Un paisaje casi sin contaminar por el hombre, con inmensas superficies apenas transitadas.
Las hadas viven en el interior de esas colinas verdes y sedosas, especialmente en las de adorable y perfecta forma cónica.
En Escocia un valle es un “glen”, las montañas se llaman “ben”, un río es un “amhaim”, un bosque es un “coille” y una cascada se llama “eas”; por supuesto, un lago es un “loch”. Cada accidente geográfico se une en armónico puzzle con varios de sus compañeros y todas las piezas encajan a la perfección para formar un paisaje de ensueño. El verde infinito lo tapiza todo; el musgo mullido compite con helechos elegantes, el suelo es una esponja gigante que absorbe como puede el agua que inexorablemente cae de cada nube que se forma en el cielo. Un paisaje casi sin contaminar por el hombre, con inmensas superficies apenas transitadas y rincones a los que seguramente no habrá llegado nadie en años. Un paisaje ideal, el perfecto “locus amoenus” donde sentirse en paz con la naturaleza; protegido y tranquilo. Un paisaje inofensivo. O quizá no.
El maravilloso Glencoe deja sin aliento al que llega a él por la concurrida carretera A 82. Una U mayúscula, como de imprenta divina, transformada en valle grandioso escoltado por montañas redondeadas y recorrido por caminos vacíos de caminantes. No hay en él ningún núcleo de población. Humana, se entiende. Las hadas de Escocia son unos seres diminutos, de carácter caprichoso y de naturaleza traviesa y dañina. Viven en el interior de esas colinas verdes y sedosas, especialmente en las de adorable y perfecta forma cónica. A la luz de la luna o riéndose de la lluvia, danzan alrededor de ellas y mientras bailan hacen nudos en cintas azules y con su mano izquierda los van lanzando sobre sus hombros. Es posible que si alguien se decide a adentrarse en el valle, encuentre una de estas cintas, pero bajo ningún concepto debe deshacer estos nudos de hada, pues caerá bajo el embrujo de las pequeñas criaturas y podrá ser raptado por ellas en cualquier momento de su vida. En Glencoe también es probable descubrir en el terreno las marcas del recorrido de sus pasos de baile, círculos que destacan por su tono amarillo, sospechosamente maldito rodeado de tanto verdor. Es peligroso quedarse a dormir en sus proximidades, y ni siquiera es aconsejable estar cerca al anochecer, cuando a las hadas les gusta remover la turba lanzando rayos sobre el suelo, y fabricar flechas y hachas perforando y triturando rocas; no es buena idea molestarlas mientras realizan estas tareas. Es casi imposible verlas, dado su pequeñísimo tamaño y sus vestidos verdes de camuflaje, pero en el silencio de la noche, en el valle encantado, a veces se oye un estridente zumbido: son las bridas agitadas de los caballos que roban en las aisladas granjas para galopar en procesión y sin descanso. Los campesinos encuentran a sus animales jadeando en los establos a la mañana siguiente, blasfeman en voz alta, les dan agua y los dejan descansar todo ese día.
El Lomond es el primero de los lagos que aparecen en el camino hacia las Highlands. Es, además, el más grande de Escocia, con lo que la imagen de sus aguas plácidas que tienden al horizonte y se pierden entre bosques intrincados y playas de piedra no puede ser más bucólica. Pero ojo, no hay que fiarse de las apariencias. Es preciso ser cauto al detener el coche y buscar el lugar en el que posar para la foto; por las orillas del lago Lomond vagan espíritus. Puede que, a dos pasos del fotógrafo, observe la escena una niña ahogada mientras jugaba con su muñeca y fue engullida por una crecida repentina, una familia entera que murió de frío en una noche invernal y tuvo la mala fortuna de salirse del sendero, un vaquero que no encuentra descanso en busca de quienes robaron su ganado y fueron los responsables de que el cruel amo masacrara a su familia como castigo. No son fantasmas peligrosos; al contrario, son sociables y gustan de acercarse a la gente, quizá por curiosidad, quizá por aburrimiento, pero pueden asustar sin quererlo, y el primer “selfie” junto a un lago escocés puede terminar en chapuzón no deseado.
Los ríos en las Highlands aparecen sin avisar; un rumor sordo de pronto se transforma en un rugido que avisa de la presencia de torrentes de aguas impetuosas que parecen surgir de la nada y que cincelan un bosque o una ladera cualquiera, logrando embellecer aún más lo que ya era bello de por sí. Pero cuidado, ahí debajo del agua hay una criatura peligrosa. En todos los solitarios y escondidos ríos de Escocia, también en el River Garry, cerca de Fort Augustus, acecha la taimada bestia que atrae a sus descuidadas víctimas hasta la orilla para lanzarse sobre ellas y ahogarlas sin piedad. El Kelpie, según la leyenda, emite un grito quejoso que imita el de un humano pidiendo auxilio para atraer a su presa. Otros dicen que a veces aparece en el borde del agua amable y persuasivo, invitando al que se le acerca a montar en su lomo; una vez conseguido su objetivo, lanza al incauto a su tumba de agua. Por supuesto, hay pruebas de su existencia, huellas marcadas en la piedra arenisca de las orillas de los ríos que el depredador mitológico ha dejado detrás de sí en un descuido. Y muchos han oído su plañido engañador, en las primeras horas del día o al anochecer, flotando en la suave corriente de un río aparentemente tranquilo. Es tentador acercarse a la ribera e intentar descubrir sus crines… pero mejor no aventurarse demasiado, no arriesgarse a terminar las vacaciones antes de lo previsto. Es más seguro conformarse con visitar The Helix, unas millas al norte de Edimburgo. Allí se yerguen majestuosas dos esculturas metálicas de 30 metros de altura que rinden tributo al mito celta del caballo de agua.
Todo el mundo ha visto esas fotografías de grano grueso que parecen mostrar sin ningún género de dudas una criatura sin identificar emergiendo de las profundidades del Lago Ness. La gran mayoría fueron rechazadas como fraudes, pero… ¿qué explicación puede haber para los incontables avistamientos a lo largo del tiempo? Los primeros se remontan al siglo VI, y fue un monje, de camino a Inverness, el que se cruzó con la temible criatura que se divertía aterrorizando a los vecinos de las orillas del lago. El valiente monje utilizó su arma más poderosa, la señal de la cruz, y ordenó al monstruo regresar por donde había venido. El monstruo, milagrosamente como no podía ser de otra manera, obedeció y desapareció entre las olas. A partir de ahí se le ha visto durante siglos. ¿Hay un monstruo habitando este lago de veintitrés millas de largo y con una profundidad de más de doscientos metros? Navegando en uno de los barcos que realizan un “crucero” de una hora sobre sus aguas oscuras, es inevitable fijarse en la superficie y notar las extrañas ondas que en ella se forman sin que aparentemente nada las haya podido alterar; nada sino el despertar de un esquivo e inmenso animal de negra joroba y esbelto cuello alargado.
En Escocia hay bosques de pinos, de robles, castañares… pero en este suelo ácido e infértil, en este clima frío, húmedo y ventoso, el rey es el abedul. En Glen Affric los abedules forman magníficos bosques en los que crecen también gran variedad de musgos y líquenes; son el hábitat elegido por hongos, escarabajos, aves que se refugian en los agujeros de sus troncos blanquecinos y… el Ghillie Dhu, por supuesto. Su nombre significa “muchacho de pelo oscuro” y es un elfo pequeño e invisible que habita las profundidades de los bosques escoceses, especialmente los abedulares. Es solitario y se camufla con hojas y musgo cuando algún humano se acerca. Solo sale de noche y se pone furioso si alguien osa traspasar – aunque sea sin querer- el umbral de su preciado hogar hecho de hojas. Sin embargo, solo exhibe su mal carácter con los adultos; es amable con niños y jóvenes y si alguno de ellos se extravía en el bosque los conforta antes de acompañarlos y guiarlos a la salida. Es preciso, pues, ser cuidadoso y no molestarlo al adentrarse en uno de estos bosques y disfrutar del olor a tierra mojada, de las formaciones fantasmagóricas creadas por raíces y ramas retorcidas sobre el suelo, del sonido de las propias pisadas amortiguado por la alfombra de hojas y hierbas, del silencio y del aire limpio en el que flota la humedad siempre presente.
Escondidas en angosturas rocosas y recovecos se cuentan por decenas las cascadas. Casi cada río forma alguna y todas compiten en belleza y espectacularidad. Las Falloch son anchas e invitan al reposo en su contemplación, las Foyers están rodeadas de una vegetación exuberante y de caminos encantadores, las Plodda se enorgullecen de ser las más altas y cuentan con una increíble plataforma de observación… Son algunas de ellas en los alrededores del lago Ness. Accesibles fácilmente, tras un corto paseo siempre bien señalizado y con la guía del estruendo que las anuncia, las cascadas dejan caer su caudal desde mayor o menor altura en una fiesta de espuma y burbujas. Pompas que flotan, transparentes y risueñas hasta que se desintegran en la corriente. Aunque no todas. Algunas burbujas son de un tono morado claro y no son lo que aparentan: son Dracae, espíritus de agua que viven tras las cortinas líquidas de las cataratas escocesas. Seducen a mujeres jóvenes y a niños, y para ello toman la forma de anillos o copas de oro y flotan delante de los ojos de las víctimas. Quien recoge la joya es llevado preso a las profundidades y se convierte en su sirviente durante siete años. Luego, se les permite volver a la tierra. Queda avisado el viajero codicioso: hacerse con un regalo aparecido a los pies de una cascada tiene un precio.
La visión de la isla de Skye no tiene necesidad de leyendas, pero la toponimia popular es explícita y, aunque no figuren en ningún mapa, existen un Fairy Glen y unas Fairy Pools .En la irreal tranquilidad de la isla, las hadas viven aquí entre el brezo que cubre las faldas de las montañas y llega hasta el mar. No sería descabellado pensar que hadas y “selkies” – sirenas que dejan su forma original despojándose de su piel de foca – comparten risas e historias de humanos poco avispados que caen en trampas y engaños con una facilidad pasmosa.
También en las ciudades, bajo la lluvia o un compungido cielo gris muy oscuro siempre a punto de llorar, hay seres sobrenaturales. Los cementerios están sembrados de tumbas y lápidas centenarias, de historias de fantasmas y espectros: Jenny Wi, la “Dientes Afilados” recorre la necrópolis de Glasgow en busca de niños que comer; Lord Advocate asusta a los intrusos en el Greyfriars Kirkyard de Edimburgo a pesar de que su tumba está concienzudamente sellada. Algunas noches, bajo la mole del Castillo se escucha el sonido lejano de un tambor que, dicen, es tocado por el tamborilero sin cabeza que hace la ronda vigilando la fortaleza y la ciudad. Y en el laberinto subterráneo que forman los callejones de la Edimburgo del siglo XVII, en la triste profundidad del Mary King´s Close, donde la peste barrió la vida bulliciosa del barrio de mercaderes, se encuentra el espíritu de Annie, una niñita que fue abandonada cuando se contagió de la enfermedad mortal y llora porque se llevaron su muñeca. Ahora los visitantes dejan peluches en su habitación y Annie les susurra: ”Gracias”.
Son inagotables los mitos y las leyendas. Una trenza de misterio, hechizo y fascinación lo ciñe todo. Poderosos castillos, vaguadas y veredas, caserones de muros de hiedra y piedra, carreteras perdidas… Escocia se envuelve en sombras huidizas y arcanos enigmas.
Al fin y al cabo, ¿qué se puede esperar de un país cuyo animal nacional es el unicornio? Símbolo de belleza y valor, de inteligencia y orgullo, de nobleza y amor por la libertad. No hay mejor criatura para representar a esta tierra única y a su audaz gente. A esta tierra hecha de agua y magia.