La escuela, como todo lo industrial, se sirve en lata, encajonando a los alumnos.
Hasta que no se expande como el hombre de Vitrubio, el ser humano no conoce su verdadera dimensión.
Todo lo industrial se comercializa en lata o envuelto primorosamente en plástico, pero encerrado. Las vacas, los cerdos, las gallinas viven constreñidos en cajones durante sus pobres vidas, bajo el día sin noche de las bombillas led, para proveernos de leche, de huevos y de carne. Hay quien pregona que al comérnoslos nos contaminamos de su tristeza, que su mórbida inmovilidad termina instalándose en nuestro ADN al final de su viaje a través del sistema digestivo, de tal modo que nos enturbia el ánimo y ensombrece nuestros horizontes.
Quizá solo sea una sugestión. En cambio, es más que cierto, es patente el enclaustramiento de nuestros alumnos. Viven la mejor parte de sus mañanas enlatados en pupitres donde a veces no caben del todo. Recuerdo un chaval que a los once años medía dos metros y nueve centímetros. Es imposible no recordarlo sentado en la misma talla de silla que el resto de sus compañeros. Había aprendido a recoger los látigos interminables de sus piernas en el hueco de la mesa. Allí, como todos, asistía a las disertaciones bienintencionadas de sus profesores de Matemáticas, Biología, Lengua, Historia… «Este chico es flojo, no estudia suficiente, no trabaja» era la cantinela más repetida en las juntas de evaluación. No recuerdo que se mencionara, como no fuera jocosamente, el meritorio esfuerzo que hacía por encajar en su potro de tortura.
Nuestra escuela no ha superado todavía la primera revolución industrial. Sigue sometiendo a los humanos a las cadenas de producción, los sigue hacinando en prototipos, clasificando con leyes uniformadoras, sin atender a la individualidad que pregona. Solo hay una asignatura que tiene permiso y libertad para desatarlos del pupitre, desplegarlos, sacarlos a los cielos abiertos y ofrecerles una visión un poco más abierta. Es cierto que hasta esta asignatura está contaminada también por la ceguera ambiental, que hay profesores de esta materia (los menos) que atiborran de teoría a sus pupilos y los devuelven a la clase a garabatear exámenes escritos, es cierto que hay equipos directivos que dilatan las ratios juntando varios grupos que aderezan además con secciones bilingües y que por añadidura hacen coincidir a la misma hora y en el mismo espacio porque «en Educación Física cabe todo».
Y cabe mucho, es cierto. Pero conviene tener en la mente aquel dibujo que Leonardo Da Vinci trazó hacia 1490, el de un hombre inserto a la vez en un círculo y en un cuadrado, con dos posiciones sobreimpresas de brazos y de piernas. Lo conocemos como el hombre de Vitrubio. Lo que pretendía Da Vinci era estudiar las proporciones ideales de un ser humano y se inspiró en las notas de un arquitecto de la antigua Roma llamado así, Vitrubio. Pues bien, aunque hayan pasado cinco siglos, esas siguen siendo las verdaderas dimensiones del ser humano. Solo cuando se despliega con las piernas y los brazos alcanza su tamaño verdadero en la realidad, en la naturaleza, en el universo. Lo demás son proyecciones, sueños más o menos ilusionantes, quimeras muy convincentes, cajoneras mentales.
En un mundo cada vez más interior, metido entre rascacielos, en medio de una sucesión de calles estrechas y paredes más estrechas, en la profundidad sin salida de las pantallas digitales, donde el ideal de muchos es tumbarse en el sofá con el mando en la mano, matando marcianos, asumiendo roles que nunca son uno mismo en la verdadera naturaleza, manteniendo conversaciones electrónicas en wasap, en medio de este mundo que se nos acaba junto con el planeta, se nos están acabando también las oportunidades de conocer la realidad y de probarla y hasta de tomarle el gusto.
Inserta todavía, troncal en el sistema educativo (hasta que desaparece sin dejar huella en segundo de Bachillerato), la asignatura de Educación Física quizá sea para muchos esa última ocasión de que los humanos que están formándose conozcan y comprueben su verdadera dimensión, su humanidad, su «humanismo», que dirían los clásicos. Pero necesitamos espacios. Necesitamos dimensiones donde las burbujas de dos metros de nuestros muchachos y muchachas puedan desplazarse y relacionarse, para que cada alumno despliegue la columna vertebral hasta alcanzar su verdadera dimensión. No obstante, hasta esto, el espacio, se nos niega, porque el espacio es un bien industrial, más valioso que la inteligencia.
Los diseñadores de colegios e institutos, en general olvidaron su infancia o ya no llegaron a tiempo de conocer la infancia expansiva de la calle y las eras, anterior al omnipresente asfalto. Es curioso observar que, cuando son incluidas en el plano final de los centros (cosa que no siempre sucede), las salas dedicadas a la asignatura de Educación Física acaban siendo casi siempre recortadas, insuficientes, mezquinas. Nos obligan a los profesores a reinventar la asignatura, a administrar lo que nos dejan, a ser creativos con nuestra herramienta física antes de serlo con nuestra didáctica.
Y menos mal que en muchas ocasiones hay un exterior aprovechable, la vuelta a la manzana por la acera, unos falsos plátanos e incluso unos olmos que ahí están, desorientados, un patio de cemento, un parque en el mejor de los casos. Esa es nuestra riqueza en la pobreza, una cortina que divide en dos partes insuficientes una sala recoleta, para que dos grupos de alumnos se la repartan a la vez en sesiones coincidentes de Educación Física. ¿Quiénes diseñan nuestros institutos, quiénes han llegado a este parche de los parches de un sistema educativo que no ha vuelto a revisarse de forma global desde hace medio siglo?
Al terminar sus estiramientos, en los primeros minutos de la clase, les pido a los alumnos que se desperecen, que bostecen, que hagan lo que en sociedad está mal visto, lo que tal vez no hayan hecho esta mañana porque se levantaron demasiado aprisa y no han hecho luego porque había gente a su alrededor. Y ellos y ellas obedecen, aunque algunos apenas caben en el espacio que les ha tocado en suerte y sus brazos tropiezan con un compañero o con la pared. Pero en ese momento están recuperando su ser en la medida en que exploran los límites de su burbuja y ocupan el espacio que los hace personas. En ese momento son personas.