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DIVULGA QUE ALGO QUEDA La fina línea del saber

Aurelio Loureiro

Aurelio Loureiro

No es nueva; pero de un tiempo a esta parte se escucha más la palabra “divulgación”.

Varios libros, escogidos de la editorial Crítica, bajo los auspicios de Planeta,  coinciden en destacar la figura del divulgador.

Cuando escucho o leo esta palabra no puedo por menos de pensar en los filósofos griegos y, entre ellos, en Platón (gran divulgador de las enseñanzas de Sócrates) y Epicuro (un sabio que no dudaba en transmitir su sabiduría); también, por supuesto, en Homero, Herodoto y otros muchos que huelga nombrar. Ellos fueron los grandes divulgadores de la filosofía, la ciencia, la historia, el viaje y un largo y continuo etcétera que llega hasta nuestros días.

Las disciplinas a las que me refiero y, por ende, todas las que competen al complejo e iluminador mundo de la cultura, salvo quizá la literatura y, bajo otro prisma, la historia, tienden a concentrarse en su propio mundo endogámico hasta el punto de hacerlo invisible o, cuanto menos, misterioso para los profanos en la materia. La nomenclatura que utilizan es la mayoría de las veces inextricable para el común de los mortales y eso hace que se eleve un muro entre los avances de la ciencia, la medicina, la antropología –tan de moda en la actualidad, cuando el mundo, a la vez que se amplía como si no hubiera horizonte, se reduce a pasado y futuro−, la tecnología… y la curiosidad de los que consideramos al humanismo el motor de nuestro desarrollo como entes inteligentes. Las revistas y los libros especializados, con frecuencia, no hacen sino abocarnos al desánimo y la desidia. Nos enteramos por los medios de comunicación o cuando asistimos a una consulta médica, cuando comprobamos que, gracias a las nuevas tecnologías y el progreso de la ciencia, el terreno en que nos movemos se ha sofisticado hasta el punto de que tenemos la sensación de que todo nos viene impuesto y de que las referencias  que amparaban nuestra vitalidad ya no nos pertenecen. El mundo global, presidido por internet, todavía crea confusión. Tenemos acceso a un torrente de información, pero todavía hay dudas del alcance de nuestra comprensión y discernimiento para saber de dónde procede la buena y hasta dónde nos puede llevar el exceso de ella.  Todos utilizamos los medios que nos proporcionan las nuevas tecnologías y hasta somos propensos a pensar que con entrar en Google ya tenemos acceso al conocimiento de un modo más sencillo y rápido; habremos hecho frente a lo inextricable y salvado la barrera que imponen los libros y revistas especializados.

La curiosidad es la esencia del humanismo y, a su vez, el soporte del desarrollo de la ciencia y la cultura.  Si ésta se pierde iremos siempre a la zaga del progreso. Internet lo da todo hecho y nos invita a tumbarnos a la bartola, a navegar entre nubes de algodón, a aislarnos con el ordenador o el teléfono móvil, a manejar el mundo, nuestro mundo, desde una pantalla, en silencio. Tiene sus ventajas, por supuesto, y habilidades que, bien entendidas, nos descubren y seguirán descubriendo ámbitos insospechados hasta hace unas décadas. Es un medio que, bien utilizado, hará nuestras delicias y nos facilitará la vida, quizá impulsando también nuestra creatividad y esa pizca de curiosidad que aún tenemos; pero sin desmerecer a otros medios que lo han hecho hasta ahora y que lo seguirán haciendo.

La divulgación científica y cultural siempre ha existido y, por ende, divulgadores, en algunos casos pioneros en su materia, que han tratado de enseñar, acercar el conocimiento y, en todo caso, despertar la curiosidad de todos aquellos interesados en saber más sobre los asuntos más variopintos, independientemente de su nivel cultural. De un tiempo hasta esta parte, los programas y libros de divulgación han proliferado, aun con el riesgo de ser interpretados como siervos de una promoción subrepticia y a pesar de tener que sortear algunas trampas y obstáculos.

Como todo, a pesar de la globalización de las comunicaciones, o quizá por eso, también el mundo de la divulgación se ha especializado y, aunque no siempre, la figura del divulgador se ha realzado. Esto es bueno, si somos capaces de discernir; porque seguimos necesitando de libros –y programas− que despierten nuestra curiosidad, nos empujen a viajar, por ejemplo, al maravilloso mundo de la ciencia –como no hace tanto- al ártico entre el hielo, al mundo contradictorio de los líquidos  o nos ayuden a recorrer la gastronomía de nuestros antepasados y cómo ha influido ésta en la evolución, y nos hagan más fácil el camino sin caer en la frivolidad, sin perder el grado de seriedad y exhaustividad que exige la aventura del conocimiento.

Es de lo que se trata y eso es lo que hacen los autores de los autores de estos libros que reúnen todos los condimentos para hacer agradable y eficaz nuestra personal aventura, aunque para ello tengamos que poner de nuestra parte; al menos, sentarnos a la mesa.

500 años de frío , Javier Peláez; Líquidos, Mark Miodownik y Cenando con Darwin de Jonthan Silvertown. Para qué hablar más de ellos si estoy convencido de que los vais a leer.

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