Miguel Delibes se muestra tan sensible al paisaje como a las palabras de sus interlocutores.
Nuestro autor se manifiesta partidario firme del lance ligero, la técnica de la pesca activa en la que no prima la paciencia de esperar sino la provocación.
Se aficionó a la pesca de la trucha al día siguiente de su boda, viendo extraer una captura en el santanderino río Besaya, a la tardía edad de veintiséis años. Nos lo cuenta en el prólogo de este libro que apareció con el número 523 en la colección Áncora y Delfín de la editorial Destino hace ya más de ocho lustros y continúa siendo la mejor obra de literatura piscatoria de nuestra lengua: un clásico que todo aficionado al sedal habrá visitado a la busca de consejos y que cualquier amante de la lectura habrá disfrutado por los innegables valores de una prosa que se eleva a vista de pájaro muy por encima de los cauces y sus aventuras a pie de río.
Cuando Miguel Delibes escribe Mis amigas las truchas, el diario de pesca de un escritor, lleva más de veinte años pescando, pero en el fondo sigue siendo un cazador que escucha en el sotobosque el canto de la perdiz, ve alzarse en lontananza el vuelo de unas prudentes calandrias o intuye al abrigaño de la espesura las andanzas primaverales de los asustadizos corzos. En estos apuntes del «block de un pescador de ribera» ―los cuatro años de salidas a variados cotos de Castilla, León y Galicia comprendidos entre 1972 y 1976―, nuestro autor se muestra partidario firme del lance ligero, la técnica de pesca activa en la que no prima la paciencia del esperar sino la provocación: en vez de «aprovechar el hambre», se explota «el instinto cazador» de los peces. Orgulloso padre que contempla cómo sus hijos lo superan en pericia lance a lance, en todo momento se denomina aprendiz de pesca en pos de un animal, la trucha, que no duda en calificar como la «perdiz de río». Buen caminante, como cazador que era, el Delibes pescador fue un andarríos inquieto, un trotasirgas que, no obstante, ante un río mudo, se concedía un reposo para tomar un taco en la contemplativa orilla o para pegar la hebra con los paisanos que le deparaba la jornada. Un conversador como acaso solo puede serlo un escritor de su talla, con un oído imbatible para captar el matiz exacto, los perfiles precisos, con la mente abierta a los decires y saberes de los ribereños, dispuesto a absorber y a enseñar en su diario cuanto conocimiento piscatorio ha ido acumulando, aunque comprende que lo que el río muestra «no puede resumirse en una receta de cuatro palabras».
En el diálogo con las aguas y sus seres en que se van convirtiendo estas memorias que están entre la caña y la pluma, el pendolista traza sus mejores letras cuando hace al narrador la concesión de expresar su arte de convertir las personas en personajes. Retratos en cuatro trazos como los que realiza de guardas como Paulino el del Castillo o Patricio el de Santa Marina del Rey ―que siempre se refería a él como Don Delibes―, logran, sin deshumanizarlos, elevarlos a personajes a la altura de los de sus novelas. Tan bien captó su esencia Miguel Delibes que todavía hoy, en la orilla derecha del Omaña, frente al bar de Sandalio, puede uno escuchar a Paulino su eviterna cantinela sobre lo mal que está el río y lo mal que se dan las truchas esta temporada. Paulino Gutiérrez, desde hace tiempo retirado, le devolvió al escritor el boceto amable cuando declaró en una entrevista que no creía que el autor de Los santos inocentes fuera muy ortodoxo como pescador: «Tenía paciencia en el río, pero cuando se cansaba se ponía a cantar canciones castellanas que recordaba de su infancia». Algo de eso debía de haber porque en varias páginas de Mis amigas las truchas el autor nos desvela que en un día de poco movimiento se entretiene improvisando letras, inventando refranes o componiendo tonadas infantiles que canturrea por el río, como nos refiere en la entrada dedicada al acotado de Puente Villarente. «Por el Puente Villarente, palomas pasan a veinte, paloma una, paloma dos, paloma tres…».
De igual manera que ocurre en su narrativa de ficción, Miguel Delibes se muestra tan sensible al paisaje como a las palabras de sus interlocutores. Rastros de todo ello, además de aquí, dejó en múltiples terceras del diario ABC, donde colaboraba por entonces. Sin salirnos del libro, destacan las líneas que dedica al burgalés río Rudrón y al descubrimiento del Bierzo, «tierra muy amueblada» de vegetación, feraz en el Cúa y frutal en el Burbia, toda ella como en fronda. Y, con el paisaje, aflora la naturaleza. A algunas interesantes reflexiones corporativas, como cuando enuncia algo que todo pescador ha podido comprobar ―que el barbo y la carpa «empiezan a ser sustituidos por truchas cuando la piedra desbanca al adobe en la construcción», sobre todo si va unido a los cultivos de huerta que delatan mayor humedad y rendimiento―, se suman las inquietudes del hombre de campo, la conciencia crítica que ve como se suman afrentas a un entorno rural que de alguna manera hay que afrontar, ante los embates del progreso tecnológico, pues se está perdiendo «la libertad hasta en el campo». En esos años setenta de la escritura del libro las agresiones al entorno no estaban sino en sus inicios y sorprende la agilidad con que el autor las detecta. Junto al Delibes popular y de rasgos costumbristas, emerge un don Miguel de ideas avanzadas para la década, que asimila muy pronto la dicotomía a que el «progreso» obliga: «o pescamos en un racionamiento de días o no pescamos».
Aunque no se plantea a estas alturas del siglo la pesca no sacrificial, entiende que una regulación se hacía necesaria, que el río no puede ser una pescadería. Curiosamente, en la actualidad Castilla y León es la comunidad española que tiene una reglamentación de pesca más proteccionista y respetuosa con el medio ambiente. Como si hubieran escuchado al Don Delibes que, aunque se lamentaba de que íbamos hacia una «pesca preparada» a base de ejemplares repoblados y criados en piscifactorías, capturados en «ríos manipulados por el hombre», convenía con el guarda Patricio Díez en que «la naturaleza se acaba».
Ahora que la pesca es sin muerte, que hay que devolver las truchas al agua, uno no sabe si Miguel Delibes, de vivir, seguiría pescando. Su hijo Juan, ya un hábil cucharillero en las páginas de Mis amigas las truchas, sigue haciéndolo, adaptado al «captura y suelta» de la pesca sostenible que tan pronto intuía Miguel Delibes que sería el futuro, aunque fuera a base de atrapar mayormente peces «manufacturados». Lo que tiene uno por seguro es que, como todos los pescadores «fetén», seguiría pensando que la vida es un río y el río de la vida transcurre entre reciales y cadozos, torrenteras y reposadas pozas, con días de mucho y vísperas de nada, pero que hay que estar ahí, a pie de vida, con la caña en la mano, puesto. Por si las moscas.