El caballo, tal y como hoy le conocemos, no se parece a como era su antepasado primitivo.
Hace más de 55 millones de años, podemos encontrar restos fósiles de la familia de los équidos en el lugar que antes constituía la gran selva subtropical de Norteamérica.
Se conoce al llamado Hyracoterium (o Eohippus), del Eoceno, como el primer antepasado del caballo actual. En aquella época, su dieta, principalmente blanda, incluía frutas y hojas caídas a las que podía acceder por su altura, así como por el tamaño de unos dientes aún no desarrollados para otros alimentos.
Este mamífero herbívoro, caracterizado por un tamaño similar al de un gato o perro pequeño, es decir, de apenas unos 40 cm de alzada, era solitario, es decir, no vivía en manadas, y estaba preparado para huir a la menor señal de peligro sobre sus cuatro dedos delanteros, pues sus cortas patas aún no tenían cascos adaptados para correr a mayor velocidad en el menor tiempo posible. Aquella anatomía dactilar la fue perdiendo a lo largo de su evolución, mediante cambios estructurales y mutaciones que dieron lugar al alargamiento de las falanges de sus pies, a la vez que a la reducción del número de sus dedos.
Alcanzando el Oligoceno, hace unos 37-32 millones de años, surgiría en Norteamérica el género Mesohippus, de unos 60 cm de altura, tamaño comparable al de una gacela, y que presentaba ya tres dedos en las patas delanteras, reforzado el dedo medio en forma de un pequeño casco.
Más tarde, al finalizar el periodo anterior y durante el Mioceno (que abarca dese los 23 a los 5 millones de años aproximadamente), con el enfriamiento climático y la tendente aridez en el terreno, las praderas se expandieron dando lugar a la proliferación de hervíboros y especies dedicadas al pasto; en concreto, de équidos más adaptados para habitar en las llanuras y desarrollar formas más efectivas de supervivencia: lateralización visual, mayor tamaño corporal, agrupación en manadas, especialización de los sentidos de alerta, evolución hacia un solo casco, largo intestino grueso preparado para la ingesta de grandes cantidades de hierba. De este periodo data el Merychippus, de apariencia similar al caballo actual. Esta especie tenía un cerebro de mayor tamaño, lo que le confería más capacidad cognitiva, equiparable a las especies y subespecies del género Equus, de la que procede directamente el caballo que todos conocemos. Asimismo, su cuerpo también era de mayor tamaño (1,20 metros) y el cuello y las patas más largos, además de tener unos dientes con altas coronas para pastar hierba y masticar brotes de hojas de árboles y arbustos.
Entre los descendientes del Merychippus, el antepasado que ya contaba con un solo dedo fue el Pliohippus, aunque aún mantenía dos dedos largos laterales; y también el Pleshippus, antecesor directo del género Eqqus o caballo moderno, que surgió hace 5 millones de años. Entonces ya mostraba un aspecto que nos resultaría hoy más familiar.
En su posterior evolución, llegando al Pleistoceno, hace unos 15.000 años, se cree que el Eqqus y otras subespecies se trasladaron desde Norteamérica hasta Asia y África a través del estrecho de Bering. Entre ellas, surgieron nuevas especies: el caballo era más grande y con patas aún más largas y musculosas, preparadas para la velocidad y la resistencia. Podemos hablar ya de la reducción de tres dedos a un sólido casco diseñado para la carrera, y de una mandíbula más robusta con molares perfectamente habilitados para masticar y arrancar la hierba. Otros parientes pertenecientes a dicho género son los asnos, que se extendieron entre Asia y África; y las cebras, las cuales poblaron gran parte del continente africano, entre la sabana y el desierto.
Antes de su completa domesticación, el primer contacto del hombre con el caballo se produce ya en la media y última Edad de Piedra, pues los hallazgos de numerosos esqueletos en cuevas de Europa y sus alrededores constata que el hombre cazaba caballos para alimentarse.
Pero para llegar a este momento todavía habría que esperar al final del periodo glacial en que se empieza a producir el retroceso de los hielos. La zona templada del planeta cubrió las praderas de extensos bosques y desplazó al caballo, animal de llano. Este cambio facilitó la llegada y evolución de la agricultura, lo que a su vez propició que el caballo no desapareciera debido a las necesidades de domesticación para el trabajo, y se expandiera por todo el continente europeo. Tal circunstancia salvó al caballo del descenso progresivo de ejemplares salvajes motivado por el cambio climático y la adaptación a los terrenos en aquellos lugares donde sobrevivía.
Es entonces cuando llegaron más tarde al ámbito doméstico, en el tercer milenio a. C. Antes del año 1500 a. C. existían dos tipos de caballos bien diferenciados: el robusto de sangre fría del Norte, que se especializaría como animal de carga para el cultivo de la tierra y para el campo de batalla, y el esbelto de sangre caliente, del Sur, como fue el árabe, del cual descendió el purasangre inglés.
Desde entonces, el caballo ha estado ligado a las necesidades y costumbres humanas. Es muy difícil imaginarse cómo hubiera sido la Humanidad sin la presencia del caballo. Cierto que la agricultura propició que siguiera subsistiendo, y que creciera el número de ejemplares de manera exponencial, pero no puede extrañarnos su capacidad no sólo para huir de sus depredadores y enemigos, sino también para que su naturaleza salvaje esencial haya podido mantenerse intacta ante el sometimiento del hombre, quien durante mucho tiempo le trató como un esclavo más, siempre servil a sus intereses, sometido a su fuerza y violencia, y, sobre todo, a su ignorancia. Sus dotes y capacidades de preservación, ante la amenaza o el peligro, condicionaron favorablemente su desarrollo, de tal manera que el alto nivel de evolución para adaptarse a los cambios climatológicos y del terreno, a los desplazamientos y migraciones, a la propia actividad humana, a las enfermedades, le permitieron sobreponerse a su posible extinción y sobrevivir a lo largo de millones de años.
El caballo conserva tanto su nobleza natural como su espíritu salvaje y libre. Cierto que hoy en día no es fácil observar caballos en estado esencialmente salvaje o de semilibertad, a menos que viajemos a las praderas de Estados Unidos, o vayamos a algunas llanuras de Chile o Argentina. En las estepas entre China y Mongolia, en Asia central, podemos encontrar asilvestrados a los Przewalsky (tarpán europeo), considerados los últimos equinos salvajes del planeta. Pero incluso los caballos que hoy consideramos salvajes, no lo son exactamente, son asilvestrados o cimarrones, esto es, descendientes de caballos domesticados que escaparon de los humanos y volvieron a agruparse en manadas adoptando las costumbres propias de sus ancestros originarios.
Lo caballos llegaron desde América hasta Asia y África y, finalmente, se expandieron por Europa. Habían realizado un largo camino de 60 millones de años a través de medio globo terráqueo. Y de no ser por las sucesivas adaptaciones, los cambios anatómicos o las mutaciones genéticas que se produjeron a lo largo de su evolución, el caballo podría haber desaparecido. De hecho, ya sea por los rigores climáticos, la posible existencia de pastos tóxicos que pudieran derivar en enfermedades, o por la transformación de los ecosistemas norteamericanos, no se sabe a ciencia cierta por qué se produjo la extinción de los caballos en Norteamérica hace unos 10.000 años.
Sin embargo, como se sabe, se reintrodujo posteriormente en el continente debido a la conquista española en el siglo XVI, de tal manera que el caballo volvió a recuperar su territorio original. Los estragos causados por la colonización sobre las poblaciones indígenas no impedirían al naturalista inglés Charles Darwin, afirmar: “Es ciertamente un acontecimiento maravilloso en la historia de los animales que una especie nativa haya desaparecido para ser sucedida, en épocas posteriores, por las innumerables manadas introducidas por el colonizador español”. Lo cierto es que caballos y yeguas fueron repartidos inicialmente en los diferentes navíos, y los cronistas destacan la cantidad ingente de estos animales que viajaban al Nuevo Continente, la forma en que se les acomodaba y alimentaba o las destrezas ecuestres en las que se les empleaba. Asimismo, su utilidad para servir al hombre blanco español también es comparada con la de los grupos de esclavos negros traídos de África que embarcaron rumbo a América con un mismo destino.
Es significativa la consideración de Darwin acerca de “lo maravilloso” del acontecimiento histórico, cuando, tres siglos atrás, Bernal Díaz del Castillo, en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, se refiere a lo costosos que le resultaban al conquistador tanto los caballos como los esclavos negros: “Este Juan Sedeño pasó el más rico soldado que hubo en toda la armada, porque trajo un navío suyo, y la yegua y un negro, e cazabe e tocinos; porque en aquella sazón no se podía hallar caballos ni negros si no era a peso de oro, y a esta causa no pasaron más caballos…”