De entrada no percibo el olor. Aunque debe de ser nauseabundo, a juzgar por la expresión de asco del bombero, que se tapa la nariz con una mano enguantada, antes de colocarse la mascarilla reglamentaria.
Nada más derribar la puerta de mi vivienda, sin dejar de mirarme y enarbolar su hacha −causante a todas luces del estruendo que me ha devuelto el sentido después de no sé cuánto tiempo−, ordena a sus compañeros que abran las ventanas con el fin de que “salga toda esta pestilencia”.
“Tenían razón los vecinos. Si no está fiambre, poco le falta”, dice el mismo bombero, que ostenta rango de autoridad, al tiempo que, profiriendo un comentario poco esperanzador sobre la eficacia de los primeros auxilios, deja el camino libre para que los del Sámur procedan con su trabajo. Sus compañeros se convierten en siluetas borrosas y ruido de pisadas que dan la impresión de moverse sobre una alfombra de escarabajos.
Quien primero se aproxima a mí, me palpa el cuello, tira de mis párpados hacia arriba, acerca su oído a mi pecho y mueve la cabeza, contrariado, es un muchacho ataviado con un chaleco amarillo fosforescente. Al primer vistazo se me parece al guaperas de aquella serie de televisión, Hospital Central, que trataba de médicos y enfermos, me parece. Aquel muchacho tan simpático, aunque con carácter, que se las traía a todas de calle sin que, en apariencia, le importase y que hablaba con los enfermos, los accidentados, los infartados, con el propósito de tranquilizarlos y convencerlos de que aún no había llegado su hora. Hacerles creer en lo imposible mientras les abría una vía y les tapaba la cara con la mascarilla de oxígeno.
No debe de ser él, sin embargo, pues no me habla. El único con potestad para hacerlo, el bombero que derribó la puerta, se ha olvidado de mí y no para de impartir órdenes: estar preparados para cualquier contingencia, colocarse las mascarillas para evitar contagios, revisar los conductos del gas, avisar al servicio de recogida de basura y al departamento de desinfección, las ratas no deben andar muy lejos… Las ratas son peor que el virus.
El muchacho, sin brillo ya en su chaleco, se limita a mover la cabeza como quien quiere negar una evidencia, reprimir el vómito y taparse la nariz de vez en cuando, haciendo caso omiso de las advertencias del cabecilla de los bomberos. Si bien, sigue el mismo procedimiento que el actor de la serie. Me abre una vía en el brazo, inyecta el suero y me tapa la cara con una mascarilla. Acto seguido, entre náuseas, dice a los presentes: “este hombre está deshidratado” y les comunica que, si no me trasladan con urgencia al hospital, no habrá nada que hacer. Supongo que, a pesar de su experiencia, a él también le ha sorprendido encontrarme con vida. El virus no hace prisioneros.
En ningún momento se dirige a mí. No obstante, me enternece que sea capaz de vencer todos sus escrúpulos para tratar de salvar a un desconocido que, para colmo, desprende un hedor repugnante y que pudiera estar infectado y causar su propia muerte. Me siento en deuda con él. Su perseverancia es todo lo que me queda. Mi última oportunidad. De modo que intento ayudarle en su diagnóstico, advirtiéndole que, más que deshidratado, lo que estoy es desahuciado y que nadie, excepto yo, tiene la culpa de ello. Y, aun cuando dudo de que pueda oírme, con la mascarilla amortiguando los sonidos que a duras penas salen de mi boca, maniatado por tubos y cables que me convierten en un robot inútil, hago un esfuerzo por recordar y relatarle las circunstancias que me han conducido a un estado tan lamentable. Circunstancias que él ni se imagina.
Alguien empuja una camilla que está a punto de chocar contra mis rodillas. Entre varios individuos, que ya no puedo distinguir si son bomberos o pertenecen al equipo de primeros auxilios, me levantan con inusitada facilidad −como si mi cuerpo se hubiera transformado en una presencia ingrávida− y me depositan en ella. Compruebo que es mucho más incómoda que las que utilizan en los servicios de urgencia de las series televisivas y me pregunto por qué lo llamarán “primeros auxilios” cuando en muchos casos se podría decir que son los últimos, ya que un elevado porcentaje de los enfermos depositados en camillas similares a ésta y en mi estado llegan fiambres al hospital.
Da la impresión de que no quieren que ése sea mi caso o que no desean incrementar el porcentaje de fracasos con un punto negro en su expediente, pues el muchacho no se separa de mí, reparte indicaciones entre sus ayudantes con la misma energía que si fuera su propia vida la que pende de un hilo, aprieta la muñeca de mi mano libre en busca del pulso o el latido necesarios para que el cuerpo que viaja en la camilla siga manteniendo, aunque bajo mínimos, contacto con la vida, vigila que cada tubo esté en su sitio y me escolta hasta la puerta.
Es curioso; pero, a medida que mi conciencia se rinde al traqueteo de la camilla y el sopor provocado por los fármacos disueltos en el suero se adueña de mi cerebro, recuerdo con mayor claridad, no sólo la forma en que se desarrolló el proceso de mi desahucio, sino también el preciso momento en que comenzó un calvario que, mucho me temo, lejos de concluir, ha entrado en una fase más virulenta. Creo incluso que, si me lo propongo, sería capaz de reconstruir los sueños y las pesadillas que me asaltaron mientras permanecí inconsciente. De lo que no estoy seguro es de poder medir el tiempo que ha transcurrido desde que, agotado ya todo contacto con mi entorno, me quedé dormido hasta que, alertados por los vecinos, los bomberos decidieron que la mejor forma de entrar en mi casa era derribar la puerta con un hacha, ocasionando tal estrépito que se hubiera despertado hasta el más veterano de los muertos.
Cuando empezó la pandemia yo era una persona normal; lo que, después de todo, no sé si dice mucho a mi favor. No destacaba en nada. Nunca me había metido en líos. Ni siquiera mi divorcio merecía más comentario que el de haberse producido de común acuerdo y sin traumas. Hacía varios años que estaba separado de mi mujer y aún mantenía una buena relación con ella; hasta el punto de que, con cierta regularidad, nos reuníamos para cenar y echar un polvo, o dos, dependiendo del estado de ánimo y del tiempo que hubiéramos derrochado con las copas y las nostalgias de la sobremesa: algo que, paradójicamente, rara vez hacíamos durante nuestro matrimonio. Tenía dos hijos, ya mayores, que habían ganado independencia a fuerza de no visitarme. Yo, en compensación o como revancha -nunca me paré a pensarlo- les visitaba de pascuas a ramos; si bien alimentaba sus respectivas cuentas corrientes con la misma regularidad con que me tiraba a su madre, lo que seguía reportándome la consideración de buen padre, si he de fiarme de la información que, después de cada orgasmo, entre polvo y polvo o mientras se colocaba las bragas a toda prisa para no llegar demasiado tarde a su domicilio de feliz divorciada, me regalaba la titular de la patria potestad.
Cada mañana recorría un trayecto insufrible, plagado de trampas, para trabajar en un lugar inhóspito, realizando una tarea igualmente inhóspita que no se ajustaba a mis cualidades y haciendo piruetas para no pedir la baja por depresión, pero que no abandonaba hasta el anochecer. Mantenía una relación muy discreta con mis compañeros –también inhóspitos-, salvo algún escarceo sexual de circunstancias y con resultado poco alentador y no me gustaba terminar la jornada con unas cañas de compromiso. Prefería fingir que estaba agotado y refugiarme en casa cuanto antes, darme una ducha, comer cualquier cosa, servirme un whisky, encender un habano, tirarme en el sofá y, haciendo caso omiso de todas las recomendaciones respecto al efecto balsámico de la lectura y otras formas menos sofisticadas de relax, dedicarme a navegar por los distintos canales de la televisión hasta que el sueño, la pérdida progresiva de visibilidad y un ligero cosquilleo en la planta de los pies me indicaban que ya era hora de que mi cuerpo vencido cambiase de moldura.
Cuando la camilla deja atrás el zaguán del edificio y alcanza la calle todos experimentamos un tremendo alivio. No importa que llueva, que los movimientos se hagan más urgentes y descontrolados y que las ruedas patinen con el consiguiente riesgo para mi integridad. El aire no está tan viciado como en mi vivienda y, aunque yo no lo perciba, lo noto en el semblante de los enfermeros.
Diviso las luces de la ambulancia, cuyo orificio trasero se abre como una gran boca a la que han aplicado una severa ortodoncia, impaciente por engullirme. La camilla es de las que se cierra con un golpe seco. Siento el golpe y un ligero chasquido en el corazón.
El muchacho, que parece haberme adoptado como si fuera un familiar lejano que lo ha perdido todo −y que no ha dejado de sujetar los tubos que me atan a una supervivencia por la que nadie en su sano juicio daría ni un céntimo−, me acomoda en un rincón, se sienta a mi lado, le dice al conductor algo referente a Carlos Sainz y me anima sin palabras. Suena la sirena. Los neumáticos chirrían. Presiento que en su presencia nada malo puede suceder. En gratitud por sus desvelos, intento explicarle que mi situación no es producto de una enfermedad verificable –ni siquiera el puto virus ha tenido la consideración de tomarme como rehén−, ni de la soledad provocada por el confinamiento –yo mismo fui quien decidió aislarse poco antes del estado de alarma−, ni de la dejadez, ni siquiera de un hipotético desvarío derivado de la depresión. Sé que no me escucha. Está más pendiente de mi vida que de mi inefable enfermedad.
Recuerdo la primera vez como si estuviera sucediendo en este instante. Fue durante uno de esos concursos que ponen a prueba la cultura y el ingenio de los participantes, elegidos en un casting previo en el que, con frecuencia, lo que menos importa es, precisamente, su ingenio y su cultura. Por lo regular, siempre que me topo con uno de estos concursos, cambio de canal, ya que me molestan sobremanera los sabihondos de medio pelo que enseñan sin pudor sus escasas dotes intelectuales siguiendo las directrices de guionistas, no mucho más listos que ellos, que no se atreven a dar la cara. E iba a hacerlo, con ensayada indiferencia, cuando, de repente, escuché mi nombre y apellidos en la voz del presentador: un personaje muy conocido y mediático del que se comentaba que tenía el gatillo muy ligero.
Me sorprendió que alguien con mi nombre y apellidos se prestase a un juego que yo denostaba. Pero, aún más, que el impostor fuera una réplica exacta de mí y, por si eso fuera poco denigrante, vistiera uno de los trajes que yo guardaba en el armario y que sólo utilizaba en las ocasiones que requerían cierto protocolo.
Como es lógico, me resistí a creer que tal semejanza se debiera a una jugarreta de la casualidad. Me palpé, primero los músculos, luego los huesos, hundiendo los dedos entre las costillas, el estómago, la entrepierna, que no estaba para bromas. Me arrebujé en el sillón y verifiqué que la figura que se acoplaba con tanta facilidad a los pliegues del cuero al otro lado de la pantalla se correspondía con mi cuerpo. Revisé uno por uno todos los elementos, muebles, cuadros, apéndices decorativos, que componen el salón de mi casa como quien trata de reconocerse parte de un contexto que por fuerza y costumbre ha de resultarle familiar.
Era yo, sin duda, quien se afanaba en tal empeño; pero también era yo quien hacía lo propio al otro lado de la pantalla: eran mis gestos, mi forma de contestar a preguntas que sabía y de fallar respuestas que ignoraba, mi nerviosismo habitual en situaciones que me sobrepasaban, mi manera de sobreponerme a la timidez y de disimular mi natural retraimiento. Aquel concursante era yo, tampoco había la menor duda y, sin embargo, yo no me había presentado a ningún concurso, al menos que eso pudiera hacerse sin salir de casa y sin tener conciencia de ello.
Di un trago de whisky que me supo a agua y esperé a que me expulsasen de la pantalla por no haber estado a la altura de mis contrincantes, dos hombres y una mujer que mostraba buena parte de sus senos; aunque, a la postre, su artimaña le valiera de poco ante la impasibilidad del presentador, que tampoco debía de tener la entrepierna para bromas ese día.
El muchacho, guardián de mis constantes vitales, dice: “está a punto de entrar en coma; si no nos damos prisa lo perdemos”. Y, dirigiéndose hacia la ventana enrejada que nos separa de la cabina del conductor: “esmérate Carlos Sáinz”. Yo, en cambio, no percibo que mi estado sea tan crítico. Puedo escuchar nítidamente lo que dice, la sirena taladra mis tímpanos, la velocidad de la ambulancia lastima mis vértebras y mi olfato aún conserva el recuerdo de la decrepitud de mi apartamento. Eso debe de ser buena señal.
Ni que decir tiene que, una vez recuperado de tan absurda experiencia, decidí apagar el maléfico artefacto que con tanta fidelidad reproducía mi imagen y dormir la mona, aun cuando no tuviera conciencia de haber bebido más de la cuenta.
Al día siguiente me coloqué ante el televisor como si tal cosa, pensando que seguía siendo un mero instrumento y que no tenía derecho a responsabilizarle de mis alucinaciones. Pulsé varias veces el mando a distancia, cuidándome muy mucho de no coincidir con uno de esos concursos del demonio, pero todas mis precauciones resultaron vanas. La pandemia hacía que la oferta televisiva se redujera a informativos, concursos y programas de entretenimiento.
En el tercer canal daban uno de esos que, desacertadamente, llaman del corazón, pues lo que dirimen, por lo general, son las diferencias entre vísceras menos poéticas. Y allí estaba yo, con mi nombre y apellidos, mis gestos y mi traje protocolario, afirmando que había mantenido una relación amorosa con una modelo que acababa de contraer matrimonio con un jugador del Real Madrid.
Allí estaba yo, como si tal cosa, revelando los secretos más inconfesables de la muchacha, a la que, en una pantalla colocada a mi espalda, se veía, deslumbrante, saliendo de los Jerónimos, ataviada de blanco y del brazo de Florentino Pérez. Allí estaba yo, inmutable, hablando de felaciones como quien recita la lista de la compra, reconociendo posibles infidelidades de la que fuera mi amante y representando con todo lujo de detalles los gritos que la radiante novia profería cuando la sodomizaba.
Pulsé con rabia el mando a distancia, tratando de borrar aquella representación despreciable de mi persona. Pero fue peor. Mi nombre, mis apellidos y mi traje participaban en un debate sobre “sexo seguro y profilácticos”. ¡Qué sabía yo de sexo seguro, si lo practicaba casi en exclusiva con mi exmujer! Y, sin embargo, hablaba pontificando, gritaba incluso para que me escuchasen bien, como si mi opinión estuviera colocada en un listón más alto que la del resto de los contertulios.
Incapaz de soportar al pedante en el que me había convertido un electrodoméstico que ni siquiera era de plasma, cambié de canal. En el cinco otro programa basura. Sólo que en éste, en lugar de haberme liado con una muchacha exuberante, rentable y famosa, aunque de pasado borrascoso, hacía las veces de marido de una mujer anónima a la que le gustaban los tríos, los cuarteros y los intercambios multitudinarios en lugares donde se practica el sexo indiscriminado, y lo contaba sin rubor, probablemente, a cambio de un bocadillo de mortadela. Aquello tenía que ser un montaje.
Estuve así varias horas, durante las cuales vagué de canal en canal, huyendo de mí mismo, pero al mismo tiempo buscándome en los programas más peregrinos, en abierto o de pago, con la confianza de comprobar tarde o temprano dónde terminaba tamaño disparate. Y lo más lamentable, aunque no me percaté de ello hasta pasados varios días, era que, a medida que mi imagen se iba multiplicando y apareciendo en los platós más insospechados, más identificado me sentía, desde mi sillón de sufrido espectador, con el impostor que se prestaba a burlas tan zafias y siniestras; ya no estaba tan seguro de que mi gemelo no cobrase por lo que hacía.
Por fin llegamos al hospital. El rostro de mi cuidador se relaja. Demasiado tarde, leo en sus labios que le dice a una compañera. La camilla cae en el vacío, produciendo un ruido similar al que hacen varios cerrojos al deslizarse de golpe. Leo la palabra: Urgencias; grabada en el frontal de la puerta abatible. Varias batas blancas me rodean. La camilla cobra una velocidad inusitada. Pasa ante el control de enfermos como si de un peaje fantasma se tratara. Tal vez yo también sea un fantasma.
Los días siguientes los pasé velando armas frente al televisor, trabajando telemáticamente a media jornada, sin salir de casa ni para hacer la compra y abandonando el sillón únicamente cuando imperativos escatológicos lo hacían preceptivo. Apenas comía y sólo de cuando en cuando me atrevía a echar una cabezada, sin alejarme de mi puesto de vigilancia. Tenía la esperanza de que, en cualquier momento, me sería revelada la clave del misterio que, tan pronto me colocaba de bombero en una serie de producción autóctona como de psicópata en una coproducción hispano-venezolana, por no hablar de caracterizaciones más degradantes.
Por poner algunos ejemplos que harán las delicias de los aficionados al humor cáustico: llegué a ser comentarista de fútbol en un partido de máxima rivalidad en diferido y multidifusión, presentador de un programa infantil al lado de una muchacha, cuyo apellido y estrabismo me recordaban a un importante filósofo que nunca se prestaría a lo que mi traje y yo nos prestábamos, y finalista en un “karaoke” destinado a promocionar futuros triunfadores en el difícil arte de la imitación y el plagio. Todo parecía en diferido; aunque yo no recordaba haberme visto antes en aquellas parodias.
Sé que costará creerlo; pero lo mantuve en secreto. Yo, que iba de cadena en cadena contando con pelos y señales las miserias físicas y morales de los demás y que debía de tener la cuenta corriente atestada de millones, me habría arrancado la lengua antes de hablarle a nadie de mi absurda enfermedad. No comenté nada con mis compañeros, aunque en más de una ocasión eché de menos, por parte de alguno de ellos, esa frase que nunca sabes cómo interpretar: “anoche te vi en la tele”. Ni por asomo se me ocurrió llamar a mi “ex” para decirle: “te estás tirando al personaje más famoso de la televisión y tú sin enterarte”. Lo dicho: antes mudo.
Cuando llegué a Supervivientes, antes incluso de sintonizar, supe que había superado la prueba y ya debía de estar recibiendo las indicaciones de los productores y guionistas de “la vida en directo”. Decidí que tenía que dejar el trabajo, aunque ya sólo me ocupaba unos minutos. Un canal privado ponía las veinticuatro horas del día imágenes de lo que sucedía en la selva de Honduras y no quería perder ripio. Seguía obsesionado con hallar un resquicio que diera al traste con el misterio que amenazaba con atenazar mi vida en un estado de perpetuo espectador de mí mismo y, no sé por qué razón, presentía que ese resquicio se abriría cuando el público decidiera que tenía que dejar la isla o, en último término, pasados los meses de rigor, cuando ya no quedase por allí ni el apuntador.
No caí en la cuenta de que la notoriedad de los concursantes se incrementa cuando están de nuevo en los platós y se insultan y zarandean ante millones de televidentes. Y que, dada mi experiencia en esas lides, no me soltarían tan fácilmente.
Llamé por teléfono a la empresa y le comuniqué al jefe de personal mi dimisión irrevocable. Curiosamente éste no debía de haberse enterado de con quién se jugaba los cuartos, pues no demostró ninguna intención de sugerirme que reconsiderase mi postura. Zanjó el tema con un “de acuerdo” que me sonó a insulto y me deseó suerte. De modo que no tuve más remedio que pedirle que me hiciera una transferencia con el finiquito o, en el supuesto de que eso le resultase demasiado complicado, se lo metiera por donde le cupiese. Ah… Creo que también le grité que su novia, una de las secretarias que acompañaba con regularidad al director de la empresa en sus viajes de trabajo, me la había chupado varias veces en el cuarto de las fotocopiadoras.
Me han depositado en lo que, en la jerga hospitalaria, llaman boxes. Lo he visto en las películas. Se trata de un aparcamiento para enfermos: el purgatorio en el que decidirán si tengo arreglo o, tal como pienso, estoy desahuciado. Estoy solo, aislado por una cortina del resto de los enfermos. De tanto en tanto oigo algún quejido. Yo no me quejo. La soledad ya formaba parte de mi naturaleza.
Entonces también estaba solo y en una especie de purgatorio, si bien no tan limpio y aséptico como éste. Esperaba una revelación, si así se le puede denominar, que no tardaría en producirse.
Pocos días después de cantarle las cuarenta al cornudo de personal, tras monopolizar todas las parrillas de programación con el anuncio de mi nueva peripecia, me vi en medio de la selva, rodeado de muchachos y muchachas mucho más jóvenes e informales en su proceder, repartiendo insultos, gritos de guerra, abrazos de judas, saltitos histéricos y afinidades traidoras, distribuyendo tareas para las que no estaba preparado y elaborando una estrategia con el fin de burlar las nominaciones.
Sería largo y tedioso relatar todo lo que sucedió en aquel paraje de apariencia paradisíaca durante las cuatro semanas que gocé del favor del público y del beneplácito de mis compañeros, en general mucho menos inhóspitos que los del trabajo, de los cuales no recibí ni una llamada interesándose por mi salud o por los motivos que me habían llevado a tomar la decisión de abandonarlos. Bien es cierto que no faltaron los enfrentamientos, las rencillas y los dimes y diretes; como suele ser habitual en una convivencia que se presume transitoria y que va a terminar con un ganador por encima de muchos honrosos finalistas, aunque, al cabo, todos se lleven el gato al agua de la intimidad altamente recompensada.
Además, estoy convencido de que no me queda mucho tiempo. Y tiempo, precisamente, es lo que sobra en un lugar aislado del mundo donde no hay otra cosa que hacer que relacionarte con los demás, participar en actividades insulsas y esquivar los aguijones de quienes se sienten con más derecho que tú para ocupar los escaparates de la actualidad e intentan suplantarte. Máxime cuando todo se observa desde la distancia de un apartamento carente de la más mínima intendencia, un sillón que produce escaras en la piel y un cuerpo, lo único real entre tanto misterio, que se debilita progresivamente.
No obstante, tengo que confesar que fui feliz mientras duró aquel enredo, el más sibilino de todos en los que me vi implicado desde que comenzara mi larga marcha hacia la inanidad. Que follé con dos mujeres distintas, sin poderme quitar de la cabeza la cara que pondría mi “ex” si me estaba viendo y que, en cierto modo, le debía un polvo televisivo. Que me enamoré de una tercera, recibiendo, como respuesta excesiva dada mi trayectoria de concursante modelo, calabazas y una reacción evidente de mala uva. Y que llegué al asesinato: punto final de una discusión más acalorada de lo normal por el asunto de las nominaciones. Una exclusiva que nunca antes había tenido lugar en directo. Hasta tal extremo alcanzaba mi dominio del medio.
No puedo asegurar que todos mis actos estuvieran escritos en un guion previo. Pero, desde el primer beso que di en espera de venturas más gozosas hasta que clavé el cuchillo improvisado en el pecho del muchacho más inocente y anodino de los que han pasado por el concurso, siempre tuve la sensación de que una mente superior manejaba los resortes de mi voluntad. Más aún cuando los organizadores del evento, al ver el cadáver, la sangre manchando la arena y la expresión de estupor del resto de los concursantes, convertidos en víctimas potenciales de mi ansiedad por llegar a la final, reos perplejos de mis artimañas, en mi descargo, intentaron convencerme de que sólo era un juego. La magia de la televisión, capaz de convertir en fantasía la más burda de las realidades. Todo se solucionaría echando arena sobre la sangre y tierra sobre el asunto, ofreciendo una ración de comida y tabaco extra a los supervivientes, anunciando que el muchacho había tenido que abandonar la isla por asuntos familiares –un lamentable caso más de contagio del coronavirus− y convenciendo a los telespectadores, subliminalmente, de que yo debía ser el siguiente nominado y candidato único a desaparecer de la perspectiva de la audiencia.
Así pues, ese era el resquicio por donde el misterio habría de hacer aguas: yo mismo, un asesino sin posibilidad de condena, ya que se trataba de una condena que no se podían permitir las buenas formas de un programa basura, pero, al mismo tiempo, un asesino sin capacidad para la redención.
Me fui del programa con algunos polvos y un asesinato a mis espaldas como único bagaje; pero libre de toda culpa, y, como pude, ya que mis fuerzas se habían agotado en el ímpetu criminal, apagué el televisor. Con lo cual, no supe si habían retransmitido las imágenes de mi huida. Más a mi favor. Sin embargo, ya no logré moverme, ni siquiera para tomar un sorbo de agua que me mantuviera con vida.
No quería vivir. Tenía miedo de que me descubrieran y me acusasen de un crimen que alguien, usurpando mi personalidad, mancillando mi traje protocolario, había cometido con la anuencia de las mentes privilegiadas que manipulan las ondas. Miedo de que todo el mundo, mis antiguos compañeros, el jefe de personal, mi “ex”, mis hijos, mis vecinos, supieran que era un asesino. Estaba seguro de que todo saldría a la luz. Al final todo se sabe y se comenta. Máxime lo que sucede en televisión.
Me quedé dormido. Hasta que los bomberos derribaron la puerta y entraron los del Sámur con la camilla y los aparejos de la falsa esperanza.
Hace rato que no veo al muchacho que intentó salvarme la vida sin tener en cuenta que estaba ante un asesino despiadado. Ahora son los médicos de verdad quienes tienen que certificar cuánto tiempo ha transcurrido desde que salí de la tele y el número de votos que obtuvo mi desahucio.
Aparecen varios individuos. Uno se parece a un médico que recuerdo también de la serie Hospital Central: un tal Dávila. Es éste quien se dirige a la enfermera, mientras le toca el culo, para preguntarle si ya ha llegado la policía. Ella contesta afirmativamente, aunque mueve la cabeza de una forma muy rara, como si no se creyera lo que está pasando. Agarra la mano del médico y sugiere que, antes de seguir con el procedimiento habitual, es aconsejable que me ausculte el doctor Vilches.
Percibo miradas de complicidad. Una vez más le toca al bueno de Vilches diagnosticar si el enfermo ha muerto.
Espero que no tarde mucho. Ese es mi último deseo.