Hay una carretera en Rumanía, la Transfagarasan que atraviesa las Montañas Fagarasan en los Cárpatos Meridionales para unir Valaquia con Transilvania, que los buenos conductores consideran la mejor del mundo. Cuando hablo de ‘buenos conductores’ me refiero a los devotos de las curvas, los enamorados del cambio manual de marchas y de las cuestas empinadas, los que prefieren circular por trazados sinuosos, serpientes asfaltadas a vista de pájaro, y disfrutan al volante.
Rumanía no es un país que destaque por sus buenas carreteras, sino por todo lo contrario. Con muy pocos kilómetros de autopistas cuesta ver un túnel, y el recorrido de noventa kilómetros de la Transfagarasan que avanza entre los Cárpatos hasta ascender a más de dos mil metros de altura cuenta con cinco.
La Transfagarasan es sin duda una carretera espectacular en medio de paisajes que sobrecogen al viajero, lugar de rodajes recientes de alguna película de acción, un vial que cierra en invierno debido a la nieve, y donde encontramos, y repito que es casi una excepción en la red rumana, el mayor túnel de todo el país, el Paltinu, de novecientos metros de longitud.
Es una buena metáfora la Transfagarasan, el hilo que cose dos principados con siglos de historia y entidad cultural muy marcada, para hablar del reto que supone el nacimiento de una nueva publicación como Epicuro. La apuesta de Aurelio Loureiro para juntar en la misma revista los libros y los viajes, el cine y el arte, la gastronomía y la historia, placeres todos intemporales, lleva por algo el nombre del sabio griego de Samos que inauguró toda una corriente filosófica, el epicureísmo, defensora desde hace más de dos mil años de la búsqueda del hedonismo sin caer en los excesos, la libertad y el azar frente al sentido trágico de la vida y la idea de que existe un destino escrito, un guión que nos limita.
Y pocas cosas hay más libres y más azarosas que viajar, por muy organizado que lleve uno el recorrido. Pocas cosas más placenteras que descubrir una buena historia mientras se viaja, dejarse fascinar por los dichos y las leyendas, por las sombras y las creencias. Pocas cosas mejores que desmontar supersticiones y comprobar lo que de verdad hay en ellas. De ahí que en mi caso, aceptada la invitación para colaborar con este medio que nace en la era digital, en plena eclosión de las redes sociales, haya elegido para comenzar la crónica de un viaje a un país, Rumanía, y a una región en concreto como el antiguo principado de Transilvania, que sin estar muy lejos de nuestra geografía sigue siendo muy desconocido en España, más allá del mito creado en torno a la novela genial de Bram Stoker y del arquetipo del vampiro aristocrático cincelado definitivamente en la figura del conde Drácula.
Stoker, lo sabemos desde hace tiempo, se inspiró en un príncipe real, Vlad El Empalador (Tepes en rumano), también conocido como Vlad Drâculea (Vlad, el hijo de Dracul, palabra que por entonces significaba ‘dragón’ y que con el tiempo ha derivado en ‘diablo’); un voivoda despiadado del que se cuenta que empaló a más de cien mil personas allá por el siglo XV y en medio de las luchas de Valaquia por erigirse en territorio independiente del reino de Hungría y del expansionismo imparable del Imperio Otomano.
Vlad Tepes, pero sobre todo su desarrollo literario, el vampiro Drácula, se ha convertido en un mito universal, en la quintaesencia del mal. Porque el mal existe. Lo sabía Epicuro, que además de su filosofía del placer formuló toda una reflexión sobre la cohabitación del sufrimiento y la maldad con la idea de un Dios que todo lo sabe, todo lo tiene previsto y todo lo puede para hacer el bien. Es la llamada paradoja de Epicuro; resulta imposible que exista un ser omnipotente y omnibenevolente si también existe el mal. Y tampoco podemos llamarle Dios si no es capaz de prevenirlo.
Si la pregunta es ¿dónde nace el mal?, quizá la figura del príncipe empalador, omnipresente en toda Rumanía, quizá la crueldad de su tiempo, cuando la vida tenía menos valor que hoy, nos ayuden a encontrar respuestas a la paradoja de Epicuro. O quizá sólo nos sirva para cuestionarnos si es lícito hacerse la pregunta. Si realmente podemos considerar a Drâculea, engrandecido como héroe por muchos rumanos, como una prueba de la existencia del mal.
Quizá sólo nos quede viajar, leer, conocer nuevos sabores, disfrutar de nuestro tiempo, dejarnos sugestionar por las historias que descubrimos y nos cuentan, y ser un poco más libres mientras lo hacemos. Que esta carretera tan especial por la que ahora empezamos a transitar en formato digital nos lleve a buen puerto. La ruta no es fácil, pero está sembrada de paisajes asombros.
CARLOS FIDALGO. Escritor y periodista. Autor de las novelas El agujero de Helmand (Premio Tristana de Novela Fantástica) y La Sombra Blanca, y de los libros de relatos El país de las nieblas y Septiembre Negro (Premio Tiflos de la Fundación Once).