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El garaje

Aurelio Loureiro

Aurelio Loureiro

Era amigo de Ángel y sabía, por terceros, que llevaba algún tiempo viviendo en el garaje.

Ángel se propuso hacerlo, dejarla tranquila, no era quién para entrar como un furtivo en una vida de la que había sido expulsado.

Lo importante no es quien yo sea –por eso no me presentaré-; lo importante es quién era Ángel Pereira y la triste historia que se llevó a la tumba, en el pavimento del garaje comunitario. Al menos tuvo el gusto de ir escribiéndola, día a día, con todos sus pormenores, hasta que no pudo más.

El problema es que la escritura de Ángel es tan prolija, extensa, embarullada y falta de estilo, que no se puede reproducir el original. Una pena; pero haría falta mucha paciencia para soportar la tortura de leer las ciento cincuenta páginas –una por día, durante los cinco meses que duró su agonía-; por más que, probablemente, en una versión reducida se pierda parte de la sensibilidad que Ángel impregnó en cada palabra. No obstante, antes de meterme en honduras, creo que debo aclarar cómo llegó hasta mis manos la triste historia de Ángel Pereira.

La encontré, por casualidad, entre unas mantas que había revueltas en la parte trasera de su coche, varado en el garaje del edificio donde había vivido Ángel los últimos cinco años. El coche estaba abierto y, curiosamente, más limpio de lo previsible en un habitáculo que había hecho las veces de vivienda.

Me había desplazado hasta allí avisado por un vecino de Ángel, después de comprobar éste, durante varios días, que Ángel no estaba en el lugar que había elegido para vivir; tampoco se le había visto por el barrio. Sabía este vecino que yo era amigo del desaparecido y, quizá por eso, depositaba en mí una responsabilidad que no hubiera querido para nadie.

En efecto, era amigo de Ángel y sabía, por terceros, que éste llevaba algún tiempo viviendo en el garaje, dentro de su coche. No le di mucha importancia. Pensé que se trataba de una de sus excentricidades y que pronto volvería al lado de su compañera. Tampoco pensé qué opinaría Eva Elisa del comportamiento de Ángel. Como yo, todos los vecinos de la comunidad pensaban que era la exposición de una rareza, quizá una performance, y aceptaron la anomalía casi como un signo de distinción, hasta que la anomalía se hizo costumbre. Ángel era un artista y los artistas tienen esas cosas; si no, no serían artistas. Todo era más complicado. Pero eso no lo sabría hasta después de leer los ciento cincuenta folios de su historia.

Acudí con la sensación de que le había fallado a un amigo. Un sentimiento de culpa que me invitaba a detener el coche en el que viajaba y dar la vuelta; olvidarme del asunto otra vez. Pensé que tenía que haber ido a verlo cuando me enteré de su decisión de vivir el resto de su vida en el garaje. Busqué excusas. Imaginé coartadas. Pero no encontré más que un vacío que llenaba de obstáculos el trayecto hasta la calle y el edificio donde Ángel había pasado los últimos días hasta su desaparición.

En la puerta del edificio me esperaban varios vecinos que se hacían cruces por lo sucedido. Me condujeron al garaje, donde hablaban atropelladamente algunos más, todos reos de la misma expresión de incertidumbre. No hice preguntas, ni ellos me ofrecieron respuestas. Me extrañó que entre los concurrentes no estuviera Eva Elisa. Por fuerza, tenía que haberse enterado de que su compañero había abandonado su  habitáculo y el recinto en el que había decidido exiliarse, obedeciendo a saber qué trauma de la infancia o qué aspiración de genialidad. O, en el mejor de los casos, que Ángel hubiera decidido regresar a una existencia normal y reglada por las normas de la convivencia y hubiera olvidado advertir a los convecinos de que no había por qué alarmarse.

Ángel se caracterizaba por la amabilidad, la educación y la cortesía; dado lo cual, parecía lo más lógico que hubiera convocado una junta extraordinaria de la comunidad para comunicar que volvía a ser un vecino cordial con sus derechos y obligaciones. No hacía falta dar más explicaciones. Todos lo aceptarían sin hacer preguntas. Incluso, tal vez recibiera un aplauso. A pesar de que con su vuelta, tendrían que devanarse los sesos para encontrar otro elemento diferencial que distinguiera su garaje de los garajes de otras comunidades.

Mientras avanzaba hacia el coche de Ángel pensé que lo mejor que podía hacer era subir al piso de Eva Elisa y, con su connivencia, desvelar el misterio que amenazaba con convertirse en un sentimiento colectivo de impotencia ante una sorpresa de semejante calibre. Cuando encontré el manuscrito de Ángel, sin embargo, supuse que era mejor esperar a leerlo con calma y así evitar un resbalón, por mi parte, del que me pudiera arrepentir. Como habréis intuido la ingenuidad consta como la primera de mis virtudes.

Miré alrededor y no percibí nada raro; salvo la aureola de una presencia que escapaba a mis sentidos. No dije nada a los allí reunidos, que no se habían percatado de la celeridad con que había hecho desaparecer el manuscrito en el interior de mi abrigo. Me limité a declararme solidario con su preocupación, manifestarles que me ocuparía del asunto y me despedí, prometiendo que volvería.

Varios días me ocupó desentrañar aquel jeroglífico que parecía extraído de las meninges de un ser extraviado.

Y, en cierto modo, lo era. Ángel lo había perdido todo; salvo el tiempo, un tiempo falaz que no le servía para mucho; que le sobraba, incluso, para trazar los rasgos más protuberantes de su desgracia, pero que ni siquiera era capaz de situarlo en un punto preciso del desarrollo de los acontecimientos. Circunstancias que, a duras penas, logré desentrañar en el fárrago de palabras y signos de puntuación.

Ángel Pereira no era escritor. Su faceta artística se desenvolvía en el territorio de la pintura y lo hacía con frescura y una humildad impropia de un artista. Su obra estaba reservada a unos pocos que conocíamos su grandeza. Él también era consciente de que tenía algo especial y que, con un poco de esfuerzo por su parte, las galerías se lo rifarían. Pero, para Ángel, la pintura era una pasión –a la que había entregado su vida- y las pasiones deben permanecer en la intimidad del artista para que no se perviertan. Pintaba poco, prefería observar la vida y huir de todo lo que representase algún tipo de dolor para su espíritu; sólo vendía un cuadro cuando necesitaba dinero y a beneficio del comprador, pues su caché era siempre la voluntad del que pagaba. Ésta solía ser generosa, ya que sus cuadros son, realmente, buenos.

Su vida había transcurrido en el mismo anonimato. Ángel no paraba mucho en un sitio. Cambiaba de casa con frecuencia. Su única impedimenta, más allá de la ropa y los utensilios de aseo, eran sus telas, sus cuadros, algunos libros, sus óleos y sus pinceles. Viajaba mucho, buscando pasar desapercibido. Tuvo amores; de los cuales conservaba un buen recuerdo. Pero nunca se dejó llevar por la nostalgia, hasta estos últimos meses.

A simple vista, podría considerarse que Pereira era un vagabundo, un artista extravagante, un egocéntrico, un ser desarraigado. Nada más lejos de la realidad. De las pocas cosas que me contó sobre su vida y a juzgar por lo escrito en su diario póstumo, siempre buscó la estabilidad, ser un ciudadano normal y corriente, sin la presión de tener que demostrarse a diario que no era un pintor vulgar. Buscaba una intimidad que lo  alejase del dolor y las decepciones.

Y la encontró cuando conoció a Eva Elisa. Se enamoró y la felicidad duraría cuatro años. De ahí que, cuando Eva Elisa le ofreció trasladarse a vivir a su piso, Ángel no lo dudó. Era un hombre nuevo. La convivencia era buena. Hacían buena pareja, se querían y durante ese tiempo Ángel nunca sospechó que Eva Elisa no estuviera enamorada de él o no fuera feliz a su lado. Era tan feliz que cualquiera de las pequeñas discusiones que, de tanto en tanto, tenían, eran para él diminutos obstáculos que pasaban pronto al olvido. En ese estado de calma chicha no percibió los nubarrones que ensombrecían la ventana de su estudio.

Hace cinco meses todo cambió, sin embargo. Una pequeña discusión, un malentendido y estalló la gran sorpresa. Eva Elisa le conminó a que abandonase su casa y, con las mismas, se alejase de su vida. El mundo de Pereira se derrumbó. Era consciente de que, cuando Eva Elisa tomaba una decisión, era muy difícil que se volviera atrás. Fue en ese momento que Ángel decidió trasladarse al garaje; por suerte, había tenido la precaución de alquilar una plaza para su coche (nunca había tenido un vehículo hasta que empezó a vivir con Eva Elisa y, entonces sí, vender algunos cuadros). Con dos mantas por ajuar se despidió de ella y bajó al garaje, con la sensación de que aquello era definitivo.

Con la precipitación no se percató de que instalándose en su coche la vería cada vez que ella fuese a recoger o a dejar el suyo. Cuando se dio cuenta, ya era tarde. No le fue fácil al principio. No tanto por el frio o la incomodidad de vivir en un espacio tan reducido; como porque cada vez que la veía pasar sentía ganas de gritar pidiéndole clemencia. Ella no lo veía o aparentaba no verlo; como si una condición del abandonado fuera la invisibilidad. Ángel no se atrevía a salir del coche mientras ella pululaba por el garaje.

Fue una etapa dolorosa, ya que, de tanto pensarlo, sin entender la causa de la ruptura, llegó a la conclusión de que él tenía la culpa y que Eva Elisa había hecho bien librándose de una relación tóxica. Le traía sin cuidado lo que había dejado atrás: sus cosas, sus libros, sus cuadros, sus bártulos de pintar. Ella ocupaba su hálito vital, a la vez que su ansiedad iba en aumento. Decidió escribir el día a día y se acostumbró a vivir de prestado. Era conocido en el barrio y no le costó mucho disponer de un plato de comida o de una ducha para asearse. Al margen de esos momentos en que, a regañadientes, salía del garaje, sus relación con los demás se remitía a los saludos de cortesía con los vecinos, que también ayudaban a su supervivencia y a un único pensamiento: Eva Elisa.

Dicen que una de las características del ser humano es su capacidad de adaptarse al medio. Ángel Pereira lo hizo a marchas forzadas y, a consecuencia de ello, empezó a mermar; no de un modo fulgurante, sino poco a poco. Él lo percibía y lo achacaba a otra jugarreta de la providencia. Los vecinos aparentaban no darse cuenta; quizá con el ánimo de no añadir más motivos al deterioro físico y mental de Ángel, que empezaba a ser alarmante.

Tampoco Eva Elisa demostró darse cuenta, cuando Ángel, al fin, se decidió a salir del coche y, asumiendo sus errores y meteduras de pata, pedirle que recapacitase. Sin ella, todo era soledad y frio. Ella, por el contrario, lo único que le pedía era que la dejase tranquila.

Ángel se propuso hacerlo, dejarla tranquila, no era quién  para entrar como un furtivo en una vida de la que había sido expulsado, ya no era quién. Lo consiguió a intervalos. Entonces, no salía del coche y miraba para otra parte cuando aparecía Eva Elisa; ella parecía agradecérselo.  Pero cada vez que se acercaba a ese estado de laxitud en el que el dolor más punzante se ha calmado, tenía una nueva recaída y volvía a cometer los mismos errores, a rogarle, a arrastrase ante ella en aras de un amor que decía no poder superar; una nueva metedura de pata que añadir al inventario de meteduras de pata.

Entretanto, su adaptación al medio iba viento en popa. La reducción de su cuerpo permitía que tuviera menos necesidades físicas. Incluso el dolor del abandono remitía a veces. Apenas salía del coche, decidido a permanecer en ese estado hasta que le viniera el final y a olvidar que había conocido a Eva Elisa, que no parecía sentir su ausencia; pero  recordando los momentos felices, la fugacidad de las emociones, aceptando que ella era el amor de su vida, la mujer de sus sueños, y eso no cambiaría nunca. Después de todo, allí, no tenía nada más que hacer que pensar en ella, soñar con ella, idealizarla. Aunque, cuando la veía pasar de soslayo, no pudiera evitar sentirse muy inferior a la mujer que lo había cobijado y ayudado en trances de duda y depresión y en concluir que ella tenía razón y que él se merecía todo lo que le estaba pasando.

Pasado un tiempo prudencial, cuando Ángel Pereira apenas levantaba un palmo del coche, en una de sus inmersiones en el garaje, Eva Elisa se acercó a él y le preguntó qué tal le iba la vida, incluso le dio un beso en cada mejilla. Ya no había duda de que la mujer no percibía la transformación de quien había sido su pareja durante tantos años. A la sorpresa de Ángel, sucedió un halo de esperanza, mitigado por su estado de extrema debilidad.

Así fue durante algunas semanas. La esperanza creía en el ánimo de Pereira cada vez que Eva Elisa se acercaba a él y le daba dos besos; pero luego el silencio de ella y la soledad de él convertían la esperanza en nuevas dudas y en nuevos deseos de olvidar a la que sería siempre la mujer de sus sueños. Ahora con más razón, porque soñaba con ella y con su ausencia.

Hasta aquí llega el relato de Ángel Pereira. No es un final demasiado literario. De modo que me he tomado la libertad de improvisar uno con los datos de los que dispongo. Para mí que el día de autos, fue Ángel el que salió al encuentro de ella. Saltó del coche como pudo, pues su cuerpo ya estaba al límite de la disolución, dispuesto a aclarar las cosas de una vez y que fuera lo que tuviera que ser. Deplorable la tenacidad del diminuto Pereira.

Debió de ser ella, la propia Eva Elisa, la que, sin percatarse o fingiendo no percatarse de su presencia, lo aplastó con la suela de su zapato, quedando su cuerpo incrustado en el pavimento del garaje, oculto de por vida a las miradas.

Era tal la osadía impertinente e ínfimo el cuerpo de Ángel Pereira, que muchos juzgaréis que se lo tenía bien merecido. Yo termino diciendo, porque lo sé de buena tinta, que murió amándola. 

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