El nombre turco de İstanbul proviene de las palabras griegas eis tin poli (pronunciado is tin poli), que significa ‘en la ciudad’.
El hotelito está céntrico y en una calle empedrada y tranquila. La ventana de la habitación da a un patio interior donde unas lápidas cubiertas de musgo y unos aparatos de aire acondicionado comparten el espacio de un cementerio abandonado.
Anochece en el puente “Galata”. En un puesto callejero se forma una fila de hombres y mujeres que compran comida y un zumo porque se disponen a romper el ayuno del día. Es Ramadán y la calle a esta hora se llena de gente; hay bullicio pero a la vez todo resulta familiar y sereno. Los barcos entran y salen del muelle de “Eminönü”.
El humo negrísimo que sale de sus chimeneas no empaña la belleza del conjunto, que se disfruta con todos los sentidos: los olores mezclados del maíz asado y la sal; la amalgama de sonidos que forman las sirenas de barco, las voces en diferentes lenguas, los coches y la llamada del muecín a la oración; el bocadillo de pescado que se saborea en uno de esos galeones – restaurante de proa dorada e iluminados como una atracción de feria de pueblo; la sensación de estar tocando tu lugar en el mundo. Cae el sol, rojo y enorme, detrás de los minaretes de las mezquitas Nueva y Suleyman.
Cada tarde la antigua sala de espera de la estación “Sirceki” se convierte en un escenario donde un pequeño grupo de músicos, un par de ellos casi ancianos, tocan instrumentos de nombre misterioso y apariencia exótica. Un concierto que resulta ser el preámbulo del espectáculo de danza de los derviches. Monjes giróvagos que, en una secuencia aparentemente fijada, dibujan olas y abanicos con sus faldas inmaculadamente blancas y primorosamente almidonadas mientras la voz de uno de los músicos resuena de fondo en un canto hipnótico. Danzantes de ojos cerrados que recogen, elevan y abren sus brazos en un ballet embriagador y adictivo.
Para regresar al mundo real , un té con dulces cerca de la estación, en “Hafiz Mustafa”, una cafetería elegante con terraza y vistas al ambiente callejero y a la coreografía que ejecutan ahora los carros, motos y gente cruzándose en aceras y calzadas de una ciudad tan espiritual como mundana.
Partiendo de “Eminönü”, un barco atraviesa esa masa de agua donde confluyen el mar de Mármara, el Cuerno de Oro y el estrecho del Bósforo. En diez minutos llega a Asia. “Kadiköy”. El cementerio de “Karakameth” invita al paseo a la sombra, entre tumbas antiguas y modernas y una vegetación que invade poco a poco los pasajes por donde casi nadie se aventura. A la salida, un pequeño edificio alberga el mausoleo de un sultán.
Hay muchos de estos repartidos por Estambul; sorprendentes lugares convertidos en santuarios donde los lugareños acuden a rezar con gran fervor. Una anciana ora de pie, otra da vueltas alrededor del féretro de rodillas y de espaldas al mismo, otra ofrece a la entrada un puñado de garbanzos y pasas cuyo fin el visitante no logra averiguar, aunque acepta el regalo con una sonrisa.
“Üsküdar” está un poco más al norte, ya en pleno Bósforo. Un barrio muy ajetreado, con denso tráfico y mucha gente. Atravesando el mercado del pescado, en una de sus calles principales, un ascensor escondido sube a la azotea del “Cafe Trend”, con magníficas vistas al mar y a la mezquita.
Es un lugar estupendo para tomar un refresco y esperar la hora de la puesta de sol. Bordeando el canal se encuentran las gradas de hormigón cubiertas de alfombras y cojines, preparadas para que locales y turistas disfruten de un atardecer de película. Chillan y pescan las gaviotas.
El sol baja poco a poco, se esconde en la orilla de enfrente, en la Europa a la que regresa el barco. Ya la ciudad está iluminada, el puente del Bósforo brilla y la luna llena espera en Eminönü. El kebap Tarihi S Urfa, un local pequeñito y escondido: un horno, unas pocas mesas en la calle y un servicio exquisito, es una opción perfecta para la cena. Como contraste, cerca de la estación Sirceki , té y pastas en la confitería “Osmanlizadeler”, diseño y modernidad se dan la mano con la tradición.
El barrio de Pera, a los pies de la torre Galata, ofrece el privilegio de descubrir sus edificios del XIX y sus pasajes de estilo parisino. Para sentirse único y aristocrático hay que atreverse a cruzar la puerta del Hotel Pera Palace; allí se siente el espíritu de Agata Christie, descansando en uno de los salones majestuosamente decorados, escuchando el piano o tomando el té entre terciopelos granates y destellos de gigantescas lámparas.
El teleférico de “Eyüp” es sinónimo de perspectiva sobre las tumbas del cementerio del mismo nombre y sobre el Cuerno de Oro.
En un minuto llega a la explanada del café “Pierre Loti”, con sus mesas de manteles de cuadros asomadas a la colina. La bajada a pie por el caminito adoquinado que sortea gatos y sepulturas lleva al recinto de la tumba del abanderado del profeta Mahoma, “Eyüp Al-Ansari”. Es uno de los lugares más sagrados de Estambul.
Los domingos, las familias acuden con sus hijos varones, ataviados con capas de armiño y coronas, cual pequeños zares rusos, para celebrar la ceremonia previa a la circuncisión. Se respira la fe y el recogimiento, se palpa la concentración absoluta al leer sus oraciones y rezar sus plegarias ante el santo.
El descenso sigue por Balat y Fener, barrios muy deteriorados pero con marcadas personalidades. El primero, el lugar donde los griegos estaban radicados en Estambul; el segundo, donde se asentaron los judíos que llegaron de España en el siglo XV. Se conservan algunas casas coloridas, han colocado “alfombras de guijarros” en algunas calles, ahí sigue la impresionante Iglesia del Patriarcado Ortodoxo, inmensa y de ladrillo rojo.
Pero predominan las casas en ruinas, desechos y basuras en los rincones, niños jugando en las aceras, mercados callejeros ofreciendo espectaculares frutas y verduras. Cestas y bandejas de huevos, ropa tendida en las fachadas o cruzando la calle de lado a lado y alguna mezquita salpicada completan el cuadro.
Un Estambul en cada orilla, en cada colina.
Un Estambul que habitan por igual vivos y muertos.
Un Estambul alejado del Palacio “Topkapi”, apartado de Santa Sofía y la Mezquita Azul y fuera del Gran Bazar.
Un Estambul para perderse.
Un Estambul para no perdérselo.