La montaña estaba allí, ante sus ojos. Desde niño había sentido el impulso de alcanzar su cima.”
“Pero no satisfizo el deseo de su “exigente espíritu” hasta finales de abril de 1336”.
Tenía entonces treinta y dos años, era poeta y hacía diez que estaba enamorado de una mujer casada a la que escribía sonetos desesperados. “Veo sin ojos y sin lengua grito, Señora mía…”
Antes de emprender el viaje a “la mole empinada, rocosa y casi inaccesible” debió de suponer que nadie es el mismo antes de subir a una montaña que cuando la ha bajado. No se trataba solo de ascender a la cumbre pelada y ventosa por curiosidad, o para probar “la ligereza y fuerça corporal”, que diría otro poeta, Jorge Manrique, sino por requerimiento íntimo. Ansiaba disfrutar allá en lo alto de un “honesto deleite” y, tal vez, de una revelación que le cambiase la vida. Tanto era así, que no halló entre sus amigos a ningún buen compañero de viaje, los desechó a todos, uno por lento y torpe, otro por impulsivo, aquel por callado, el otro por locuaz, uno por lúgubre, el otro por demasiado jovial… Al fin recurrió a Gerardo, su hermano pequeño, y a dos criados, que hoy llamaríamos sherpas.
Y un día de finales de abril salió temprano de la aldea de “Malaucène”, en la falda norte de la montaña. Todo estaba a su favor: la compañía de su hermano, la suavidad del aire y la firmeza de su determinación. En una loma, sin embargo, encontró a un pastor viejo que recriminó su insensatez.
—¿Para que subís? Yo lo hice hace cincuenta años. Y me arrepentí, porque acabé derrengado, y con la ropa desgarrada. Nadie más ha subido a la cima, ni antes ni después de mí. Al menos nunca oí que se hiciera.
El pastor no era poeta, así que no sabía que los movimientos del cuerpo son manifiestos, pero los del espíritu son invisibles e imprevistos. La subida es áspera. Desde “Malaucène” a la cima del “Mont Ventoux” —de heroicas resonancias ciclistas— hay 21 km. Gerardo, más ágil, se había adelantado por un atajo. El poeta montañero va ligero de equipaje, con un cayado o bordón —vita est peregrinatio—, “solo e pensoso”. La ladera norte es la más abrupta. Busca un camino más fácil y por tres veces medio se pierde dando vueltas y revueltas, hasta que, al fin, ataca la árida cumbre directamente. Ad augusta per angosta. Llegó exhausto. Gerardo se burlaría de él.
—Hermano, estás viejo —debió de decirle.
Fue un día irrepetible para Giovanni Petrarca. Venció la maldición de Sísifo y consiguió la recompensa que anhelaba. Contó su experiencia ascética unos días después en carta fechada el día 26, Viernes Santo, a un fraile agustino. Un escrito magnífico. En él da detalles del viaje y del goce de llegar a la cumbre. “Alterado por cierta insólita ligereza del aire y por el escenario sin límites, permanecí como privado de sentido”. Luego siente el placer de descansar el cuerpo extenuado, olvida sus cuitas y contempla maravillado la llanura provenzal, el Ródano que fluye a sus pies, los Alpes cubiertos de nieve, a mano izquierda, y en el difuso horizonte la lámina azulina del mar que baña Marsella. No logra divisar los Pirineos por la debilidad de la vista humana. A 1912 metros, mira en dirección al cielo invisible de Italia y le invade el deseo desmesurado de volver a ver a los amigos y la patria. Luego abre al azar un librito tan pequeño que le cabe en la palma de la mano. Es el tomo diez de las Confesiones de San Agustín. Lee: “Admiraron los hombres las estrellas, y las cumbres de las montañas, y la inmensidad de los océanos, pero olvidaron mirarse a sí mismos”. Touché!
Conciencia moderna
Petrarca cierra el libro y algo raro le está pasando. Houston, tenemos un problema. La revelación es confusa, pero sabe que ya nunca más será el mismo. En adelante sus pensamientos serían “errabundos e inestables”. Y es que en la cumbre desnuda (y blanca por la piedra caliza), ante el vasto panorama, descubrió el pozo de la conciencia, el abismo interior, “el hondón del alma”, que diría Unamuno. Se mira y se ve un hombre demediado, el de fuera y el de dentro. Al caer la tarde inicia el descenso, y ya era otro.
Así nació la conciencia moderna, conformada como un conflicto de la personalidad: la confrontación entre el exterior y los adentros, entre ser y pasar, entre cielo y suelo. Esta experiencia venía quizás anticipada por su manera de vivir un amor imposible. Temo e spero, ed ardo e son un ghiaccio (soneto 134). Fuego y hielo, entusiasmo y desaliento. Podríamos decir que al poner un pie en la cima del Mont Ventoux, Petrarca dio un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad.
Hoy se tiene a Petrarca por patrono de escaladores y alpinistas. Per aspera, ad astra. O sea, el deleite, el placer, requiere esfuerzo y tesón. Nada de “melón y tajada en mano”. Tras bajar del Mont Ventoux interpretó la fatigosa ascensión como alegoría del viaje —el deseo— a la cima de la vita beata, la vida feliz. Al hacer cumbre descubrió el mundo oscuro de la intimidad, su identidad conflictiva, y abrió así el camino de la modernidad. En este sentido Petrarca fue un revolucionario, si se acepta la idea de que el progreso histórico no es solo resultado de usar la pólvora, la imprenta o la máquina de vapor, sino la mayor conciencia que el hombre tiene de sí mismo, la mayor estima de su individualidad.
Eduardo Alonso
www.eduardoalonso.net