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EMILE ZOLA Literatura y dinero… y viceversa

Aurelio Loureiro

Aurelio Loureiro

“El dinero es el mejor novelista del mundo: convierte en destino la vida de los hombres” (Ricardo Piglia).

“Nos lamentamos de que el mundo de las letras está en decadencia; no es verdad: se está transformando. Espero haberlo demostrado.” (Émile Zola).

“Escrito por Émile Zola en 1880, este texto sigue manteniendo su relevancia para cualquier aproximación que se pretenda hacer a la hora de investigar e interpretar el complejo mundo de las relaciones entre el escribir y sus circunstancias, entre la creación literaria y la economía, entre lo que llamamos literatura y la industria editorial, entre la escritura y el mercado editorial, entre la cultura y el dinero. Sobre la situación material y moral de los escritores en los últimos siglos.”

Palabras justas y elocuentes que Constantino Bértolo −en el inicio del prólogo al libro Literatura y dinero de Émile Zola (Trama editorial)− dedica a la gran circunstancia que ha envuelto al escritor desde el origen de la literatura: cómo mantenerse y mantener viva la llama de su escritura y la honestidad literaria de su obra; cómo sobrevivir económicamente sin desvirtuar su talento. Circunstancia que ha variado con el tiempo, pero que siempre ha tenido una variante polémica; incluso en el primer cuarto del siglo XXI, cuando las leyes del mercado y el dinero parecen formar parte de nuestra piel, no digamos ya de nuestra conciencia, se sigue contraponiendo el número de ventas a la calidad de los libros.

De ahí la oportunidad de este libro que podía haberse escrito anteayer de no ser porque Zola falleció un 29 de septiembre de hace ciento dieciocho años y Literatura y dinero lo publicó hace ciento cuarenta exactamente. Lo que no es óbice para que se lea como si fuera contemporáneo de nuestras cuitas y disquisiciones culturales; cada vez más actual a medida que se suceden las lecturas, pues no es libro que provoque una sola mirada.

De escritor grande −cualquiera que sea su adscripción literaria− es un libro que, a no pesar de su corta extensión, ofrece grandes cosas y las promete aún mayores; eso sin aludir al estilo que, como a todo gran escritor, se le supone. He insistido mucho durante años en la importancia que tiene la medida en la solución de la escritura y en el resultado de los textos; la medida, que es una suerte −cada vez más devaluada, dicho de paso− esencial en el oficio de escribir como contrapartida a lo desmedido del oficio de vivir. También he insistido, últimamente, en la necesidad de que los libros proporcionen respuestas adecuadas a las grandes interrogaciones que empañan esa vida desmedida en cualesquiera de sus dimensiones, privadas o colectivas.

Así pues, no me sorprende que este libro, escrito como al desgaire de una situación que se repite −la ambición crematística mata el auténtico espíritu literario; para escribir el escritor tiene que vivir primero y sin dinero eso es imposible; hasta la saciedad−, con la pátina de ciento cuarenta años en sus páginas, cumpla con creces esos presupuestos y nos anime a preguntar y a ser preguntados y, al mismo tiempo, nos responda sin cautela. A los lectores, por supuesto, a aquellos lectores de finales del siglo XIX y a los de comienzos del siglo XXI; porque, además, el autor de Germinal emplea su voz más crítica y contundente, aquella que le impulsaba a tomar partido, a vaciarse en un cometido, a jugarse el tipo, como en el conocido caso, que también señala Constantino Bértolo, del Yo acuso… de Alfred Dreyfus, militar francés de origen judío acusado de espionaje contra los intereses de su patria y sometido a un consejo de guerra injusto y manipulado por intenciones torticeras.

El caso Dreyfus, que llevó a Zola a tener que exiliarse en Londres durante un año, llegaría años más tarde; por lo que hay que decir que la voz serena y contundente del escritor, cavernosa a veces, había empezado ya a manifestarse en el año 1880 para denunciar la situación del escritor en el Antiguo Régimen, antes de la Revolución Francesa de 1789, esclavo de los caprichos de la alta sociedad, los salones donde la nobleza imponía su criterio a la literatura y, las mujeres con recursos, su dudoso gusto; en todo caso a mayor gloria de la egolatría de los que disponían del dinero para mantener −también en el caso de los reyes− a escritores e intelectuales cuyo éxito y supervivencia iba en consonancia con su falta de libertad y en detrimento de la calidad literaria y la solvencia intelectual manifestada. El éxito y la fama estaba en el Antiguo Régimen, a juicio de Zola, supeditado a la exégesis de reyes y nobles y al capricho frívolo de mujeres adineradas.

El escritor francés, descendiente de un ingeniero veneciano y de una francesa llamada Émile −nombre epiceno−, es duro con aquella situación que sometía al escritor a un estado casi servil −no duda en citar nombres y muy relevantes−, a pesar del boato y la fama que la auspiciaba y lo hace con plena consciencia de que lo que pretende es reivindicar el papel del dinero en la evolución del escritor y la cultura, así como el de su supervivencia y valía personal, independencia y motivación. El escritor, como cualquier otro obrero −Marx ya andaba por allí, próximo al escritor−, tenía que valerse de sí mismo para conseguir el dinero suficiente para su subsistencia y la de su familia si se diera el caso de tenerla y, en ese sentido, la nueva situación editorial y la realidad lectora, paralela a la alfabetización y la posibilidad económica de comprar libros y hacerse cada cual una biblioteca personal lo suficiente amplia para cambiar las expectativas, eran argumentos inexorables para que cada autor se hiciera cargo de su camino hacia la fama y el éxito.

Ya era cierto en tiempos de Zola, como lo es ahora, que pocos escritores conseguían hacerse ricos de dinero con la literatura y que el talento no es siempre una moneda de cambio y menos para una industria editorial emergente. Como en cualquier producto, la literatura, una vez desligada del auspicio de la riqueza ajena y caprichosa, secuestrada por el ornamento intelectual, dependía de una industria emergente que le gritaba al mercado, al imperio de la oferta y la demanda, a las ventas como única medida del éxito y este como medida suprema dependiente del anterior. Y el escritor, cuyo talento no le permitiera llegar a ese estado de consciencia preliminar, podía dedicarse a picar piedra y durante las noches dedicar las horas de sueño a pergeñar su obra, o dedicarse a otros oficios.

Sin embargo, también había otras posibilidades para sobrevivir sin renunciar a la palabra, como el periodismo, también emergente en aquel momento; aunque a la postre la actitud del escritor debía ser la misma que si estuviera picando piedra: la literatura tenía que ser el norte y el talento, si se tenía, habría de ser la brújula que marcase el camino.

¿Nos suena de algo esto? A que sí. Pues tomemos nota; escritores y lectores. Lo dice Zola. Lo dijo ayer mismo.

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