
Escribir hoy en día poemas con rima, al modo clásico, dominando acentos y cesuras, atacando estrofas que desde hace mucho tiempo apenas se ven en los libros de poesía, no debe de resultar sencillo, a tenor de lo poco que se pone en práctica. Ha caído en desuso o no les interesa demasiado a los poetas.
Y hablamos, por así decirlo, de los «efectos» del verso. Porque si nos referimos a los «afectos», aún es más complejo: se corre el peligro de terminar escribiendo textos que se parezcan a una canción de Sabina, o incluso a un poema del mismo cantautor, eso en el mejor de los casos, que siempre cabe la posibilidad de acercarse a los ripios de los raperos o a las sensiblerías superpop que triunfan en las redes sociales, desde las que los «paralectores», a golpes de likes que se cuentan por miles, han conseguido llevarlas hasta las librerías con cubierta y depósito legal.
Que esos poemas, además, presentados en un volumen impreso, adjunten en la contraportada la recomendación de dos autores tan mediáticos como Pere Gimferrer y Jesús Carrasco aún resulta, cuando el autor publica su primer libro, si cabe, más peculiar.
Es lo que ocurre con este debut del sevillano Juan Álvarez (Alcalá de Guadaira, 1974), Por qué cortarse una oreja, editado en Valparaíso ediciones, un poeta del que el autor de Arde el mar nos dice: «En una línea hoy insólita que puede ir desde Antonio Machado a muy destacadamente Blas de Otero y ciertas cosas de Alberti, con un dominio extraordinario de la métrica, de la rima y de los registros coloquiales, parece o puede parecer poesía de otros tiempos, pero es, en realidad, excelente poesía clásica en el mejor sentido de la palabra». Juan Álvarez, ya lo vemos, no se presenta, como se suele decir, desnudo.
En ningún sentido, añadimos, no sólo en el de las citas laudatorias. Sin ser un poeta joven, aunque sea novel, comparece en su puesta de largo libresca con un bagaje y unas maneras que beben directamente de los maestros del barroco. Pero no son sus versos remedos clásicos ni tan sólo inanes ejercicios de versificación ajustados a la preceptiva: van más allá de lo convencional, sobrevuelan sobre las formas y —como afirma Jesús Carrasco— en ocasiones dejan sobre la piel la huella de un arañazo.
Juan Álvarez ha leído y asimilado a los poetas que citaba más arriba Gimferrer y a muchos otros. Encontramos conceptismo en sus poemas, lenguaje de germanía, que es la jerga actual de la calle, y reflejos de múltiples vates: los Machado, Vallejo, Cernuda, pero también Villon, Baudelaire, Verlaine. Lope de Vega, Cervantes y Petrarca, pero también algún eco de Lorca, del flamenco, de Jon Juaristi. Hay incluso un guiño a la golfemia de Pedro Luis Gálvez y un poema que nace —y así se titula— «Tras leer Los detectives salvajes de Roberto Bolaño». Pese a lo dicho, no hay en ningún momento la tentación de considerarlo un poeta culturalista: los ecos no son más que eso, tradición interiorizada y bien empleada, con la que el poeta enriquece, por alusiones, sus versos, pero no abruma a sus lectores. Tampoco lo permiten muchos de los temas que se atreve a encarar.
La oreja cortada de Van Gogh a la que alude el título pensamos que es un símbolo de la rabia, del dolor, del desgarro existencial. De la perra vida en la que todo son pulgas. Del pobre que trapichea; del fulano que solo atiende a su propio ombligo; del cuarentón que, al cabo como cualquiera, a excepción de los escasos Césares de nuestro mundo, vino, vio y perdió… o del poeta al que la poseía no le salvará.
En los mejores poemas de este libro —pienso en «La desgracia», que comienza con un juanramoniano «Vino primero sucia, vestida de pobreza» o en «De versos y clavos», donde boxeo y endecasílabos llevan a un demoledor verso final—, en aquellas composiciones donde la alianza entre factura y fractura sorprenden nuestras expectativas, los lectores hallamos consuelo al dolor de vivir y razones para prestar oído en el futuro a este poeta desorejado.
ANALGESIA
Si hoy escribo con menos convicción,
como quien improvisa una coartada,
silabeando a la desesperada
y rimando sin red ni ton ni son;
si hoy escribo al albur, como quien reza,
como quien va de putas o al trabajo;
si hoy escribo esquinado y cabizbajo
y para qué —perdonen la franqueza—;
no ganará sin duda la poesía
ni un nuevo Garcilaso ni un Quevedo,
siquiera un desmañado Campoamor;
pero al menos le habré robado al día
una excusa para burlar el miedo
y algún verso sin arte y sin dolor.
Juan Álvarez