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El Filandón, La oralidad en los reinos de la nieve y el frío

Alfonso García

Alfonso García

El día 29 de septiembre de 2009 el Presidente del Bureau Internacional de España entregó al Alcalde de León el diploma que reconoce al Filandón de León como uno de los diez Tesoros Inmateriales de España después de una votación a nivel de todo el Estado. Se instaba entonces a preservarlo “como depositario de esta herencia colectiva” y se subrayaba la importancia de los bienes inmateriales como “puertas de entrada al conocimiento”. José María Merino, por ejemplo, en sus Leyendas españolas de todos los tiempos, abunda incluso en la forma de literaturizarlas, pues el conjunto de leyendas compone “una memoria soñada que es preciso no perder si queremos mantener viva una parte sustancial de nuestro rico y diverso imaginario cultural”.

En 1984 el director de cine Chema Sarmiento produjo la película El Filandón, que engarza, con lenguaje cinematográfico sobre historias literarias, una serie de cinco secuencias narrativas surgidas de un filandón recreado de forma muy original. Cinco escritores –Luis Mateo Díez, Pedro Trapiello, Antonio Pereira, José María Merino, Julio Llamazares- recuperan la tradición del filandón para atender la petición de San Pelayo, el santo cuentista.

Recientemente, tres escritores –Luis Mateo Díez, José María Merino, Juan Pedro Aparicio- han renovado los tradicionales encuentros mediante lo que llaman “filandones postmodernos” –“Letras en la nieve” es su referente identificador- en una gira sorprendente por España y América en la que narran historias breves creando un ambiente mágico y especial que consigue que la palabra se convierta en la protagonista de un espectáculo sencillo.

Desde hace treinta y tres años el suplemento Filandón, de Diario de León, concita las referencias culturales de aquellas tierras, con la conciencia clara de creer que lo universal está en las raíces de lo particular cuando se borran las fronteras.

Este contexto inicial viene a confirmar el apunte hacia el hecho de que se observa cómo la literatura está volviendo a sus orígenes, a la oralidad, agobiados quizá por esa sustitución que se está haciendo en el mundo en que vivimos de las cosas por los sueños.

Cantamos lo que perdemos, dijo Machado. Pero ¿qué es lo que hemos perdido, en este caso?

La Ley de Educación de Villar Palasí marcó en España un hito, un punto de inflexión social que, en resumen, provocó el fin de las formas tradicionales de vida. La concentración escolar vació progresivamente los pueblos, hasta el punto de que hoy es, junto al envejecimiento de la población, uno de los mayores problemas demográficos del país.

El calendario festivo anual tiene unos condicionantes geográficos y climáticos incuestionables, al margen de creencias, labores y herencia recibidas. Los de León –y otras regiones montañosas del noroeste peninsular, seguramente de otras latitudes- tenían, hasta hace muy poco tiempo, los inconvenientes de la orografía, la nieve y el frío. No es de extrañar que la fiesta invernal por antonomasia, al margen de otras puntuales, fundamentalmente religiosas, fuera el filandón, definido por el Diccionario de la RAE como “reunión nocturna de mujeres para hilar y charlar”. Pero hay que añadir mucho más: se trata de reuniones en la cocina de una casa (a veces, más de una) de los vecinos del pueblo, o de algunas familias, después de la cena (la diversidad de casas y pueblos explicará, por ejemplo, las variantes de romances, cuentos o leyendas). En otras ocasiones, el lugar de celebración podía ser la cocina de leña, siempre, eso sí, en torno al llar, el elemento primigenio en que se conservaba el fuego, rodeado por los escaños. Los tiempos, lógicamente, posibilitaron sucesivos cambios de escenario. Incluso se rotaban a veces las casas. La economía, el calor, la vecindad, la oralidad sustentaban básicamente el entramado de estas fiestas. Allí los asistentes contaban cuentos, historias, cantaban canciones tradicionales, recitaban y cantaban romances, sin que faltasen las críticas, las noticias, anécdotas y chascarrillos de lugar. No faltaban los chismes, la lectura de algún pasaje de los escasos libros que existían entre una población esencialmente analfabeta, los chistes, las adivinanzas… El musicólogo Miguel Manzano llamó “torneos músico-verbales” a las burlas cantadas que se dirigían sobre todo los jóvenes, a veces improvisadas, compitiendo en ingenio, agudeza y rapidez. También se organizaban otros entretenimientos, como los juegos de cartas. Mientras ocurría todo esto, las mujeres hilaban –en algunos casos, también los hombres- o cosían y los hombres trenzaban el mimbre o remataban madreñas, arreglaban algunas herramientas o fabricaban pequeñas piezas de madera… En definitiva, la vieja fórmula de compartir presencia y cultura, sin que tampoco faltasen castañas y vino, anís o coñac cuando las cosas estuvieron un poco menos mal.

(Hago, de pasada, una observación curiosa: parece ser que también los hombres hilaban en algún momento, actividad no bien vista, al parecer, pues sabemos –y las Ordenanzas de Huergas y El Millar así lo testifican en el siglo XIX- que se prohibió a los hombres asistir al concejo tejiendo calceta. Posiblemente porque el Concejo era cosa muy seria. Esta reunión en que se trataban los asuntos comunitarios es de honda base democrática. No es de extrañar que el parlamentarismo haya nacido en la capital de la provincia, en las primeras cortes reunidas en San Isidoro el año 1188, tesis que defiende el historiador John Keane: el parlamentarismo no nació en Inglaterra, sino en el Reino de León, cuna de la democracia. Así ha quedado definitivamente establecido y aceptado).

La actividad de hilar dio origen a esta vieja palabra dialectal leonesa, filandón, de origen latino. De filum-i, hilo, con la f inicial latina, como en tantos otros vocablos en estas tierras, filandón es la palabra más conocida para referirse a estas reuniones, aunque haya otras muchas para hacerlo según regiones, cuencas, comarcas, incluso pueblos: fiandón, filandera, filandar, filorio, filandare, filandeiru, hilandera, hilandar, hilandoiro, hilorio, hila, fila, jila (con aspiración)… El antropólogo José Luis Alonso Ponga afirma que esta expresión de la cultura popular, que en León constituye “una seña de identidad”, podría remontarse más allá de la Edad Media. Dada la cultura del aislamiento físico provocado, como queda dicho, por la orografía, la nieve y la carencia de medios de comunicación audiovisual (televisión, radio), esta fiesta de vecindad y de memoria y fiesta colectiva desapareció con la década de los setenta del pasado siglo.

Los filandones tenían lugar en época invernal (octubre/noviembre-marzo/abril), generalmente marcados principio y final por otras fechas de carácter festivo o conmemorativo del ciclo anual: Todos los Santos y Carnaval (Antruejo). El último “de la temporada” se cerraba con una chocolatada, producto presente en estas tierras desde al menos el siglo XVII por la participación de muchos leoneses en la conquista de México. La provincia llegó a tener, a comienzos del siglo pasado, en torno al centenar de fábricas.

Estas reuniones festivas han quedado descritas en numerosas novelas, generalmente de carácter costumbrista, y diversos documentos. Por citar algunas, entre las primeras, y como simple ejemplo, queden aquí los títulos de La esfinge maragata, de Concha Espina, y Vendimiario, de Menas Alonso. Y entre los segundos, el artículo Los montañeses de León, que Gil y Carrasco publicó en 1839 en el “Semanario pintoresco español”. Leemos en Vendimiario (1928): “A él lo que siempre le hizo mucha gracia fue el hilandón, sin preocuparse de su origen. Su tío, que de joven vivió por las aldeas, contaba peripecias, la mar de graciosas, de estas diversiones aldeanas. Todas las noches, en determinadas casas, se reunían las mozas (y se reúnen aún) para hacer la labor de hilar unos cuantos vellones de lana. Después de terminada la tarea entraban los mozos, y, al son de un caldero roto, golpeado con unos palos; a los dulces y milenarios silbidos de una flauta pastoril, y hasta a los acompasados golpes  de una pandereta con sonajas, bailaban incansablemente. Cuando se rendían de bailar, algún cuentista relataba hechos y hazañas de bandoleros, brujas y trasgos, o de apariciones, amores y muertes. Cuando Luis contaba diez años asistió a los hilandones. Su primera iniciación sexual fue en uno de estos hilandones”.

Traigo a colación este texto porque, al margen de algún elemento impreciso o muy localizado, añaden algunos otros que es necesario subrayar:

  • Los niños no tenían prohibido el acceso al filandón y simplemente curioseaban por la casa, aunque preferían acudir, cuando podían, a los de mozos y mozas que, en algunos casos, se reunían en casa aparte. Esto, como parece natural, hacía que, en no pocas ocasiones, se apagase el candil o el aguzo para permitir intimidades, besos y tocamientos entre mozos y mozas. No es de extrañar la presencia de una vieja que, además de sabedora de historias y romances, pusiera orden. “De pronto –escribe Martín Granizo (1929)-, una mano alevosa apaga el candil que alumbra aquella escena. Se oyen gritos, risotadas y besos, a los que se mezclan las imprecaciones de la vieja, quien parece que quiere enfadarse…”.
  • Es verdad que, con frecuencia, los filandones acababan en baile, muchas veces en el portalón de los carros. Cortejar a las mozas fue actividad esencial en todos los tiempos y culturas. Y que de aquí, en una estructura social cerrada, surgieran muchos noviazgos era algo normal. Hasta que fuese oficial este, el ingenio que la memoria de la oralidad nos ha transmitido, llegaba a versos tan curiosos como estos:

Cuando vengas a verme,
ven por lo oscuro,
para que crea mi madre
que eres el burro.

  • El baile se amenizaba con los instrumentos tradicionales característicos de cada comarca (zanfoña, acordeón, gaita…), aunque el tamboril y la pandereta fuesen los más habituales, al margen de materiales incorporados a estos fines musicales: calderos, botellas labradas…
  • Todas estas reuniones, institucionalizadas en la vida cotidiana y con una función de socialización muy importante en que la alegría era la nota, sin duda, más importante, preocupó a las autoridades, a los poderosos y a la Iglesia. Esta intentó prohibirlos, según infinidad de documentos. Veamos dos ejemplos:

-“Libro de quentas de la Iglesia de este lugar de Trobajo. Año 1723”. “… informando el visitador que en muchos lugares por las noches se juntan a los filandoiros concurriendo algunos mozos de que se originan graves ofensas a Dios Nuestro Señor con detrimento de las almas, por que su Ilustrísima [el Obispo] prohíbe dichos filandoiros y sólo permite pueda concurrir una vecina con otra sin admitir mozos y lo cumplan así pena de dos ducados aplicados para la luminaria de dicha Iglesia”.

  • Tabladas, 1729. Auto de visita del Obispo de Astorga José Bermúdez: “Manda S. Ilustrísima al cura evite el pernicioso abuso de los filandones en los que concurren mozos y mozas de este lugar y demás barrios de su Feligresía, pena de Excomunión Mayor. Y en adelante no se presenten en casa o casas que acostumbran hacer semejantes diversiones. Y el dueño o habitador de las referidas casas que las permitiese, el cura los evite de los Divinos Oficios y les saque de multa, la primera vez, seis reales, y doce por la segunda. Y si se llegase a la tercera su contumacia le remita preso a la cárcel de la Corona de Astorga y lo mismo ejecute con las personas que concurriesen a las referidas casas, sacándoles la mitad de la multa antecedente y todo se aplique por la luminaria del Santísimo. Y por todo lo referido se le concede al cura la facultad necesaria con la de excomulgar y absolver”.

Queda bien claro. Pero de todos es sabida la extraordinaria dificultad de desarraigar las costumbres del pueblo, sobre todo cuando tienen hondas raíces y significan la expresión del común, donde se transmitía oralmente la vida, la fiesta, los sentimientos, los mitos, el misterio y los sueños. Las historias, creencias y conocimientos se transmitían exclusivamente por la palabra. Tampoco la Iglesia pudo con los filandones, y hubo de acabar aceptándolos con la condición de que también allí se rezasen algunas oraciones y el rosario (por cierto, costumbre esta última que pervivió como referencia de la religiosidad popular). Solo pudo con los filandones el tiempo, la inexorable tempestad que pone fin a las cosas y las costumbres: la radio, y más tarde la televisión, los hirieron de muerte. Estaban empezando a morir, en realidad, unos modelos de vida que daban paso a los nuevos tiempos.

Las reuniones para contar y compartir tiempo y calor, especialmente en los reinos de la nieve y el frío, se dieron y se dan, sin lugar a dudas, en todas las culturas y en todos los tiempos. Pero no es por ello menos cierto que esta tradición “es sin duda –afirman Emilio Gancedo y Diego José González (Tradición oral, “Biblioteca leonesa de tradiciones”, número 12. Diario de León, 2008. 160 pp.)- una de las más completas y complejas creaciones de la cultura y el modo de ser leonés”. Por varias razones que ahora sería prolijo enumerar y analizar. Subrayamos dos. La primera tiene que ver con el carácter oral de la literatura leonesa, en cuanto que requiere –según afirma Miguel Díez- de “la combinación de la palabra hablada como forma de transmisión y de la memoria como sistema de archivo”. No es de extrañar que buena parte de la amplia y magnífica nómina de escritores leoneses actuales estén vinculados y deban tanto a la oralidad.

En segundo lugar hay que hablar de la pervivencia de esos archivos vivos de la memoria. Muchas de las personas que asistieron a la muerte de los filandones eran depositarias de esa tradición oral en ellos aprendida y transmitida de generación en generación. Son el resultado del ejercicio colectivo de la memoria mantenida durante siglos. Y en no pocos casos, teniendo en cuenta la riqueza inmensa de esta oralidad –posiblemente, una de las zonas más ricas del mundo occidental-, se llegó a tiempo para recuperar, aunque solo una parte, de forma metódica y rigurosa en la mayoría de los casos, archivada hoy definitivamente en papel y/o documentos sonoros.

Recordar tres o cuatro obras en este sentido, al margen de muchas otras parciales (es referencia obligada La voz viva, de Marta Andrés Nistal. Centro de Cultura Tradicional Ángel Carril, Salamanca, 2009. 586 pp. Esta magnífica obra, una importante contribución al estudio de la tradición oral en España, Premio de Investigación Etnográfica Ángel Carril, transcribe y analiza la tradición literaria oral en una sola localidad, Villamuñío, tema en el que la autora trabajó durante más de dos décadas), es hablar del patrimonio que supusieron aquellas fiestas pobres, limitadas, sencillas pero populares, que, a la larga, se han convertido en un valor antropológico y etnográfico de indudable interés y hondo calado.

Acabo con la reflexión tan reiterada sobre la necesidad de difundir todo este trabajo realizado sobre la oralidad. Y es que la cultura como enriquecimiento personal no se hereda. Pero se aprende de muy diversa manera. Nosotros tenemos la obligación de ofrecer a la sociedad algunas de esas maneras de acceso.

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