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EL MÉTODO Aprender lo que no se debe hacer

Belén Ordóñez Badiola

Belén Ordóñez Badiola

De las doscientas personas que acudieron a la charla, se levantaron y se marcharon aproximadamente la mitad.

Los que se quedaron fueron empequeñeciendo poco a poco sin darse cuenta.

Ochenta y ocho teclas en blanco y negro os separan de la realidad. La férrea disciplina solo entiende lo pactado. Si en algún momento descubrís otros horizontes más atrayentes, tenéis que abandonar, pero recordad que la marcha atrás supone un retraso que es muy difícil recuperar. Llegado el caso no conviene buscar demasiadas explicaciones. Solo hay que analizar lo que uno siente, y si vuestra ilusión es disfrutar el día a día no estáis en el lugar adecuado. Aquí, con un poco de suerte, sólo se vive feliz al final del camino. El trayecto está trazado, es inamovible y no existe la improvisación. Si no desperdiciáis las horas de sol a sol llegaréis antes, pero si sois soñadores y necesitáis hacer muchas paradas para reflexionar, analizar y sentir,  debéis renunciar. Siempre ha sido así, aquí no se viene a perder el tiempo.

De las doscientas personas que acudieron a la charla, se levantaron y se marcharon aproximadamente la mitad. Con energía abandonaron el auditorio indignados y convencidos de su decisión.

Los que se quedaron fueron empequeñeciendo poco a poco sin darse cuenta. Pensar engrandece, y ellos optaron por no hacerlo porque al margen de no estar acostumbrados, siempre les había dado pereza,  prefiriendo obedecer. Siguieron escuchando con atención diciendo a todo que sí. El «maestro» iba tanteando, (experiencia no le faltaba después de tantos años) y cuanto más hablaba, más convencido estaba de sus razonamientos.  Casi gritando preguntó in crescendo tres veces a los presentes, si estaban dispuestos a someterse al duro método, siendo este el único punto de inflexión para llegar a lo más lejos. Con pavor y temblando contestaron afirmativamente, unos susurrando, y otros simplemente asintiendo con la cabeza, algunos miraron al suelo para no encontrarse con su mirada. Al finalizar el discurso les instó al aplauso, y con un gesto orgulloso por el trabajo bien hecho se despidió  con un «hasta mañana a las nueve en punto», y el eco de sus enérgicas pisadas.  

Transcurridos unos minutos, cuando ya tenían la certeza de estar solos en la sala, respiraron por fin con tranquilidad, y en silencio asimilaron toda la información. Les costó mucho esfuerzo ponerse de pie, pensaron que las butacas habían crecido porque las dimensiones desde su visión habían cambiado. El suelo estaba muy lejos, tuvieron que saltar (algunos se dañaron al caer)  y el camino hacia el gran piano de cola se hizo interminable. Con dificultad y agotados treparon por las patas del taburete ayudándose unos a otros (eran muy resbaladizas), con un impulso consiguieron subirse al teclado. Una vez allí se tumbaron encima del frío marfil, unos sobre blanco, otros sobre negro y todos esquivando la corriente que entraba por las ranuras. Con mucha atención se relajaron escuchando  lo que el piano les decía con cariño. Primero se expresó en modo menor, y después cuando moduló al modo mayor añadió diferentes matices y tonalidades. Merced a esa cercana y enriquecedora experiencia aprendieron a sentir y pensar por sí mismos. La decisión unánime fue escapar para siempre.

Desde hace años se dedican a la docencia, y gracias al inicio fatídico de aquel día saben lo que nunca deben hacer.

(Excepto uno, que disfruta aplastando…)

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