¿Y qué hago el fin de semana?
Tacho de la lista de opciones (por razones obviamente víricas y cívicas), según van viniendo a mi cabeza: ir a ver el mar -cierres perimetrales varios-, ir a la nieve -ya tuve bastante en enero-, ir a pasear -llueve y hace frío-.
Decido aprovechar que los museos están abiertos y sin hordas de turistas, casi vacíos. El Prado, el Reina Sofía y el Thyssen están muy próximos entre sí y me abren sus puertas; me ofrecen, casi en una visita privada, sus Velázquez, sus Picasso y sus Canaletto en todo su esplendor.
De pronto, se me ocurre jugar. ¿Qué vidas llevan los personajes de las pinturas? ¿Les caen bien sus compañeros de pared? ¿Qué piensan de los que vamos a visitarlos? Paseo sin rumbo por las salas y busco asociaciones entre cuadros vecinos. Saco a los personajes de sus estáticas vidas a la vez que mato mi aburrimiento pandémico (en)cuadrando historias.

En la escalera
Pero ¿qué dices de aburrimiento? Si no hace ni un año que no puedes zascandilear. Para aburrimiento el mío, que he perdido la cuenta del tiempo que llevo aquí colgado. Por no tener, no tengo ni un colega a mi lado para charlar un rato o criticar a los que suben y bajan; todos van directos a las galerías y salas donde están los cuadros «que hay que ver». A mí, que soy un «atribuido a», ni me miran. Al principio intenté hacer migas con la chica de la hornacina, que es bastante guapa, la verdad. Pero no he tenido fortuna. Es fría como el mármol.

24 de agosto 79 a.c.
Ha amanecido un día precioso. Livia abre la ventana y respira aliviada al ver el cielo limpio de nubes. Deberían haber partido hacia Roma la semana anterior, pero finalmente se habían quedado un poco más. ¡Pompeya era tan agradable y tranquila! Como lleva haciendo desde que veranean aquí, el último día Livia celebra una gran fiesta de despedida. Es mucho trabajo, pero merece la pena el esfuerzo solo por ver las caras de Terencia y Claudia cuando vienen a su domus.
Ya tiene preparado el equipaje desde hace días. Así hoy sólo tiene que preocuparse de que los cocineros tengan a punto la comida, de organizar a los esclavos para que la decoración sea perfecta y, por supuesto, de arreglarse. La túnica dorada y el chal verde oscuro son exquisitos. Con ellos puestos había posado a guisa de vestal para un pintor que le había recomendado su suegra. El fresco lucía espléndido en el peristilo, protegido del sol y la lluvia. Será la gran sorpresa de la fiesta, y ella la más envidiada de la ciudad.
No se puede pedir nada más. Livia se siente una privilegiada. Y la vista del volcán desde el patio lo hace todo más perfecto aún.
¡Vaya, parece que humea un poco hoy!

Vecinas
Anna, la del primero, se pasa las horas quieta y silenciosa. Siempre cerca de alguna ventana, no se cansa de observar el paisaje. Debe de haber memorizado ya hasta sus detalles más pequeños, absorbido el salitre del aire y respirado los gritos de las gaviotas.
Fernanda, la del segundo, es la primera en bajar a la playa cada mañana y nada incansable en paralelo a la orilla. Abrazada a las olas, deja que se esfumen las frustraciones que trajo en la maleta; con cada brazada, su cuerpo esculpido por el ejercicio y la disciplina escupe la ira que almacena en su alma.
La del cuarto vino sola, pero a los dos días llegó para quedarse un chico alto y moreno. Ambos saludan sin palabras, solo con las sonrisas amplias y amistosas de los extranjeros cuando están de vacaciones; los gritos y jadeos que cada noche se escapan por la ventana abierta de su dormitorio no necesitan ser traducidos.
Las cuatro chicas del tercero son raras. Leen y charlan, se ríen muy alto y a veces gritan porque han bebido. Son artistas y discuten la sobrerrealidad, el clasicismo, la estética y la nada. Y salen cuando cae el sol para regresar al amanecer.
La melancolía, la lujuria, la improbabilidad, la angustia, la tristeza, la frustración, la dicha y la locura son vecinas de la mar.

Que pase el siguiente
Caballero 1: – Yo apuesto por un señor mayor con canas y gafas, probablemente un maestro jubilado, con el periódico bajo el brazo.
Caballero 2: – Yo, por una estudiante de arte con un bloc de notas. Todos los domingos viene alguna que tiene que hacer un trabajo sobre el manierismo.
Caballero 3: – Serán dos cincuentonas que han dejado solos a los maridos por una mañana; chocolate con churros para desayunar y museo para presumir luego ante las otras amigas.
Caballero 4: – No, una familia con un niño repipi pasando un domingo cultureta.
Caballero 1: – Pues yo creo que va a ser una pareja joven, de esas que el chico se las da de entendido en arte y la chica deja que se lo crea.
Caballero 3: – ¿Qué nos jugamos esta vez?
Caballero 2: – Una gorguera nueva para el que gane. A escote entre los demás.
Caballero 4: – Vale, estoy de acuerdo; estas ya están un poco ajadas.
Caballero 1: – Lo bueno es que nunca pasan de moda.
Caballero 5: – Con la mano en el corazón os lo digo, amigos, esto de tratar de adivinar quién es el próximo en entrar en la sala me aburre soberanamente.

¿Puedo?
– Mamá, ¿podemos ir a buscar cangrejos?
– No, Marie. No os alejéis de aquí. ¿No tenéis las palas y los cubos para jugar con la arena?
-Sí, mami, pero nos aburrimos. Ya hemos hecho muchos castillos. Por favor, déjanos ir un poco más allá, donde las rocas.
– Que no, que es peligroso. Y además hay por ahí unos niños zarrapastrosos que no me gustan nada. ¡A saber qué están haciendo en la playa solos! Seguro que están tramando algo, y nada bueno.
– Porfa, porfa…
– Basta, cariño. He dicho que no y es que no. No pierdas el tiempo y aprovecha para jugar. Se está nublando mucho y nos vamos a ir enseguida.
Marie se resigna y mira con envidia a los niños descalzos, diminutos a lo lejos bajo el acantilado.
Piensa en cómo será eso de quitarse los zapatos y las medias, sentir la arena entre los dedos de los pies y meterse en el agua salpicando sin miedo a que te regañen por mojarte la enagua.
……
-Jean, ¿nos acercamos a la playa de la gente?
-Lucie, ya te he dicho mil veces que no podemos.
– Pero es que hay más niños… Me aburro aquí contigo sola todo el rato.
-Ya, pero papá nos dice siempre que no nos movamos. Tenemos que esperar a que vuelva de pescar.
-Jo… Es que tienen juguetes…
-Ay, qué pesada eres. Qué no podemos. Que tenemos que ayudarle a descargar la barca.
– Pero mira, aquella señora parece amable. Igual nos deja jugar con su hija.
– Lucie, déjame en paz. Vamos a mirar para el mar; a ver quién ve antes a papá.
Lucie suspira y sueña con cubos y palas, con lazos rojos en el sombrero y zapatos brillantes de charol. Y con una mamá elegante que sonríe bajo un parasol. Con una mamá.

Veo, veo… Miro, miro…
Ojos que se abren para llorar; lloran abiertos y destilan bromuro de plata de lágrimas redondas que nunca caen. Ojos de párpados rítmicos; incongruentes e hipnotizadores al fondo de un pasillo oscuro y solitario. Indestructibles por inexistentes. Ojos que no son, pero disimulan. Ojos extraterrestres, inverosímiles en su realidad. Ojos de madera, frutos inexplicables del azar; ojos dadaístas, guiños a la verdad de lo absurdo. Ojos fantasmales que vigilan desde su disfraz. Ojos sin boca, que no hablan, pero gritan.
Si miro, veo. Ojos que me miran y que no me ven.

Paraíso a medias
-Esto no puede seguir así. Me tienes harta. Pero hasta las mismísimas narices. ¿Te has creído que yo puedo con todo? Tengo que ocuparme del jardín, de la casa y de todo.
Ni limpias, ni cocinas, ni nada de nada. Pasas de los niños, y siempre soy yo la que le echa la bronca a Caín; un día vamos a tener un disgusto con este chico, no sé a quién habrá salido con ese genio. Es un bruto y ayer casi descalabra a su hermano, que de bueno que es parece tonto.
Vale que seamos nudistas practicantes convencidos y no haya que lavar y planchar ropa, pero te tengo que preparar hasta la rama taparrabos para que no vayas hecho un adán. Así que como no espabiles me piro y te quedas solo en el mundo. Literalmente.
Y no se te ocurra rechistarme, que no está el horno para bollos. Venga, levanta el culo, que hay que ir a por algo de carne y leche. Fruta no traigas, que ya han madurado las manzanas y parece que tienen buena pinta. Es la primera cosecha, así que habrá que probarlas. Voy a comerme una y que sea lo que dios quiera.

Los pretendientes
-Giuliana, ya están aquí. Empólvate la nariz y colócate los rizos, que te vean guapa. Y no hables mucho, tú sólo sonríe, no vayas a meter la pata.
– Pero mamá…
– Ni mamá ni papá. Que nos ha costado mucho conseguir nada menos que cuatro hombres apuestos y adinerados.
– Es que…
– ¡Ya basta, Giuliana! ¿Quieres que se vayan por hacerlos esperar? ¡Venga, al salón!
Giuliana, la bella Giuliana, suspira resignada y se sienta erguida y digna, con los rizos perfectos y la sonrisa justa. Y los ve acercarse, elegantes y fingiendo sentirse seguros de sí mismos. El primero es bastante guapo, pero ¡qué cursi, con esa florecilla en la mano!; el segundo parece tímido, y un poco serio; la sonrisa del siguiente no está mal, pero nada del otro mundo; el último es viejísimo y tiene una cara de patán…
Giuliana respira hondo y se dispone a complacer a sus padres. Fingirá ser modosita y pudorosa mientras la examinan los pretendientes. Luego, como todas las noches, se escapará por la ventana. Su Paolo la estará esperando. ¡Qué bien besa su Paolo!

¡No seas gallina!
Me dejé llevar. El surrealismo me envolvió y de cada lienzo surgió un ave de corral. Miró y Masson me perdonarán. Metamorfoseé sus ideas y, sin lógica ni explicación, de los cuadros salieron gallos y gallinas. El absurdo me poseyó y convertí la sala 202 en un gallinero. Y ya, situada en el centro de la misma, solo pude ver la cresta roja y desafiante en la cabeza de un gallo sin cuerpo. Una gallina regordeta, de plumaje blanco y ordenado, flotaba en un mar de cielo. En otra, que tenía cuatro patas de líneas discontinuas, las barbillas tomaban forma de labios de mujer fatal. Un revuelo mudo de aves corría como pollo sin cabeza rebuscando entre la tierra, picoteando lombrices de aire.
El blanco aséptico de un laboratorio atrapaba los cacareos antes de que alcanzaran los picos; solo se escuchaba un inquietante silencio níveo.