
Eolas. Precio: 15 €.
“El peculiar universo poético de la leonesa Carmen Busmayor bulle entre sus versos como si un permanente soplo panteísta alentase en la naturaleza y en las criaturas que la habitan”
De ahí que de entrada me haya venido a la cabeza el título de la espléndida novela de Wenceslao Fernández Flórez adaptada magistralmente, con la ayuda de Rafael Azcona, por José Luis Cuerda, que en paz descanse, desde aquí nuestro pequeño laudatorio. Hay al respecto, en Enumeración, un poema cuyo título («Lo verdadero es un bosque mágico de acebos, hayas, animales libres y agua hace tiempo»), más largo que el cuerpo del poema en sí, no menos indicativo («Aquí donde la monarquía dulce de los arándanos se adueña de mi lengua») que resume a la perfección lo que quiero decir. Abunda también, en consecuencia, la personificación: el sudor de los tomates, el lloro de los grillos, la sonrisa de la luz, el idioma de las cerezas, las hormigas lectoras, la serena elegancia de los castaños, la luna que se embarca en los cerezos, el tiempo callado, en fin, en la omnipresente memoria del agua.
En este sentido, esta nueva entrega lírica de Busmayor entronca con su libro anterior, Sílabas de agua y brezo, igualmente en la línea digamos arraigada de su poesía, de índole berciana, de apelación a lo ancestral de su territorio mítico del poniente, su geografía emocional, por usar la formulación de Tomás Sánchez Santiago. En relación con lo prosopopéyico, rescata, a través del murmullo de los caños de las fuentes o de las ruecas hilando lana, la memoria de una civilización antigua, campesina, desaparecida, que es la de su infancia, en la aldea perdida de los antepasados, pisando con regocijo charcos o comiendo con fruición pan con chocolate, la de una niña siempre «en vuelo», «paladeando asombros», y que cifra en «la belleza permanente en la humildad» de su madre, a la que contempla «hincada, fregando suelos», avanzando «en la escasez».
Aunque todo haya sido tomado por la desolación, Busmayor ha conseguido retener y conservar ese vuelo, con su danza de mariposas impacientes por dentro. Y como telón de fondo, porque su tierra «sigue viva en el agua», la lluvia apretada en los huertos, que me imagino hipotecados como aquéllos de Lêdo Ivo en los que diluviaba. Mas no sólo de fondo, sino que al ritmo de sus versos aplica una «métrica de lluvia», sabedora para sí del epitafio más memorable de la historia de la literatura, el que John Keats quiso cincelar en su tumba del Cementerio Protestante de Roma y que figuraba a modo de frontispicio de su citado libro previo: «Aquí yace aquel cuyo nombre fue escrito en el agua».
Otras vertientes de su poesía, aparte de este sustrato medular, asoman por algunos poemas. Nos referimos, por caso, a la penosa condición femenina encarnada en las mujeres de posguerra lavando en el río o en el homenaje a la sabia e iracunda Elena Poniatowska a partir de su libro juvenil La vendedora de nubes. O al motivo de los viajes, tan caro a la autora, desde África a Escandinavia o a cualquier parte del planeta, escenificado aquí a través de un recuerdo croata unido a la Bora que sopla alocada. Porque, en último extremo, al igual que quienes se han dado sin tasa a la poesía, la poeta sabe también que es una apátrida.
Mención aparte merecen las vistosas y polícromas ilustraciones de su paisano, el pintor y reconocido poeta Juan Carlos Mestre, que acompañan y diría que acompasan los poemas, plenas de una imaginación desbordante que casi excede la página, pobladas de seres fabulosos que suelen mirarnos de perfil con su ojo ciclópeo, semejante al de la autora. Se me antoja, incluso, que bien pudiera ser el propio Mestre el referente del poema «El sembrador de estrellas» (recordemos a propósito el título de un trabajo del artista berciano: «Las estrellas para quien las trabaja»), aquel que llega «con su sombra civil por delante y palabras ceñidas al cuello en los acantilados», tal el hombre azul de una de sus pinturas, con un pez en la mano, al que espera sumergido un caballo, de esos «que cruzan los montes galopando sobre las crines del viento».
Con una prosodia versicular, a veces a modo de letanía o de la enumeración del título, en general cercana a la del ilustrador, es capaz, desde el ingenio y la intuición, de todo, hasta del más difícil todavía: denunciar el abusivo incremento del IVA a partir del pobre César Vallejo, «desnudo, parisino, peruanísimo». También con esa expresión desolada del cholo, huérfana del mundo, enlaza de fondo la palabra de Busmayor, sin embargo orientada por lo común hacia la celebración del prodigio de la belleza, allá donde se encuentre, como si siguiese, eternamente detenida, de chiquilla o de mozuela, triscando y retozando por los prados de su pueblo natal.
EL APÁTRIDA
Dudoso el gozo.
Segura la sangre sublevada.
Como suya su voz
nada.
Apenas nada.
Solo.
Como isla.
Sobre la tierra de su destierro.
DOS ACACIAS
Dos acacias alegres como luz
sostenían las tardes.
Sólo dos.
El viento que agita los árboles
las busca inútilmente.
En mi memoria se instala triunfante
una sequía que inclina.