculo, coloqué las pilas de papeles, abrí las ventanas; para lo cual previamente me había colocado una gafas horribles de sol, pasadas de moda, olvidando que vivía en Provincia Interior, donde el sol luce dos meses al año y las catacumbas están llenas. A pesar de ello decidí no ceder al desaliento; encargué ropas con las que cubrir mis cueros, siguiendo la temporada; corté el cabello que llegaba hasta mis escuálidas rodillas, y ya puesto en restauraciones elegí un estilo juvenil, según dijo el peluquero; un tipo extraño aquel peluquero, pensaba que vivía en el mundo sólo porque asomaba la cabeza, levantando levemente la tapa del féretro para echar un vistazo a un mundo inventado a través de una pantallita, pero manteniendo el resto del cuerpo bien adentro.

Así pues, siguiendo los consejos estéticos de aquel tipo, me dejé cortar el pelo, separado en el medio cayéndome sobre la cara a modo de doble vertiente de tejado. De tal guisa me decidí a salir a la calle. Varios siglos sin salir, cuáles no serían los cambios, ya nada reconocería, nada sería igual

Para que mi integración fuera íntegra decidí trabajar de nuevo en mi antigua profesión. Para ello hube de poner un cartel a la entrada de mi casa y pagar unas cuotas al gremio, lo que en ningún caso les pareció extraño; al contrario, les suscitaba una mezcla de hilaridad y admiración, especialmente a mis colegas. –Ya nadie habla bien, amigo Farináceo-, me decían los más viejos. Escribía largos artículos en revistas especializadas, para regocijo de colegas y jueces, pues he de decir que mi profesión era la de letrado; en dichos artículos exponía mi estupefacción ante el hecho de que hubieran desaparecido las penas de galeras, puesto que en alta mar y no en prisión es donde pueden enderezarse y forjarse de nuevo los espíritus torcidos. También clamaba por el restablecimiento de la Inquisición, y no porque viera la moral más relajada que en mi siglo, sino porque veía al clero un tanto despistado, y volver a la esencia siempre ayuda.

Mi fama creció al punto de considerarme el personaje más culto, irónico y mal intencionado de Ciudad Interior, cosa que yo en mis escasas luces podía comprender. Nadie creía que fuera personaje de otro siglo, lo que tampoco me sorprendió, pues pude conocer gentes muy parecidas a las que había tratado en el siglo que me había visto nacer, y así aunque pude ver damas dedicadas a menesteres antes varoniles, no acababa de ver, pobre mente de otro siglo, en dónde se situaba el cambio. Pude también ver otras maravillas de este siglo, y ninguna me pareció especialmente útil, salvo algún ungüento o pócima para mermar dolores.

Un buen día apareció por mi habitáculo un hombre alto, robusto, de ojos claros y mirada profunda e inquietante. Era reconfortante conversar con alguien que no fuera de leyes, plazos y juicios. Así que mientras  tomábamos  una taza de café comenzó su relato.

–Si pincha usted aquí -me dijo, después de presentarse y charlar un buen rato, mirando fijamente  la pantalla de su ordenador-, puede ver información sobre Pedro Álvarez de Toledo y Zúñiga;  si pincha allí, aparece el medallón del segundo cuarto del siglo XVI, en el que vemos el retrato del busto de perfil hacia la derecha de Pedro de Toledo, y en el reverso, el Virrey personificando la justicia, como indica la espada alzada en su mano derecha.

Y prosiguió:

-Pues bien, el medallón, de gran valor histórico, que habíamos visto mi madre y yo mismo en la casa familiar de la Villa Franca donde pasábamos  los veranos, desapareció al morir el primo Beltrán, como por ensalmo. Y con él miles de monedas antiguas, que también volaron. Que yo, Álvaro de Melquiades, le cuento lo sucedido y es real, me crea o no, y así lo constato. Si el medallón fue legado por Pablo Posch y Barrau en 1916, coleccionista de monedas antiguas y director del Museo del Prado en esa época, y yo nací en 1934: ¿qué medallón, si no es ese, y era de Pedro de Toledo, desapareció de la casa familiar?

-Prosiga, prosiga… −Le animé admirado ante aquel milagro de artilugio y  lo que me estaba contando.

Otro milagro, pensé. Y me vino a la memoria el nombre de Saavedra, letrado como yo, vecino de mi siglo, al que, después de muerto y enterrado, lo había encontrado la criada en su despacho. Al darse la vuelta había visto aterrada que el cuerpo de Saavedra estaba hueco.

¿No será −me dije− que este prodigio de aparato por delante tenga forma y por detrás le pase como al bueno de Saavedra…? Con disimulo constaté que se trataba de una pieza sólida y su supuesta oquedad, de ser, estaría en otro lado. Pero dejemos mis delirios para otra ocasión, ya que mis conexiones se están reajustando.

-¿Cómo no voy a creerle -repuse-, si nací hace siglos, y aquí sigo, ejerciendo de letrado…? −Curiosamente, Álvaro también me creyó, sin sustos ni sobresaltos. Y me quedé largo tiempo pensando…

Durante mi paseo, con un huevo de Nuremberg en el bolsillo, que así se llamaban a los relojes del siglo XVI, por su figura y sitio donde se fabricaban, iba observando los rostros y modales de los caminantes. Casi todos con la mirada pegada a una pantallita minúscula. Pocos caminaban despacio. Así pude ver a dos damas que iban conversando; la de la izquierda, de hombros caídos, como una viola da gamba; la de la derecha, de hombros altos, como un chelo de antaño. No atendí a la conversación sino al sonido de su voz, que Carmen, de nombre, le puse a la viola, y Sofía, al chelo, por la forma de C o S de sus oídos instrumentales. El alma unía las dos partes de sus cuerpos y hacía que sonasen sus voces amplias y armónicas.

Comprobé que eran francesas, por sus cabezas, ya que las cabezas geométricas son italianas. También me encontré con la cabeza de un león de Judea, que hablaba para sus adentros, grave. Se alejaron poco a poco a sus asuntos, y yo volví a los míos, pensando.

Un tanto ensimismado fui llegando hasta el Rastro. En mi siglo al Rastro acudían cazadores de gangas, aficionados a las artes nobles o villanas, ex-presidiarios, tenderos e inocentes que se hacían la ilusión de comprar barato lo nuevo. Me contaba un soldado viejo que en él se había visto vender la placa de Carlos III en brillantes; la bandera de un Regimiento; las libreas de Amadeo de Saboya; miles de fusiles y no sé cuántas rarezas más. La calidad de los paños era bien distinta a la que había conocido en mi siglo, los aromas, pero las gentes llegaban como entonces atraídas por los ropajes de temporada. Había tal bullicio y griterío que me decidí a marchar, pensando en la conversación con Álvaro, en que tenía que contarme más, tal y como me había dicho antes de despedirse.

Al día siguiente mi amigo volvió a aparecer por mi habitáculo vestido con traje y sombrero. De pronto, sin saber cómo ni por qué había regresado la moda de los años cincuenta del pasado siglo veinte. Antes de continuar su relato le comenté algunos de los pensamientos que había tenido durante mi largo paseo por la ciudad: que el medallón podía haber acabado en el Rastro, en una colección particular bien custodiada, en algún otro museo o que se trataba de una falsificación; pero este pensamiento lo borré, pues, aunque histórico, como todo lo que él me había contado, no valía para su relato, puesto que además Pedro de Toledo, gran personaje renacentista, de importancia capital en la Historia de España, ha sido estudiado minuciosamente a lo largo del tiempo, él, sus casamientos, su vida y objetos personales. Además de su seriedad; ello supondría que los dos medallones son falsos o que uno de los dos lo es. Y ambos son auténticos. Porque…

−¿Son dos los medallones…?

−Exacto.

−Al morir mi primo Beltrán, sin padres -habían fallecido- ni descendencia, se pusieron en contacto con nosotros por razones de la herencia. Mi madre, heredera directa, también había fallecido. Así que tuve que desplazarme a la Villa, sin ganas y muy triste, no se crea, aunque algo aliviado, por qué no decirlo, por la parte que me tocaba.

El medallón que en tantas ocasiones habíamos visto, había pasado a manos de Beltrán, así que aquel caserón se presentaba como una gran caja de sorpresas, tanto para la familia como para los lugareños. En esos días, y viviendo en otra ciudad, me llamaron varias veces para comunicarme que habían entrado a robar y se lo habían llevado todo: el medallón, las joyas, monedas antiguas, objetos personales, todo. Dos medallones auténticos, sí, son dos, uno, que usaba Pedro de Toledo para los actos oficiales, el que se encuentra en el Museo del Prado, y el otro, que se esfumó, el de su casamiento con la Marquesa de Villafranca. Y esta es la historia, mi querido amigo Farináceo, la Historia real con mayúsculas, que nadie excepto nosotros conocemos.

Y puesto que los demonios vuelan ha llegado el momento de acabar este relato, que en estas tierras siempre ha habido milagros, apariciones de muertos y seres extraños. Puede usted, viniendo de otro siglo, con sus artes, cuando quiera, constatarlo.

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