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La memoria reconstruye un pasado con secuencias terribles, reivindicando la permanencia del tiempo pasado con un tono grave, ético.
Un poemario elegíaco, sin retoricismos ni envolturas directo hasta la misma raíz de las emoviones.
Hay momentos gélidos, que apagan nuestra llama o, al menos, la ahogan. Uno de esos momentos es la pérdida de un ser querido. Devastadora resulta la de los cimientos de uno. La poesía nos puede ayudar: como terapia o bálsamo, resulta necesario compartir el dolor, sacarlo desde dentro para que podamos estar en paz; como reivindicación de la vida a pesar de habernos dejado en sombra. La poesía será desahogo emocional en un camino de la oscuridad a la luz.
La pulsión y el conflicto entre la reconstitución del pasado y la rutina del presente provoca luz y oscuridad, o, lo que es lo mismo, Lumbre y ceniza (Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández-Comunidad Valenciana 2019) de la escritora salmantina, Yolanda Izard Anaya, quien ya se estrenara en el género lírico con Defunciones interiores (Institución Cultural El Brocense, 2003).
La memoria reconstruye, ahora, un pasado con secuencias terribles, reivindicando la permanencia del tiempo pasado con un tono elegiaco, grave, ético. Este conjunto de poemas atiende la pulsión de los latidos, no a la versificación. Por eso, los versos salen a bocanadas. Cada verso mantiene una estrecha relación con el anterior y el siguiente. La reflexión sobre la existencia y la propia vida late en treinta y cuatro composiciones. La división del poemario ha sido bien meditada: un primer poema seguido de tres secciones que agrupan poemas de diversa extensión. Desde el significado de la poesía para la autora y el recuerdo de su padre, que pasa por diferentes fases de aceptación hasta llegar a un posible consuelo. Los títulos de los poemas corresponden en parte o en todo al primero de los versos de cada poema, lo que origina una correspondencia textual significativa. Las citas figuran al principio del poemario, dejando los poemas limpios, salvo uno cuya cita tiene especial relevancia.
El hecho de que la autora haya colocado al frente un poema pórtico nos aporta a los lectores una clave. En él la escritora salmantina declara sus intenciones: la poesía se ajusta a la búsqueda introspectiva, por eso «crece la poesía en la rabia y en la estela del sosiego, / en la infidelidad a los delirios y en la lealtad al corazón».
En el primer capítulo los poemas recrean momentos cotidianos con secuencias terribles que, en ocasiones, parecen ilógicas. El transitar de la oscuridad a la luz nos traza un reflejo nietzscheano de la plenitud lumínica, a veces en imágenes fantasmagóricas, tanto en el poema «La voz de mi padre»: «Mi padre muerto me ha tocado con su mano invisible / y yo he sido durante un instante la portadora de su luz»; como en «La última visita»: «Puso su mano sobre mi hombro. / Abajo, más allá de la nieve, / sombras inquietantes envolvían mi casa».
«Deslumbramientos», el apartado medular, supone un despertar en la conciencia. En esa introspección interior y moral, acepta, al modo de Gamoneda, que la poesía escarba y termina iluminando («A veces pienso que la poesía»), pone de manifiesto el descreimiento de su poder («Sabía que la poesía solo hace señales, / como la luz»), un panteísmo de asociaciones («¿Sabes que todo vive en todo? »), la comprobación de la transformación corporal («Me gustaba mi cuerpo, y mi voz»), la confesión de los miedos («me cobijo / toda entera dentro de mí misma») y la soledad («Te quedarás a solas en la casa en ruinas»), que da paso a imágenes surrealistas («Tengo miedo. / Anoche soñé que si me encontraban / cortarían sin delicadeza / mi corazón»), que el lector unifica, de nuevo en la asociación transformadora («hasta que vuelvas a ser parte de todo / lo que deslumbra»).
En la tercer capítulo, «Cenizas», el discurso sigue exponiendo el dolor. A la poeta el cauce del verso se le queda corto para describir los hechos, por ello emplea los versículos, donde el diálogo entre ella y su padre provoca, en correlato objetivo, un monólogo dramático con el ser hundido («Te dices que tu vida ha sido un triste fracaso»). Quizá, en los versos finales del poema «Me acuerdo» se encuentre explicado el libro: «Pero aquí estoy, resistiendo, manejando con mis manos las palabras / que nunca me han fallado, que me siguen salvando, / a pesar de la misma vida», de lo que se deduce que nos acercamos a un final luminoso con un mensaje esperanzador, tan cercano a María Victoria Atencia («Construcción del nido»).
Así, no es de extrañar que Lumbre y ceniza haya sido nominado como “Finalista del Premio de la Crítica de Castilla y León” en febrero de 2020, un poemario elegiaco, sin retoricismos ni envolturas, directo hasta la misma raíz de las emociones. Yolanda Izard nos ofrece en estos poemas una voz singular, introspectiva, que reflexiona sobre la ausencia y alumbra la figura paterna en un homenaje intenso de plenitud.
No te quedes así
No te quedes así, como una estatua,
quietecita bajo la cama deshecha
con su bordado añil,
en medio de la blanca nada.
Se han llevado los muebles,
han roto las lunas de los armarios empotrados.
Baja una desolación por el pasillo.
Si germinan las quemaduras de lo que está dentro
-el corazón arañado, un hombrecillo gris que de puntillas
palpita en tu sangre-,
¿qué será del recodo donde aguarda la luna,
quién pintará las naranjas de azul
cobalto?
Te quedarás a solas en la casa en ruinas
viendo cómo las culebras se deslizan
por las dunas de tus ojos, por el ramaje
de tu cerebro en flor.
Te volverás cobriza como la tierra agostada
y es posible que un cuclillo se acurruque
en la selva vencida de tus hombros,
hasta que vuelvas a ser parte de todo
lo que deslumbra.
Yolanda Izard Anaya