
Denuncia y entretenimiento en una novela negra donde se cambian las tornas: el comisario es el acusado y el delincuente el detective.
En la prosa de Julio Rodríguez conviven la alta y la baja cultura, que lo mismo lanza un guiño a un detective literario clásico que a un tema de un grupo punk.
Un comisario acusado de asesinato. Si esta situación no les parece lo bastante irreal, esperen a conocer al que deberá investigar a favor de su exculpación en medio de asaltos a la propiedad privada, peleas clandestinas y oscuras sectas: un expresidiario lector de Vázquez Figueroa y la enciclopedia Salvat, cuarentón y ceñudo, alopécico y dueño, más que de un pasado, de unos antecedentes. Ese es el gran Pirelli, un tipo que cuando se despierta intenta recordar en qué cárcel del mundo está, un tipo duro y a la vez vulnerable, incapaz de negarle nada a una mujer que llora.
Como si de un tratamiento homeopático se tratara, el comisario preso encargará a un exdelincuente las pesquisas que han de conducir a su liberación. De ese modo, ya tenemos en danza a un pícaro luchando a favor de la justicia, convertido en un detective que piensa como los malhechores porque es uno de ellos. Rodeándose, claro, de un equipo a la altura de las circunstancias: la visa oro de su cliente, un Watson que es un yonqui averiado de lógica difusa y una niña descarriada y fumeta, la hija buenorra y pijipi del policía, entre otros especímenes de los bajos fondos. De la trama no desvelaremos nada más que da lugar a una lectura sabrosa e hilarante, repleta de situaciones rocambolescas protagonizadas por este elenco de estrafalarios personajes.
El gran Pirelli es una divertida novela negra. En realidad, una especie de homenaje que, a través de la sátira de todos los tópicos del género, a base de la inversión de los papeles tradicionales, se convierte en un humorístico reflejo deformado de la España actual. No es extraño que aparezca, dentro de la Editorial Pez de Plata, en la colección La Risa Floja. En el detective homeopático cabe encontrar reflujos que van de Auguste Dupin a Petra Delicado, pasando por Sherlock Holmes, Philip Marlowe y Colombo, aunque a todos los adelanta por la derecha en cuanto a su innata capacidad para transgredir la ley. No en vano, una de las claves de la resolución del caso viene anunciada por una cita de Arthur Conan Doyle: «Las mujeres son secretistas por naturaleza, y les gusta practicar el secreto por su cuenta».
Pese a su hilaridad y estilo fresco, trufado de referencias musicales ―incluye un código para capturar la banda sonora no oficial de la novela en Spotify― y a la actualidad reciente, sabe mantenerse fiel a dos de los preceptos del género: denunciar y entretener. No escasean los pildorazos de sabiduría sin desbastar de la novela negra clásica, los chispazos de ingenio, los pedazos de ideas bien traídas, contundentes, que se dejan sin desarrollar como en todo noir que se precie: vibrando para la eternidad. Las abundantes alusiones a personajes de la prensa amarilla y el famoseo televisivo acaso sean su punto débil, tanto por exceso como por defecto, pues, aunque se citen con intención irónica, como mitos del lumpemproletariado, la Pantoja o Bertín Osborne quizá estén destinados a pasar a la posteridad, pero Cañita Brava o Risto Mejide exigen, al menos de este lector, una consulta en el buscador para situarlos.
No queremos dejar de señalar, aunque sea al final, que esta es una novela negra escrita por un poeta solvente, de los que conocen el nombre de los tropos que usan, no cuentan las sílabas con los dedos y se atreven a titular un libro Naranjas cada vez que te levantas. Uno de esos escritores que no necesita los radares pero afortunadamente conserva pájaros alrededor de la cabeza, que leemos con los ojos boquiabiertos y sonrisas llenas de sentido. Un autor capaz de hacer malabarismos tanto con figuras literarias como con vocablos de germanía, en cuya prosa conviven la alta y la baja cultura, que lo mismo lanza un guiño a un detective literario clásico que a un tema de un grupo punk… Un tipo, como su gran Pirelli ―trasunto acaso de Lázaro Blanco, sobre el que escribió el guion del documental «Por la puerta grande»―, a la vez duro y sensible.