
Sin ironía el pasado sería un campo de minas; sin humor esas minas explosionarían destruyendo el presente.
El relato autobiográfico es como el canto del loco. Sale de la garganta, pero no apunta en ninguna dirección concreta. ¿O lo hace en todas?
Si hay una verdad universal que no admite contradicciones (aunque nos empeñemos en buscarlas) es que la realidad es una y que los acontecimientos que la sostienen ocurren y han ocurrido de una manera determinada, al margen de los esfuerzos, ímprobos en muchos casos, de los hombres y las mujeres por cambiar la fisonomía de esa realidad en la medida de cada conveniencia individual o colectiva. O, mismamente, para escapar del horror inhabitable de la mediocridad que, con frecuencia, invade esa realidad o, mismamente, contarla para que no se repita o denunciarla si se repite en su zafiedad.
Si hubiéramos de buscar un territorio donde la realidad como verdad prime sobre otras apreciaciones, éste estaría cerca de la Historia como voluntad. Sin embargo, en el camino de esa búsqueda, nos topamos con muchos inconvenientes, algunos surgidos de la propia concepción de la Historia, que es, a lo sumo, la voluntad de contar lo que ocurrió tal y como ocurrió y describir la realidad que acogió a nuestros predecesores y cómo estos se enfrentaron a ella. Misión imposible, como es sabido, aun cuando no se dude de la honestidad y el buen criterio de los relatores.
Así pues, la Historia es la primera en interpretar la realidad desde un punto de vista narrativo y, como tal, abrir nuevas perspectivas en torno a la verdad única inicial. Paralelamente (a veces, incluso, imbricadas de tal forma con ella que es imposible separarlas) la literatura, las artes, la comunicación, la propaganda y, ahora, internet y las nuevas tecnologías vinieron a reforzar la idea de que la interpretación de la realidad sustituye con más frecuencia de la debida a la propia realidad.
Cuanto más nos abruma la realidad, la presente, la que pisan nuestros pies y moja nuestro calzado, más nos impone el pasado, la memoria, la historia y si ésta es cercana a nuestras pisadas con más motivos pues, de oído o de facto, nos pensamos testigos de la evolución de los acontecimientos, miembros de derecho de la historia y, por lo tanto, con derecho a su interpretación, como no podía ser de otra forma. La perspectiva individual tiene mucho que ver con la transformación de la realidad. El ejercicio de la memoria exige “tenerlos bien puestos”, ya que nos metemos en el terreno movedizo de la ficción, que es ancestral esencia de la realidad cuando es contada. La ficción no tiene nada que ver con la mentira, siempre acechante y presta a ser manipulada por intereses de todo jaez, sino con una de las aristas más pronunciadas de la verdad que supura la realidad, sin la cual esta última sería difícil de soportar. Los hechos son el yunque que moldea la realidad y sólo pueden ser asumidos desde la ironía. Sin ironía el pasado sería un campo de minas; sin humor esas minas explosionarían destruyendo el presente, socavando el futuro, que también pertenece al terreno movedizo de la ficción.
Asunto peliagudo éste de interpretar la realidad de la que no podemos sustraernos a través del pasado del que tampoco pudimos sustraernos y que nos sigue pisando los talones. Asunto también controvertido, que el gran Wyoming, personaje multifacético y perspicaz, máscara procaz y descarada de José Miguel Monzón (1955), defensor de la libertad y la igualdad, viajero y contumaz en sus ideas, resuelve con ironía y humor, utilizando el relato autobiográfico para interpretar la realidad en la que vivió y en la que vive.
El relato autobiográfico no tiene nada que ver con ese relato que nos empeñamos en inventar en la era de las nuevas tecnologías y que se refiere comúnmente al devenir político; ese relato que nos seduce con la mentira más que con la ficción y que devalúa la realidad porque no la interpreta en su justa medida. El relato autobiográfico es como el canto del loco; sale de la garganta, quizá enfurecida, quizá esperanzada, pero no apunta en ninguna dirección, ¿o lo hace en todas?
Wyoming denuncia y expone su verdad; Monzón vive y relata lo vivido. La furia y los colores, que describen con fuerza y contundencia su interpretación de la realidad, la que soportó y la que vive con la memoria omnipresente.
Yo nací unos cuantos años más tarde; los suficientes para pertenecer a una generación puente entre dos realidades, para llegar siempre tarde a todo, a la lucha contra la dictadura y a la movida, escaparate de nuevas ilusiones, a la apertura y la democracia; la generación de la ausencia. Su relato, por fin, me ha convencido de que también, como muchos otros, pertenecí a ese mundo, viví realidades similares y vivo la realidad que nos ha tocado. El tiempo nos provee de estas contradicciones, pero también de recursos para afrontar un futuro que ya es presente si lo sabemos gestionar.
De modo que prefiero no meterme en honduras políticas (nunca lo hago, por otra parte, salvo en conversaciones de salón) y quedarme con el relato de lo vivido, de lo que se vive con incertidumbre, pero con renovadas expectativas, que igual no corresponden con lo que se vive, aunque sean las que tenemos.
Epicuro aboga por la búsqueda de la felicidad y todos debemos de luchar contra los obstáculos que nos impidan ser felices, independientemente de nuestra perspectiva de la realidad y de nuestras ideas. Por eso animo a leer La furia y los colores del gran Wyoming desde la objetividad que se merece un tiempo vivido, porque ese tiempo nos puede otorgar los argumentos para seguir viviendo e interpretando la realidad desde la libertad de conciencia y expresión. Así sea.