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Cunqueiro

Ramón Loureiro

Ramón Loureiro

De Sillobre, que es el lugar donde yo nací, un lugar en el que se escuchaban, en un tiempo que ya no existe, tanto el estruendo de los astilleros en los que se construían algunos de los más grandes barcos del mundo -un eco de acero que llegaba a través de la noche desde la orilla del mar, sobrevolando los montes- como los cuentos del lobo, puede decirse, sin duda, que es el corazón de la Tierra de Escandoi.

Una tierra que se extiende por todo cuanto desde allí puede verse. Y de la Tierra de Escandoi, a su vez, cabe decir, también en voz bien alta, que es el extremo occidental de la Última de Todas las Bretañas Posibles. Una Última Bretaña cuyos límites más o menos vienen correspondiendo con los de la Galicia del Norte, la que tiene sus capitales en Mondoñedo y Ferrol.

Dicho sea esto, claro está, para ir entendiéndonos y saliendo del paso. Porque aunque las cartografías de la ensoñación se parecen bastante, al menos a esta hora, a las de los documentos catastrales, tampoco es necesario que siempre sean idénticas. Así que si les parece dejaremos los pequeños matices, en lo que atañe a los mapas y a sus esquinas, para otra ocasión. No son días estos para perderse en lo irrelevante. Vayamos, si les parece, y sin más demoras, a lo fundamental. Continuemos.

Los grandes paisajes de mi vida son los que envuelven los caminos que van a Mondoñedo, atravesando la Terra Chá, desde Escandoi. Mondoñedo es la campana y los libros y niebla y la piedra, es el mejor café de la Cristiandad y es el maravilloso chocolate y las extraordinarias tartas de Val de Brea, es la catedral en la que uno siempre siente a Dios más cerca, es la memoria de Fray Antonio de Guevara -a quien cita Cervantes en el prólogo del Quijote, como bien saben ustedes-, es el relincho bravo de los caballos del monte, es el río navegado por barcos imaginados, es un vuelo de grandes palomos de buche desde el palomar de canónigos que habitaron el fondo de las edades, es la posada de los Reyes Magos, es Merlín, es un ramo de versos escritos en lengua latina por los poetas del Seminario, es el recuerdo del fin de los días del Mariscal Pardo de Cela y es, sobre todo, Don Álvaro Cunqueiro.

¿Qué puedo decirles, que ustedes no sepan…?

Vamos a Mondoñedo a ver a Cunqueiro, y ahora solamente lo vemos de lejos. De un tiempo a esta parte, donde está Don Álvaro siempre es una lejanía, porque además es un escritor tan grande que no queda otro remedio que tomar una cierta distancia para poder verlo entero.

En días como el de hoy me acuerdo mucho de Carmiña, de su hermana, que fue para Don Álvaro una auténtica madre, a pesar de ser ambos casi de la misma edad. En la casa de Carmiña, frente a la catedral mindoniense -ellos habían nacido no muy lejos de allí, a menos de cien pasos, en la que entones era la casa de sus padres, junto a la Fuente Vieja-, Cunqueiro, abandonado casi por todos, escribió, a mediados del siglo pasado, sus mejores libros: el Merlín, el Sochantre, el Sinbad…

Yo siempre les llamo así, a esos libros, de esa manera, acortándoles un poco los títulos, como si fuesen ALGO parientes nuestros. Disculpen vuesas mercedes el exceso de confianza, no se me tenga esto por favor en cuenta.

Mucho me gustaba a mí ir a casa de Carmiña Cunqueiro y escucharla hablar a ella, que era una mujer de excepcional memoria y de generosidad infinita, además de una gran conversadora en la que, como dirían los clásicos, jamás habitó el invierno. Allí, en aquella casa, en la casa de Carmiña, y conviene no dejar de decirlo, seguía estando Don Álvaro, aunque no se le viese claramente y permaneciese en silencio. Estaba al lado mismo de su propia hermana, con la que tanto se quería, hecho de sombra y de bruma, pero a la vez también ya definitivamente lejos, habitando esa eternidad que ahora también habita Carmiña.

Si me admiten una sugerencia, no dejen de pasar ustedes, alguna vez, por Mondoñedo. Acudan al encuentro con la ausencia de Cunqueiro. Paseen por las viejas calles de la ciudad, mientras la noche llega. No será raro que al menos durante unos segundos vean pasar fugazmente la sombra de Don Álvaro, aunque sea al final de la calle o atravesando una puerta tapiada. Denle recuerdos de mi parte, si son tan amables. Y, por favor, nunca dejen de leerlo.

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