¿Hay todavía en nosotros
una espiga de trigo?
Pedro Casariego Córdoba
Esther Cabrales sigue las sendas del autoconocimiento y pretende responder en sus palabras limpias unas pocas preguntas esenciales: quién es, qué quiere, hacia dónde.
El animal de estos poemas sueña y escribe y lee y espera y ama y camina.
Conocí a Esther Cabrales una de esas tardes en que el verano nos recuerda que está ahí para quedarse. Hablamos de sus acuarelas, de sus heterónimos, de la literatura, de Nick Cave, de Ida Vitale y Anne Carson, de Pedro Casariego Córdoba. A lo largo de estos últimos años, con una entrega muy despierta, la he visto y la he leído en sus dibujos y en sus libros, Erosión (2017) y Cuerpos (2019), ambos publicados por Renacimiento. Me pareció desde el principio una voz viva con una intuición rabiosa e iluminada de la intimidad. Nada de eso ha cambiado.
Esta mañana unos versos suyos («El mundo / no es sólo un mundo. / El mundo / es un mundo dentro de otro mundo / que llevo en mi boca») me han recordado a Stephen Spender: World within a World. Es hermosa la imagen. Círculos que se entrecruzan y se incluyen, que se acogen y se reflejan y se proyectan, el lenguaje y la realidad, las palabras y la vida. Una continuidad imparable, se podría decir, y la conciencia de que el mundo es mucho más nuestro cuando lo decimos. ¿Es esta la antigua batalla de Juan Ramón cuando pide a la inteligencia el nombre exacto de las cosas? Un poeta tiene ante sí una empresa fabulosa: crear de nuevo el mundo al decirlo, regresar al tiempo en que palabras y cosas eran lo mismo, cuando todo era tan reciente que la realidad no tenía ni siquiera nombre.
Inaugurar como un animal de deseo y lenguaje el mundo es lo que hace en este nuevo libro Esther Cabrales. Decirlo con su boca. Y no es en vano que encabece este Animal una cita de Juan Bonilla para lamentar que la palabra lluvia ya no suscite la lluvia, que el fuego de la palabra fuego no queme. Elegía de un paraíso perdido. La hermosa y viva cuestión que Platón se cuestionaba en el Crátilo: la intimidad entre palabra y cosa. La vieja nostalgia de un lenguaje adánico en que las palabras fueran el fuego y la lluvia. Que fueran magia y conocimiento y amor. Que las palabras fueran mito. Que nos protegieran.

Torremozas. Precio:11 €.
La búsqueda del lenguaje que pudiera decirlo todo, ser todo, es una de las aspiraciones de este poemario. En su voz existe el deseo de ser comprendida, escuchada: «Para comprender mi tristeza / habría que quemar, al menos, un bosque. / Devastarlo». En cada poema se busca la música original que nos permite decir, en toda su verdad inmediata, quiénes somos, y la contradicción en la que nos reconocemos, la pulsión entre el erotismo y el caos, y la pureza de un poema que a veces parece construido sobre los fragmentos que quedan del día a día. Se diría que este es un poemario fundado sobre la nostalgia de aquella ancient heavenly conection que Alain Ginsberg cantaba en Howl, de aquella superrealidad, la alta vida, que solo se podría restituir desde la palabra. «Qué acto puro / podría surgir de la destrucción / más que la poesía», se pregunta.
Esther Cabrales sigue las sendas del autoconocimiento y pretende responder en sus palabras limpias unas pocas preguntas esenciales: quién es, qué quiere, hacia dónde. Y parece necesitar que el poema, la emoción, el cuerpo sigan siendo la respuesta transparente y el lugar donde no caben los sueños dislocados, ni la erosión, ni la desaparición. El poema es la chaqueta de punto inglés del padre, que se conserva para que nunca se vaya del todo lo que hemos querido. También es un poema el cuerpo que nos salva en su sensualidad de las fracturas cotidianas. También las cuerdas invisibles que nos unen de ventana a ventana, las líquidas conexiones con el otro. También los libros que viajan con nosotros, en nosotros, desde su más pura inocencia, con todo su placer y su peligro: «Viajo con los libros a cuestas. / Donde quiera que vaya / me acompañan / páginas y más páginas. / Cojo trenes, taxis y leo».
El animal de estos poemas sueña y escribe y lee y espera y ama y camina. Conoce la impaciencia: «Para qué / seguir esforzándonos. / Para qué / amar tanto». Conoce las rutas entre los trozos de algo y el dolor: «Ardua tarea la de caminar / entre tanto cuerpo / por los suelos, / tanta pierna, tanto brazo / dislocado». Y lo intenta decir todo en un lenguaje directo, explosivo, que se plaga de mínimas rupturas, de enumeraciones y frases entrecortadas. «Habita allí dentro / una hermosísima tempestad / agitando cuanto puede, / saliendo por los orificios nasales, / por los oídos, por la boca». El poema tiene la extensión de esa tormenta interior, el ritmo de la respiración que no se contiene. Tomar aire para decir en un impulso único el desasosiego o la hermosura. Hay a veces un lenguaje que se da al aire como un balbuceo, como un grito, como una exhalación, como algo que no se puede retener dentro. Decir la necesidad de la emoción. Mirar fijamente «la luz cegadora / que proyectan los sueños imposibles».
De regreso a casa, al lenguaje, somos en estos poemas, como ella, «un bosque impenetrable» y una niña perdida. Y, sin embargo, en nosotros sigue bailando esa espiga de trigo de Pe Cas Cor. La naturaleza, la atracción, la boca desde la que decimos nos construyen, están vivas en nosotros. Con Esther somos animales sedientos de amor. Somos el animal más hermoso, el que cree más que nunca en las palabras.
La chaqueta
Cuando se marchan los vivos
se quedan con nosotros
para siempre
los muertos.
Por eso aún conservo
la chaqueta de punto inglés
de mi padre,
siempre a la espera,
en el barreño azul,
en la terraza de la cocina,
como si fuera a necesitarla
mañana,
mullida y limpia,
con olor a lavanda.
Acantilado
Todo acto de construcción es un acto de destrucción.
Pablo Picasso
It is poetry.
Robert Rauschenberg
Ves que nada marcha,
que nada tira hacia adelante,
que la piedra
a la que debes dar forma
es un pequeño pedazo de acantilado
difícil de manejar
que pide a gritos
alimento,
tu cuerpo, por ejemplo,
precipitándose al abismo,
cayendo
irremisiblemente
a la soledad del párpado,
del labio rendido.
Que destruir para crear
no es tan sencillo
como pensabas.
Que la piedra es díscola
y se resiste con arcano orgullo
musita
palabras incomprensibles
de colinas y montañas,
carcajea y se mofa,
pero continúas intentándolo
heroicamente,
un día y otro más,
cincel en mano,
destruyes
desolando
como el joven Rauschenberg,
para crear
el qué
qué cosa
qué acto puro
podría surgir de la destrucción
más que poesía.
Un piano
El mundo
no es sólo un mundo.
El mundo
es un mundo dentro de otro mundo
que llevo en mi boca.
En él, un niño
dibuja un piano.
No tiene teclas,
pero la música se eleva
por encima de los árboles,
por encima de las nubes,
por encima de cualquier dios.
Cierro la boca.
El niño se duerme.
Cesa la música.
Quemar un bosque
Para comprender mi tristeza
habría que quemar, al menos, un bosque.
Devastarlo.
Dejarlo sin verdes, sin ocres, sin vida.
Arruinarlo a conciencia.
Destruir árboles centenarios, arrasar
sin remordimientos.
A los cantores petirrojos
hacerlos volar
erráticos y, después,
contemplar el desastre,
largamente,
con ojos limpios,
contemplarlo sabiendo
que tarde o temprano
brotará de la nada, la rama;
del silencio, el canto;
aunque pasarán años,
lustros,
décadas,
tal vez, siglos,
para cuando el bosque
vuelva a ser bosque
pero, al fin, bosque.
Pura inocencia
Whenever I visit mother
I feel I am turning into Emily Bronte.
Anne Carson
Viajo con los libros a cuestas.
Donde quiera que vaya
me acompañan
páginas y más páginas.
Cojo trenes, taxis y leo.
En ellos me encuentro
a la gran Matute,
una tímida Laforet.
Leo a McCullers, extraña criatura,
los cuentos de la sureña O’Connor,
a la Bronte, lo que sea
que caiga en mis manos,
puras de pura inocencia.
Aunque, a veces, no es posible.
No es posible.
Leer
no es posible
pues una oscuridad
me lleva
a una oscuridad aún mayor.
Pero, entonces, me gusta tenerlos
abiertos mientras miro por la ventana
la velocidad del árbol, la gota
precipitada en el cristal,
y me siento segura
con ellos sobre mi regazo,
como si el libro fuera
la mano paciente de una madre
que acaricia
la cabeza de su hijo dormido,
un corazón desnudo
latiendo y sangrando,
¡vivo!
el cielo y la tierra
y el corto espacio que los separa.
Esther Cabrales