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DONOSTIA Topografía de la belleza

Magdalena G. Alonso

Magdalena G. Alonso

Topografía: Técnica que tiene por objeto medir y calcular para representar en un plano las formas y superficies del terreno. De “topo”, lugar y “graphia”, escritura.

Topografía literaria: descripción detallada de un lugar idílico y/o de un ambiente en movimiento.

San Sebastián. Una ciudad a una bahía pegada. Monte y mar en una unión única. Una arquitectura armoniosa en un marco natural privilegiado. Donostia es una sucesión de sensaciones, de formas y de texturas urbanas.

Un regalo envuelto en un mapa de letras en relieve.

Superficies de arena suave y dorada en las playas. En Gros, la Zurriola del surf y del viento a mar abierto, de los jóvenes despreocupados vestidos de neopreno; en el centro, la Concha, perfecta madreperla convertida en imagen icónica de casetas con toldos de rayas, de señoras de peinado impecable sentadas entre sol y sombra; en el Antiguo, Ondarreta familiar y reposada de cubos y palas.

Vértices. En el triángulo que forman los palacios de Aiete, Miramar y Cristina Enea suenan los pasos de baile de la Belle Époque y flotan las reverencias a reinas y condesas presumidas. En sus jardines, una mujer lee a la sombra de un árbol, aunque se distrae cuando pasa un niño corriendo y tiene que volver a empezar la frase; un jubilado repasa su vida en un banco que se asoma al mar, pero la memoria lo traiciona y no sabe si recuerda hacia delante o hacia atrás; una pareja de estudiantes no ha llegado a clase y revisa los apuntes de anatomía aprovechando que la hierba hoy está seca.

Superficies de roca en los montes. Igueldo y Urgull cierran la bahía, mientras que Ulía se aparta un poco hacia el este. Los tres defendieron la ciudad y los tres fueron testigos de batallas y de incendios.  En Urgull rebotan los gritos de los balleneros de otro siglo y descansan sin descanso los ingleses en un cementerio encantado; en Ulía suenan las pisadas en caminos escondidos, como pasando por ahí sin acabar de estar; en el funicular de Igueldo suben y bajan los gritos infantiles y las miradas asombradas de los turistas.

Ajedrezados con relieve de mayonesa y “txaka”, de pimiento y antxoa en las barras de los bares de pintxos en la Parte Vieja.  Un grupo de amigos hace la ronda a la salida del trabajo, comentan las jugadas del último partido de la Real, ríen alto y a veces cantan. El recorrido está fijado por la tradición y la costumbre, no hay margen para la improvisación, es la liturgia del “txikiteo”.

Superficies de brisa en el paseo de la Concha, soplo delicado que se enreda en la barandilla centenaria símbolo de la ciudad. Una sucesión de ojos de buey enmarcados, una hilera blanca de coronas florales encadenadas, una línea de salvavidas de diseño… Una pareja de jóvenes enamorados que se mira tiernamente a los ojos, una mujer con pamela y gafas de sol, una mamá y su niña vestidas a juego; en todas las fotos la barandilla es el fondo perfecto.

Semicírculo. Línea curva que traza la bahía, con la aguja del compás clavada en la isla de Santa Clara. Las mareas barren la perfección del conjunto, las gaviotas sobrevuelan las palomas, esas ondas rizadas como de nata montada que surgen en las olas cuando empieza a hacer fresco. La concha tiene su Perla, una joya arquitectónica en forma de balneario donde se relajan, en jacuzzis y piscinas de chorros, tocando el mar con las puntas de los pies, donostiarras y forasteros. La terapia del spa se complementa con la visual, es un todo sensorial en el que la fina línea entre exterior e interior es una cristalera.

Superficies de agua indecisa en el Urumea, ese río que parece no terminar nunca de llegar al mar, que retrocede sorprendido cuando recibe el primer embate de una ola demasiado impetuosa, que vuelve sobre sus pasos al albur de las mareas y regresa bajo la protección de los magníficos puentes que lo cruzan, adornados con farolas art déco o con obeliscos casi parisinos.

Líneas paralelas. Las del Boulevard y la avenida de la Libertad. Hileras de árboles añosos, tiendas y mercados, el quiosco de la música, cafeterías elegantes, edificios señoriales dan forma a los dos paseos que parecen, sin embargo, afluentes del río que van a desembocar en los tamarindos de Alderdi Eder. Un jardín al que llegan, arrastrados por la corriente, los caminantes ociosos, los trabajadores atareados, las amas de casa que van a la compra, los niños ansiosos de subir al tiovivo.

Superficies oxidadas que rezuman salitre en las esculturas de Chillida y Oteiza, una peinando al viento y la otra abrazando al aire. Los adoquines bastos y recios en los que se asienta la primera hacen hueco al bufido del mar y se alborota el pelo de los que juegan con él. Sobre la madera suave, como de deriva, que acoge a la segunda, la gente se sienta al atardecer bajo el vacío del dosel de acero.

Ángulos de noventa grados en el rectángulo, casi cuadrado, que es la plaza de Guipúzcoa. Arreglada con detalle y mimo para que los abuelos traigan a los nietos a ver los patos y se sienten en los bancos los adolescentes que ya han gastado su paga y no pueden ir al cine. Apacible y coqueta, con lago, cascada, puente, vegetación exuberante…todo a pequeña escala de armonía y buen gusto. En un rincón, bajo las ramas de un magnolio, juegan en silencio una partida de ajedrez una chica con gafas de pasta y un chico pelirrojo de cara llena de pecas; concentrados, aislados del bullicio de la plaza y ajenos a la sonoridad exótica de los nombres de los árboles vecinos: una lluvia de oro, un wellintonia gigante, un cedro del Himalaya, un árbol del cielo.

Superficies de espuma que rebasan el muro del Paseo Nuevo y cada año retan y vencen al asfalto.  Dos amigas pasean en silencio; una no despega la mirada del mar, deteniendo sus pasos de vez en cuando para apoyarse en el pretil y asomarse a ver las olas romper en las rocas, a respirar hondo y a dejar resbalar su mirada hasta el horizonte; la otra, solo la escolta y sigue su ritmo, no interrumpe su contemplación ni fuerza la marcha; ambas llenan sus ojos de mar.

Poliedros. Los cubos de Moneo nacieron como un desafío, una provocación de vidrio traslúcido. Hoy sus aristas rompedoras son una prolongación de las de los bloques de piedra del rompeolas del Kursaal y se han incorporado con naturalidad al paisaje, entre el mar, el cielo y el río. De noche se iluminan tenuemente y a su resguardo se escucha el murmullo o el grito del Cantábrico, siempre de humor cambiante, a veces cascarrabias y a veces de seda.

Superficies de alfombras mullidas en el hotel María Cristina, del teatro Victoria Eugenia y también en los salones del antiguo Casino, hoy Ayuntamiento, donde un día Mata Hari intrigaba con Trotsky mientras Maurice Ravel interpretaba su Bolero, y otro el Sha de Persia saludaba a los Rothschild, y Pastora Imperio y Raquel Meller se dejaban adorar por sus admiradores. Cine, música y estrellas con glamour de ayer y de hoy.

Cada uno traza su propio mapa cuando recorre San Sebastián, va creando una trama de formas y líneas a la vez que siente el agua, el viento, la arena… Basta con dejarse llevar y descubrir a cada paso más rincones, más sorpresas, más asombros en los que es posible perderse sin querer ser encontrado: el puerto recogido y casi pueblerino, la aguja de la catedral, los faros en los acantilados, los arcos ojivales de San Vicente, el pequeño tamborrero de la Plaza Sarriegui, las piedras teñidas de musgo, los balcones numerados de la Consti… Basta con caminar y dejarse envolver por la belleza.

Hay lugares tan cercanos, tan especiales, tan queridos, tantas veces recorridos con calma, tan sabidos de memoria que se lleva su plano dibujado en la cabeza. Hay lugares que se pasean con los ojos cerrados. Hay lugares que tendrían que ser fáciles de escribir.

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