
Ed: Anagrama
Para los estudiosos de un autor resulta en muchas ocasiones indispensable hallar el eslabón perdido en la cadena evolutiva de una Obra que, como en el caso del nacido italiano, Antonio Tabuchi, se ha significado tanto. Todos los libros son importantes (para bien o para mal) e indagar en los que han pasado mucho tiempo ocultos u olvidados debe de ayudar a entender mejor, no sólo los precedentes literarios de quien los firma, sino también la esencia de las obras futuras. Los libros perdidos, a veces, ofrecen mucha más información que los otros, pues se retratan en los cambios y transformaciones que operan en el estilo de tal o cual autor.
Para el lector habitual, siempre es agradable encontrarse con un reto nuevo, con un estilo distinto, en creciente creatividad y aprendizaje, puente firme entre lo que se pretende y lo que se consigue. «El barquito chiquitito», canción infantil que no hemos resistido la tentación de tararear alguna vez aún de adultos, es la segunda novela de Tabuchi y la que nos coloca en el sendero de la memoria. Como en un barco al que se le da cuerda sin parar y, una y otra vez, nos conduce a un retazo del propio pasado y a un espacio mental que pertenece a una o muchas generaciones. Un barco al que contemplamos mientras se aleja, con la esperanza de que vuelva antes de que se le termine la cuerda y en el que, a la vez, nos vemos navegar, dueños o no de su destino.
«El barquito chiquitito» es, por lo tanto, una novela de aprendizaje de parecido calado en el lector y en el autor. Llena de figuras literarias, metáforas, paráfrasis, pleonasmos, nos lleva por vericuetos que se van abriendo al paso de las palabras, a la historia de una saga familiar del siglo XX. Italia en tiempos convulsos, pero pródiga en locuras individuales y en sueños que tardan en despertarse. No es una historia de perdedores, aunque la memoria de los malos tiempos también se busque su tributo de infelicidad. Sí es una novela de humor, porque es difícil describir el mundo por el que pasaron los personajes sin una pizca de ironía. Por momentos, grotesco, nacido de las palabras que dan rodeos y más rodeos a lo que se quiere nombrar para que, luego, lo que se nombra quede fijo en el mapa que ilustra lo que se cuenta. Y lo que se cuenta es el periplo de una familia italiana que sobrevive al ruido de los truenos negros, aunque por el camino va perdiendo parte de sus piezas fundamentales, hasta el punto en el que alguien se decide a contar la historia de sí mismo, que, a su vez, es la historia de sus ascendientes y la historia de una Italia que sigue, también, contándose a sí misma. “Había habido un hombre… ¿Habría intentado volar? ¿Había sido víctima de la locura? Sesto rebuscó entre montones de polvo en busca de improbables testimonios, indagó bajo paquetes de viejos periódicos, de extravagantes dibujos habitados por colonias de ratas y de cucarachas.”
Eso es la memoria a veces: desván y locura. Objetos perdidos y oxidados, viajes sin retorno al pasado, recuerdos de otros que precedieron al protagonista y que desde el más allá le empujan a escribir o a subir a bordo del barquito chiquitito e ir en busca de un pasado que lo libere de la locura congénita y le abra nuevos caminos, aunque sólo sea para redactar y significar la historia que se va formando a su alrededor. Mirar atrás es contemplar todos los Sestos que llegaron antes y a sus dobles y al origen de estos, Leonido, que quería volar, para forjar un nuevo Sesto, Capitán Sesto, recién salido del manicomio judicial.
Esta es la historia de muchas locuras sucesivas que sed solapan en la memoria de las peripecias que las determinan; pero, sobre todo, es la historia de muchos sueños que sed rebelaron contra la vigilia triste de un mundo entregado a la guerra, la tortura, la vejación y el exterminio.
El Antonio Tabuchi joven supo ya en esta novela encontrar el camino de lo que sería una carrera literaria de gran prestigio internacional, donde Italia y su país de adopción, Portugal, siempre han estado presentes. Un gran reto, que se convierte en un gran regocijo.