
Editorial Alfaguara. Precio: 19,90 euros.
Nos hicieron creer que para alcanzar el paraíso era imprescindible morir. Para colmo, cada religión, cada doctrina, tiene su propio paraíso y no siempre coincide, sobre todo en su gastronomía. Cada cual piensa en el paraíso de acuerdo con la dimensión de la realidad que lo envuelve; a pesar del adoctrinamiento y de la espera, a veces larga e insufrible. La vida es la cuna del dolor; sólo cuando termina se es libre para el disfrute. Pero ojo, no te suicides para huir del dolor y alcanzar antes el paraíso; éste está vedado para cobardes e indeseables que no cumplen las normas. No puedes suicidarte; pero sí inmolarte por tus creencias. No puedes suicidarte; pero puedes morir en una guerra luchando por la patria.
Viene esto a colación del libro de relatos, Una noche en el paraíso, de Lucía Berlin, autora nacida en Alaska en 1936 y fallecida en 2004. Las historias de Berlin se desarrollan bordeando el paraíso y, cuando lo tocan, ¡sorpresa!, resulta que el paraíso está en la tierra, en nuestro entorno, en la gente que nos rodea, la que nos quiere y la que nos odia, la que nos invita a su cama o la que atenta contra nosotros. Por descontado, el paraíso no es tal o no es perfecto, sino todo lo contrario.
La creación de dios, particular o colectivo, por parte del ser humano (larga sería la enumeración de los dioses que han deslumbrado a los homínidos durante la evolución) responde a esa búsqueda del paraíso y la gran paradoja existencial es, precisamente, la sospecha de que si dios existe, cualquiera que sea la religión que lo asista en la tierra no ha hecho muy bien su trabajo. Epicuro dudaba de su existencia, como cualquier sabio que se precie, pues la interrogación es el signo que define la inteligencia. Pero en caso de que existiera, parecía claro que su perfección dejaba mucho que desear. Nietzsche lo desnudó y lo devolvió al mundo para que observase el desastre de su creación. Pero, ya se sabe, Nietzsche.
Más allá de las dudas, Lucía Berlin descansa de dios en sus relatos; cada cual tiene el suyo y se refleja en sus miedos. Pero sí se preocupa por la muerte, en todas sus historias hay muerte, maldad y desasosiego. En su relato, Perdida en el lubre, hay dos ejemplos de ese desasosiego: “Me repetía que estaba loca, pero me asusté mucho y acabé convencida de que el hombre del chubasquero era la muerte, que venía por mí. Entonces pasó corriendo una tropa de seguidores de Jim Morrison, con un casete portátil donde sonaba a todo volumen ¡This is the end, my friend!. Me sentí ridícula. Salí de la cripta e intenté seguir el sonido de sus voces, porque ahora me había perdido sin remedio. Parecía lógico sorprender a la muerte, a esa hora en Père Lachaise mientras corría y corría sin que hubiera ninguna salida. Oía el tráfico y los cláxones a lo lejos, pero no veía un alma, ni gatos o pájaros, ni siquiera al hombre del chubasquero.”
Y, unas líneas después: “Cuando la gente moría, ¿se daba cuenta, en el momento que venía a buscarla? Mientras agonizaba, Stephen Crane le dijo a su amigo Robert Barr: No se pasa mal. Sientes que te vence el sueño… y no te importa. Apenas una sutil angustia por no saber realmente en qué mundo estás, nada más.””
Este ejemplo se repite a menudo a lo largo del libro y es bien ilustrativo de las obsesiones de una escritora que las describe con una aplastante; hasta el punto de parecen un fruto más de la naturaleza que, en cada relato, muestra su benevolencia y también su rabia. El mundo siempre está presente en la escritura de Lucía Berlin y ese mundo, así mismo, está muy lejos de la perfección. Todo se acaba con la muerte, el sueño que no se puede apresar, por más que suframos antes y que sufran los que nos rodean y los que sufren en las antípodas.
Lucía Berlin conoció el submundo de la conciencia, el lado oscuro de la vida. Luchó contra el alcoholismo, contra el abandono, contra la incertidumbre, no de saber lo que había detrás del gran muro, sino de contemplar lo que ocurría en cada presente sin poder explícaselo, salvo con el ejercicio de la literatura. Pero era rebelde y se zambulló en la vida, a pesar de la maldad implícita en el ser humano, nunca rebajó sus expectativas, supo que también había bondad y resignación y, en cierto modo, también redención. Vivió y a veces, algunas noches, también tocó el paraíso. Desde luego, sus relatos sí lo hicieron.
Muchas lecciones se pueden sacar de este libro. Pero me inclino a destacar una que a veces queremos olvidar: Decía Horacio (en versión coloquial de José María Merino) que contra la necedad no pueden ni los dioses.
Ese es el gran mal de todos los tiempos: la necedad. Y contra ella luchó Lucía Berlin.