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Dolor de ser Isla

Antonio Manilla

Antonio Manilla

Mi bien. Antología poética. Isla Correyero.
Editorial Visor. Precio: 14 €

No hay temas tabú en la poesía de Isla Correyero.

Necesitamos testimonios que enciendan en nosotros el recuerdo de lo más profundo.

«Solo quiero saber por qué / por qué / por qué /soy protesta y araño el infinito con mis garras», escribió el poeta chileno Vicente Huidobro en el primer canto de Altazor. Unos versos que muy bien podrían ser el lema sobre el que se ha ido construyendo, durante más de treinta años, la obra de Isla Correyero. Una poesía, la de la extremeña, atravesada por complejas circunstancias vitales que ella ha sabido trascender para elevarlas a canto y cuento en una serie de libros, alguno verdaderamente iniciático en el transcurrir de la lírica nacional, que ahora ella misma es antóloga en una edición de Visor que, prologada y espoleada por Juan Antonio González Iglesias, además ofrece parte de un poemario inédito, Ámbar, que nunca antes se había animado a compartir pues está marcado por un homoerotismo que supone un acento inédito dentro de su quehacer, y que, a tenor de la calidad de lo leído en este avance, clama con fuerza por una pronta publicación exenta.

«Se necesita desesperación para crear», afirmó nuestra autora en la poética incluida en la antología Ellas tienen la palabra, realizada por Noni Benegas y Jesús Munárriz en el 97. Vista ahora en perspectiva, toda su producción ha sido fiel tanto a ese impulso motor como a esta cita contenida en Límites: «Necesitamos testimonios que enciendan en nosotros el recuerdo de lo más profundo. / Cuando éramos niños teníamos un margen de conciencia dedicado al Resplandor. / Podíamos ver más allá de los nombres y las cosas». Prácticamente ningún tema ha sido tabú durante su trayectoria, desde el incesto a la amputación o la tortura, pasando por una sexualidad expresada sin ambages. Siempre se percibe, no obstante, por crudo o acerado que sea el tema, el idealismo al fondo, ese «sino romántico» que muy bien señala Juan Antonio González Iglesias en el prólogo y que Correyero define en uno de sus versos como «la constancia de los grandes sueños».

Sus dos primeros libros, Cráter (1984) y Lianas (1988), celebran la libertad de poder decirlo casi todo en los maravillosos ochenta, compartiendo temas y perspectiva: desde una salvaje insumisión se poetizan lo mismo unas medias blancas de seda que la necrofilia o la «enfermedad cruel del deseo». Quien haya leído o escuchado en alguna ocasión recitar a Isla Correyero de viva voz el poema con el que se abre Mi bien, titulado «Mi retrato a lápiz», además de comprender que su primera poesía se erige contranovísima desde los restos de lo novísimo, tendrá en su último verso una clave para su producción de estos años: «Y me gusta jugar a lo que sea».

Crímenes, de 1993, en cuyas composiciones se entrecruzan el mal y la conciencia con un tono general como de novela negra, la violencia que habita en el corazón y la niña que ha matado al padre en sueños, la tortura y la mutilación imaginarias con el remordimiento, los límites de la moralidad y el resarcimiento, propone poemas narrativos, pequeños guiones en sí mismos en los que campea un asesino imaginario. Se trata de un valiente paseo por el lado oscuro de la humanidad y la venganza, que no en vano aparece dedicado «a los que llevan gafas desde niños», y contiene versos que son como puñetazos.

Diario de una enfermera (1996) es un título estructurado a modo de diario, a partir de la propia experiencia laboral, que comienza con una declaración tremenda: «Inclino la cabeza para que nadie sepa que ya no soy humana». A través de su lectura nos enfrenta a la realidad del hospital como una larga galería de la muerte que envejece con las luces siempre encendidas. Palpamos en él «la soberanía de la enfermedad» a través de esa niña que muere en un traslado de ambulancia, en el enfermo terminal que sigue haciendo su vida como si no estuviese ante la perspectiva de la muerte, en el olor boreal de la lejía y en el padre fallecido al que se evoca ante la visión de un cerezo en flor.

Tras un poemario con tanta tensión emocional, llegan dos que no le van a la zaga, en los que se hace autopsia de la propia biografía sin el menor temblor en el pulso. En Amor tirano (2003) se auscultan el infierno y el paraíso de la carne enamorada. La constatación de nuestra vulnerabilidad. Las batallas perdidas de la existencia. Cita la poeta virgos y coños sin cortapisas, pero también escribe: «Si es que esto sin ti es la vida». Su increpación se eleva no solo contra el amado sino contra el amor mismo. Divorcio (2015), originalmente aparecido como «Hoz en la espalda», ahonda en lo testimonial, nos expone conflictos de pareja con autenticidad que no evita el dramatismo: tocamos con las manos el dolor de quien, tras una ruptura, se siente «ahorcada como galga en un árbol», mientras nos va contando detalles de esa quiebra que ha partido su vida por la mitad: la inhumanidad de la negación de la palabra, la descripción de quien robó el corazón del amado, la rabia ante el futuro secuestrado, el deseo final de hacer el amor con un hombre cualquiera. Demonios interiores. Quizá por ello González Iglesias nos dice que Isla Correyero «ha bajado a los deteriorados infiernos posmodernos, cuyos círculos son la enfermedad, el fracaso y la muerte».

Lepidópteros (2015) es el último libro publicado de forma exenta. Aborda, de forma casi monográfica, otro mundo de tormento: el de la moda y el diseño, en donde imperan las privaciones y la competitividad, atentando contra «la casa del cuerpo» femenino. Mi bien —el título alude a la poesía propia y a la leída— se cierra con un inédito que parece venir a dar un nuevo enfoque a la producción venidera: «aparto de mí toda desdicha sintiendo que ya he saldado mi parte equitativa de infortunio».

Comenzábamos trayendo a colación una cita de Altazor. Apenas dos versos antes de los mentados, Huidobro escribía: «Dolor de ser isla / Bárbaro limpio de rutinas y caminos marcados». La obra poética de Isla Correyero ha transcurrido siempre, sin rodeos ni atajos, por las rutas menos transitadas, mostrándonos ferozmente uno u otro de los perfiles de algún calvario, el dolor —a su pesar— de ser Isla.

NO FLUYE SANGRE

No he venido a traerte la violencia que habita en mi corazón.

No he venido a mostrarte mis ojos despintados y mi último vestido.

No he venido a distraerte ni a olvidar.

Ni vengo a matarte ni a vivir de tu sombra.

He venido a verte envejecer y a que en tu
decadencia me veas como nunca me viste:

Fría, paciente y azul como un cadáver.

MARÍA A JESÚS

Dame un lugar en tu cabeza, hijo.

Dime dónde puedo quedarme para verte,
oírte, vacilar, beber tu sangre cálida de
hijo pálido en un cuenco.

Saber de ti como una lumbre sabe dónde está la ceniza.

Préstame tus ojos en mi oscuridad.

Lo que acaba de ti y a mí regresa,
lo que renace,
tu silencio,
la boca con que comes las piedras y la
fruta,

el sueño, la sangre de tu madre, mi sangre que
está en ti.

La tristeza que tienes y me ocultas.
Hijo…

Isla Correyero

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