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¡DESCONEXIÓN, DESINFORMACIÓN! Contra el desgaste de la condición humana

Andrés García Cerdán

Andrés García Cerdán

Jon Berger defendía nuestro derecho a la desinformación.

Desobedecer y no deglutir sin criterio una información previamente filtrada, observada y manipulada.

Hace apenas unos años, en una entrevista para una revista de naturaleza y ecología, John Berger defendía nuestro derecho a la desinformación. El inglés argumentaba que la explosión insólita de información, la exposición a los grandes flujos comerciales, los discursos oficiales, simulacros guiñolescos, con tanta frecuencia capciosos, y la publicidad invasiva, que nos convierte en consumidores compulsivos e ignorantes, estaban destrozando el mundo, estaban desnaturalizándonos. Apostaba, ante esto, por el regreso al hombre y a la naturaleza. Contra la inflación informativa, contra la obscenidad dolosa que deshumaniza, contra la manipulación y la injerencia, contra la dependencia del dinero, contra el bombardeo interminable de vulgaridad, reclamaba Berger nuestro derecho a no saber, a olvidar lo que sabíamos. Nuestro derecho a la desconexión.

La sociedad de la información y la comunicación, con sus beneficios indudables, implica igualmente un profundo desgaste de nuestra condición humana, en tanto la mercantiliza y banaliza su expresión cultural, social, moral, artística. Expuestos a las radiaciones nocivas, a las parcialidades intencionadas, tanto saber nos descompone por dentro. El Gran Hermano vigila y uniforma, impone líneas de pensamiento único, modas globales que acaban silenciando las voces de la diferencia. Este abuso alcanza al lenguaje. Como sabía Cortázar, las palabras han perdido su sentido original, han sido desgastadas, maltratadas hasta la extenuación.

A la busca de la singularidad y la integridad, a la busca de la fuente primera, Berger nos propone desconectarnos, taparnos los oídos con la cera del autoconocimiento y la afirmación. Ante los gritos globales de las sirenas, tal vez descubrir en su esencia la tierra que pisamos. Desobedecer y no deglutir sin criterio una información previamente filtrada, observada y manipulada. El gramático Ignacio Bosque, en los Encuentros del Lenguaje celebrados recientemente en Albacete, insistía a su manera en la misma idea: disponemos de una cantidad de información inimaginable y, sin embargo, carecemos de los medios para convertirla en conocimiento, en construcción, en crítica. Lo que en principio era un lujo -el acceso universal a la cultura y a la información- se podría convertir en una amenaza, un arma de destrucción masiva. Berger pide, en consecuencia, saber menos para saber más y, sobre todo, para saber de verdad.

Contra las homologaciones, contra las cantidades, contra la cacofonía mediática -como explica Cipriano Játiva-, contra el redondeo espiritual y la siega de lo marginal y lo antisistema, una incisiva e iluminada corriente de pensamiento ha ido advirtiéndonos desde hace años de la deforestación vital y de la degradación espiritual, subrayando los peligros de la sobreinformación. Esa podría ser una de las estrategias de descolocación de nuestro ser y nuestro estar en el mundo. Lo advertía Noam Chomsky en su famoso decálogo sobre la manipulación. Lo dice Gilles Lipovetsky: la sociedad del espectáculo y su consecuente vacío. Lo recuerda Zigmunt Bauman en Modernidad líquida: insuficiencia, inestabilidad y precariedad, relativismo moral, superficialidad mediocre. Nos los recuerda una vez más el grafitero Banksy. Nadie tiene derecho a usurpar el espacio común con fines publicitarios. Nadie. Banksy concretó su disconformidad en un poema visual, el caligrama de una botella de Coca-Cola en cuyo interior se destripa la sociedad del conformismo, la ceguera y la sumisión.

De insumisión han hecho alarde algunas necesarias voces marginales -en el más positivo de los sentidos-. Sin ir más lejos, la poeta norteamericana Anne Sexton, que no reconocía como suyo el mundo en que vivía. En nuestro norte, Evaristo Páramos, al frente de La Polla Records, cantaba, a voz en grito, desde la profundidad del punk, el desarraigo ciudadano y conflicto entre verdad y mentira, entre información y desinformación. Contra los grumos mentales pringosos que nos inoculan desde la infancia nos ha ido previniendo desde antiguo Emilio Lledó. Si los mass media nos apuntan al pecho con su intrascendencia, su ruido y su frivolidad, Lledó identifica y señala las nuevas esclavitudes y, con todo su optimismo crítico, predica la libertad de pensamiento. Y la responsabilidad.

Nos lo advertía Heráclito en uno de sus fragmentos, tal vez apócrifo, suyo siempre: “¿Por qué queréis arrastrarme a todas partes, oh ignorantes? Yo no he escrito para vosotros, sino para quien pueda comprenderme. Para mí, uno vale por cien mil, y nada la multitud.” La masificación infinita y la manipulación de los contenidos los ha convertido en burdos simulacros de la realidad. En ellos el hombre de hoy se anega. Para ser uno, para volver a serlo, John Berger defendió en su obra y en su vida nuestro derecho a la desinformación. Un gran hallazgo y una hermosa paradoja: saber menos para saber más.

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