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El anarquista inconsolable

Fermín Herrero

Fermín Herrero

Nuestra necesidad de consuelo es insaciable. Stig Dagerman.
Pepitas de Calabaza. Precio: 8 €.

Stig Dagerman es uno de los últimos malditos de las letras europeas.

El poeta invoca premonitoriamente el suicidio como única libertad verdadera.

La editorial Pepitas de Calabaza, aunque humilde y graciosamente se presente y promocione como «con menos proyección que un cinexin», no deja de sorprendernos desde sus inicios allá por 1998, y siempre para bien. Ahora ha reeditado, dentro de su selecto y ya nutrido catálogo, Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, de Stig Dagerman, uno de los últimos malditos de las letras europeas. Y es que en los tiempos que corren parece que tal condición ha desaparecido, al menos en España. Quien la  ostentaba, tras el fallecimiento prematuro de Fernando Merlo o Eduardo Haro Ibars, allá por los años convulsos, y propicios a estos efectos, de la Transición y la Movida, Leopoldo María Panero, murió, cómo se pasa el tiempo, hace ya seis años, sin descendiente en la estirpe del malditismo, que sepamos.

Como todos los elegidos para el Olimpo visionario, no en vano se le comparó con Byron o Rimbaud, Dagerman se fabricó un cadáver temprano al asfixiarse a los treinta y un años en el garaje, con el monóxido de carbono del motor de su coche, tras haber intentado lo mismo con anterioridad y después de haber rehecho su vida, aparentemente, al casarse con la famosa actriz sueca Anita Björk. Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, publicado curiosamente en un semanario dedicado a la mujer en el hogar es un escrito, breve pero poderoso de articulación e imágenes, de honduras y sarcasmo, de apenas una decena de páginas, testamentario por su contenido y porque desde su publicación, dos años antes de su muerte, poco más dio a la imprenta.

Desde la frase inicial de un texto que resume de forma memorable su razón de vivir, la del individuo frente al sistema: «Estoy desprovisto de fe y no puedo, pues, ser dichoso, ya que un hombre dichoso nunca llegará a temer que su vida sea un errar sin sentido hacia una muerte cierta», resulta evidente que participó de lo que el sabio Steiner,  recientemente fallecido, llama «nostalgia de absoluto» y al declararse por completo ajeno a las añagazas habituales de nuestro tiempo para combatirla: escepticismo, racionalismo y ateísmo, no le quedó más remedio, para reconciliarse con el mundo, que buscar desesperadamente una libertad total, imposible. Y lo mismo vale para el hallazgo de la dicha a través de la belleza: niega momentáneamente el tiempo pero no revoca la inutilidad de la literatura, en la que se volcó, ante la muerte niveladora. De ahí que invoque premonitoriamente el suicidio como única libertad verdadera.

La edición de esta especie de testamento se completa con su última entrega poética, de sesgo irónico, que apareció el día después de su suicidio, y un pequeño ensayo «El anarquismo y yo», en el que recuerda la persecución de los anarquistas durante la Guerra Civil por parte del enemigo fascista y de los propios, de los comunistas, la batalla campal de Barcelona que relatara Orwell. Defiende aquel anarcosindicalismo, fundamental, según él, para la conquista de las libertades y del pan y para oponerse a la deshumanización neurótica y al reino del dinero en que ha caído Occidente. Y se añaden sendas semblanzas: una sentida elegía a modo de homenaje de Federica Montseny, de quien fue amiga por su conexión española: «Stig fue de los que, no pudiendo creer en Todo, no pudieron creer en Nada» y un acercamiento biobibliográfico a su figura de Marc Tomsin.

Lo último suyo que había leído, como en trance, fue La isla de los condenados, novela oscura y desolada sobre siete náufragos que, próximos al delirio, divagan insomnes, angustiados ante la proximidad de la desaparición. Montseny considera, con mucho acierto a mi juicio, que el poderoso estilo de Dagerman es una «mezcla del simbolismo individualista de Ibsen con el pensamiento simbolista de Kakfa». Reproduzco el primer párrafo de la novela, que revela el sueño de uno de los perdidos, Lucas Egmont, que  al cabo se adentró en el mar: «Digamos que la ginebra, con una mezcla sutil de agua deshelada de un arroyuelo de montaña en caída vertical, con una pizca de hojas tempranas de acebo maceradas, cardamomo tostado sumergido en ácido gálico, bebida a toda prisa justo al alba, cuando la puesta del coche se cierra y aísla de la última risa, en fin…».

Guardo un recuerdo arrebatador, algo confuso, del libro, que no he releído por falta de tiempo, pero lo haré pronto sin duda. He de volver también a sus cuentos en Nórdica o a La serpiente, su primer libro, con diecinueve años, su «romanticismo de la angustia». Para la crítica, según la contraportada de la edición de Sexto Piso, es una fábula opresiva y nihilista del fin de los tiempos y del hombre, sometido a la soledad y el más radical desamparo ante el vacío y el sinsentido de la existencia. No sé, me impresionó mucho, así como el resto de su obra, marcada por el nihilismo angustioso tras las guerras mundiales y el vendaval de los totalitarismos, a los que se suma en su caso esa turbiedad en la conciencia, con derrotes religiosos, tan nórdica, tan Bergman. Impresión que vale igualmente para el breve alegato interior que hemos comentado de este genio exaltado y al tiempo taciturno, trágico por naturaleza y circunstancias, desesperado ante la imposibilidad de alcanzar la perfección, incomprendido y extraño en el mundo, como todos los de su condición, aunque se carteara con Camus, Faulkner, Steinbeck, Malraux o Hemingway.

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